Durante mi estancia postdoctoral en Brasil tuve la oportunidad (junto con el Prof. Pedro Paulo Funari) de entrevistar al Prof. José Remesal, reputado arqueólogo e historiador del mundo antiguo. En la entrevista nos interesaba analizar el estado actual de los estudios de la Antigüedad y la forma de hacer historia a nivel global. Dos preguntas resultaron ser especialmente relevantes: ¿Cuál es la ventaja de Europa frente a otros países como Brasil? ¿Cuál es el mayor hándicap? La respuesta fue la misma en ambos casos: Remesal argumentó que la tradición, es decir, la forma de hacer historia con base a unas fuentes, una metodología contrastada y un estilo propio constituye un camino conocido y seguro en los países europeos, pero es al mismo tiempo una losa que no existe como tal en países con un recorrido más corto, quizás con menos experiencia, pero más libres para innovar y repensar el pasado.
El libro de J. Aurell trata justamente sobre la tradición y la innovación. Las preguntas que constituyen el punto de partida son las mismas. ¿Qué es un clásico en Historia? ¿Por qué ciertas obras, desde Heródoto, Tucídides o Salustio hasta Gibbon, Braudel o Huizinga, continúan despertando interés y no han sido eclipsadas pese al avance de los conocimientos y las nuevas interpretaciones? Esta no es una cuestión menor, y de hecho el libro atiende a una serie de cuestiones en debate actualmente, buscando en el pasado las respuestas para el presente y el futuro. Así, el autor se confiesa preocupado con un “excesivo academicismo en la historia” que se ha convertido para los historiadores en “una especie de camisa de fuerza que les impide decir lo que consideran relevante para sí mismos y para la sociedad” (p. 10). Los artículos sintéticos o los posts en las redes sociales como forma prioritaria de producción científica y de divulgación difieren abiertamente de estas obras clásicas, y aunque constituyen la realidad presente (nos guste o no), no serían —en opinión de este autor— la forma más recomendable y/o efectiva de hacer historia (véase también pp. 81-86).
Este es pues un libro sobre historiografía e historia crítica en un marco occidental, clásico y tradicional (lamentablemente, no hay espacio para “nuevos” clásicos, pues no hay una perspectiva de análisis no eurocéntrica, derivada de Grecia y Roma, ni un espacio para el análisis de estas obras desde su contenido, su contexto y su recepción posterior, clave en muchos casos de su éxito). La innovación (y el acierto del libro, no obstante) reside colocar el centro de atención en la propia labor del historiador y en su forma de escribir historia. Como trasfondo siempre está H. White y su obra Metahistory (punto de partida e inspiración p. viii), convertida así misma en un clásico. De White se deriva también la tesis central del libro: Historia y Literatura comparten una misma forma narrativa, aunque difieren en el contenido. Los grandes relatos clásicos —y esta sería la forma de conseguir escribir un clásico— conjugan forma y contenido, tradición e innovación. En vez de caer en un formalismo sobrio asociado a la búsqueda de objetividad, el autor aboga por incluir una serie de recursos literarios que estarían en plena consonancia con la metodología propia del historiador y permitirían de paso consagrar un texto relevante y sugerente (p. 301). J. Aurell aboga pues por una vuelta de tuerca a los clásicos, no tanto como modelo, sino como salvaguarda e inspiración para el presente y el futuro de la disciplina.
“Tradition is not the worship of ashes, but the preservation of fire”. Esta cita de Gustav Mahler abre la introducción del libro (pp. 1- 43) y sin duda recoge bien su idea central. El autor alude primero a unas básicas nociones historiográficas (pp. 3-12) y posteriormente guía al lector por un amplísimo abanico de fuentes objeto de estudio (pp. 16-30), evidenciando un nutrido bagaje que se destila a lo largo de todo el libro y que constituye uno de los aspectos más loables y sugerentes del libro. Las últimas páginas (pp. 30-43) ahondan en la estructura del mismo, dividida en cinco capítulos que atienden a cinco conceptos: durabilidad, clásico, canon, géneros, y genealogía.
El primer capítulo (Las condiciones de la durabilidad, pp. 44-86) ahonda en el conjunto de elementos que explican la pervivencia y relevancia en el tiempo de estas obras clásicas. Para J. Aurell la durabilidad tiene que ver más con la forma en que escribimos historia que con el contenido en sí (p. 72). El historiador debe establecer conexiones entre espacios y tiempos, entre el pasado y el presente, buscando un “efecto de contemporaneidad” (pp. 54-62) que suscite la imaginación y reflexión del lector. El autor advierte, no obstante, frente al presentismo —la reducción del pasado al presente— (p. 59), e indica que no se trata de seguir a pie juntillas un modelo, como si de una fórmula mágica se tratara, sino que un clásico requiere siempre de un cierto grado de innovación metodológica e interpretativa (pp. 66-68). Apuesta, en cambio, por un término medio: “Las obras históricas perduran cuando sirven a fines metodológicos y proporcionan herramientas para comprender el presente sin dañar por ello la integridad del pasado” (p. 71); cuando consiguen un equilibrio entre un enfoque contemplativo, práctico y científico (p. 76).
El segundo capítulo (Las dinámicas del Clásico, pp. 87-137) ahonda en estas mismas ideas. J. Aurell parte de la premisa de que “cualquier forma de narrativa histórica nunca podría alcanzar el rango de clásico atendiendo solo a su valor científico y sus referencias” (p. 96). Por el contrario, adoptar una cierta literalidad, haciendo uso por ejemplo de un lenguaje figurado o metafórico, es algo vital si queremos escribir un clásico (pp. 109 y 115). Las metáforas, argumenta, son relevantes y convenientes en una obra histórica, pues contribuyen a la comprensión del pasado (p. 103). De tal manera que, aunque no todos los historiadores tengamos esas cualidades literarias, al menos, deberíamos intentar alcanzar un lenguaje que es, paradójicamente (según insiste), propiamente histórico y compatible con una metodología tradicional (p. 110), aunque al emplearlo “parezcamos” (según indica) menos científicos (p. 135). Del mismo modo, vuelve a insistir en la necesidad de un cierto equilibrio entre lo figurativo y lo literal (p. 109) e igualmente resalta que, al fin de cuentas, quién triunfa lo hace por un motivo: estas obras clásicas desafiaron el status quo y forjaron nuevas vías de conocimiento y análisis (p. 128).
El capítulo tercero (La ineludibilidad del canon, pp. 138-205) es una reivindicación del canon como el conjunto de criterios (literarios) y científicos a los que el historiador debería atenerse al escribir su obra. El autor nos retrotrae a las mismas obras de siempre, partiendo de Grecia y Roma, y desde el siglo XVIII hasta la actualidad. Reconoce, no obstante, las críticas vertidas a este canon, que no consideraría las dimensiones no-eurocéntricas, étnicas o de género (pp. 156-159). El autor, en cambio, se reafirma en este canon con dos argumentos básicos. Por un lado, sostiene que estas críticas no pueden obviar un hecho para él claro: la extraordinaria pervivencia en el tiempo de estas obras clásicas (p. 158). Por otro lado, arguye que estas obras, entre las que incluye a Gibbon, Maculay y White (pp. 159-179), no siempre han formado parte del canon, y que este, por tanto, está siempre en constante cambio y creación. Remarca también que estos autores nunca trataron de sumarse al canon, sino que buscaban justamente demolerlo, yendo un paso más allá en la escritura de la historia (p. 178). Diría que este es el aspecto menos convincente del libro: este canon no es sino un producto histórico, construido a lo largo de los siglos, sobre la idea de una herencia clásica griega y romana. ¿Hay algún clásico que no haya sido escrito en inglés, en francés y en menor medida, alemán? Convendría considerar otros contextos. Pongo dos ejemplos que me son conocidos. La historia de los reyes de al-Andalus (Ta’rīj al-Rusul wa-l-Mulūk), escrita por un historiador cordobés del siglo X, Aḥmad al-Rāzī, se basa igualmente en fuentes antiguas (Orosio e Isidoro de Sevilla fundamentalmente), pero da un paso más allá: es la primera obra que tiene como objeto de estudio la península ibérica y su historia. Su trascendencia posterior es innegable y abarca diversas tradiciones literarias (árabe, latín, portugués y castellano) y sirvió de modelo a otras obras, entre ellas, la Historia de España de Alfonso X. Otro ejemplo a destacar sería la obra de Ibn Jaldūn, verdadero artífice de una nueva forma de escribir historia que aunaba diversas disciplinas y fuentes en busca de una historia total. Analizaba, al igual que Gibbon, el auge y decadencia de los pueblos, y al igual que Braudel, consideraba un amplio marco geográfico y cronológico y vinculaba micro y macro-historia. ¿No forman parte ambos autores de la tradición occidental y no deberían ocupar también un lugar entre los clásicos? Del mismo modo, la construcción de este canon obedece sin duda a la capacidad del autor y al conjunto de características que atesora la obra en cuestión, pero también (y no en menor medida) a su contexto y posterior recepción que hace que la obra y el relato del historiador resulte pertinente y/o atractivo. J. Aurell aboga por mantener este canon como herramienta útil y necesaria para los historiadores (nos guste o no) (p. 198). Antes que precipitarse, cabe seguir reconsiderando la forma en la que se ha escrito y se escribe historia, ahondando justamente en los aspectos transculturales que todavía son desconocidos.
El capítulo cuarto (La función canónica de los géneros históricos, pp. 206-257) es, como el capítulo anterior, una historia de los géneros históricos (monografía, biografías, autobiografía) desde Grecia y Roma hasta la actualidad: el lector encontrará referencias a Cicerón e Isidoro de Sevilla, Jacoby y White, la Escuela de los Annales y la nueva narrativa a partir de los años 70 y 80. Las últimas páginas están dedicadas a valorar la irrupción de nuevos formatos en la escritura de la historia gracias al impulso de las nuevas tecnologías: el autor opina que han fomentado una “democratización” de la historia y que esta no es ya una propiedad exclusiva del historiador, sino que la historia es producida por todo aquel que interactúa con el pasado (p. 244). ¿Dónde nos sitúa esto a los historiadores? ¿De verdad tienen igual valor todos los relatos? En cualquier caso, aunque estas nuevas formas de hacer historia sean bienvenidas (unas más que otras, según dice), no podemos por ello olvidar los beneficios de respetar las formas “antiguas” de escribirla (p. 251). ¿Será eso suficiente para sobrevivir a los nuevos tiempos?
El último capítulo (Genealogía como Doble Agente, pp. 258-299) ahonda en el concepto de genealogía, recuperando su polisemia y aclarando algún que otro “malentendido”, al tiempo que se subraya su aplicación a la escritura de la historia, combinando con ella una doble cualidad: cambio y permanencia, es decir, tradición e innovación. La conexión de este capítulo con el resto del libro resulta, sin embargo, difusa, salvo por el hecho de que, de nuevo, se buscan las raíces griegas y romanas del término, hasta llegar a las aportaciones de Nietzche y Foucault.
El presente libro ahonda pues en cuestiones vitales para todo historiador que se pregunte ¿de qué forma escribir historia?, ¿qué instrumentos son los mejores?, ¿cómo conciliar academismo y divulgación científica? J. Aurell aboga por ser mejores escritores, sin dejar de ser por ello buenos científicos. Que cada uno juzgue por sí mismo. Yo personalmente me quedo con un aspecto que acaba quedando claro con el paso de las páginas: la tradición no es sino la consagración de la innovación.