INTRODUCCIÓN
⌅Los grandes cambios aparecidos en los ejércitos europeos desde mediados del siglo XV, que incluyeron importantes “revoluciones” tácticas, tecnológicas, burocráticas y logísticas, por no decir culturales que, en realidad, las abarcarían todas, también comprendieron una profunda modificación del papel que debían jugar los oficiales, entendiéndolos como columna vertebral de un nuevo prototipo de ejército. Dicho modelo de ejército, cada vez más alejado de sus raíces medievales, paradójicamente buscó en la Antigüedad clásica, y, más en concreto aún, en el ejemplo del ejército romano, es decir en la legión romana organizada sobre la base de los manípulos y las centurias, su principal fuente de inspiración, aunque este extremo haya sido objeto de ciertas discusiones1
Sea como fuere, no solo se crearon academias militares para formar a los hijos de la nobleza, sino que también existió una clara voluntad por fundar escuelas en las que se enseñase artillería e ingeniería y en las que la inclusión de las matemáticas en los planes de estudio hubo de ser una obviedad. Luis XIV estableció la primera de estas características en suelo francés en Metz en 1668. Pero, en el caso hispano, la trayectoria venía de lejos, pues ya en el siglo XVI Felipe II fundó en Madrid en 1582 la Academia Real Mathematica, encargando al afamado arquitecto Juan de Herrera el despliegue de esta, que incluiría una publicación con sus estatutos y demás líneas de desarrollo docente que abarcaban la arquitectura militar, la ingeniería militar y la artillería -Institución de la Academia Real Matemática (Madrid, Guillermo Droy, 1584)-. Desde el primer momento, la lengua en la que se impartirían las enseñanzas sería el castellano, para evitar problemas al alumnado que no dominase el latín. También cabe destacar la Academia de Ingeniería que, por inspiración de Cristóbal Lechuga, fue instaurada en Milán en 1608 en los años de gobierno del conde de Fuentes6
El propósito de este trabajo ha sido, pues, rastrear -y se han utilizado para ello documentos, en muchos casos inéditos, depositados en el Archivo General de Simancas, el Archivo de la Corona de Aragón y el Archivo Histórico Nacional- la génesis de una institución continuadora de toda una tradición docente establecida en el Quinientos: la Real Academia de Matemáticas de Barcelona, que estuvo en funcionamiento entre 1694 y 1705 en su inicial arranque fundacional. Asimismo, nos haremos eco de la presencia en la Ciudad Condal de aquellos años de un oficial que, en circunstancias diferentes, hubiera estado destinado seguramente a cumplir un papel destacado en la docencia de las matemáticas entre los militares que servían en Barcelona aquellos años. Según Marta Muntada, el oficial en cuestión, de origen aragonés, Francisco Larrando de Mauleón enseñaba matemáticas cuando formaba parte como entretenido del tercio cuyo maestre de campo era don Juan de Acuña Vela, si bien más tarde estaría adscrito al tercio de don José de Redonda. Pero tras el inicio del conflicto sucesorio, Mauleón, como veremos, se vio compelido a dejar la Ciudad Condal a causa de continuar el servicio activo en los ejércitos de Felipe V. Las enseñanzas solo se reemprendieron tras el final de la guerra de la Cuádruple Alianza (1717-1720), en octubre de 17209
LA ENSEÑANZA DE MATEMÁTICAS PARA MILITARES: DE MADRID A BARCELONA
⌅La cátedra de Matemáticas, Fortificación y Artillería establecida en Madrid en 1605 por orden del Consejo de Guerra había ido languideciendo a lo largo de los años del reinado de Felipe IV, en especial desde la jubilación de Julio César Ferrufino14
Ese malestar era paralelo al expresado por el teniente general de la artillería, don Jerónimo Rinaldi, ante el Consejo de Guerra, cuando señaló la necesidad de volver a enseñar los rudimentos de la artillería. El milanés Rinaldi también era lector de matemáticas del regimiento de las Guardias Reales y llevaba tres años en la corte (habría llegado a fines de 1668) y en aquel lapso temporal apenas si había recibido siete pagas. Aseguraba que se había visto obligado a vender todos sus enseres, hasta los caballos, para poderse mantener17
Don Diego Sarmiento estuvo de acuerdo con Rinaldi en que
… la gran falta de artilleros que hay en España para la tripulación de las armadas, manejo de la artillería de ellas y los presidios y fronteras que es tal, que ha obligado de algunos años a esta parte a traerlos de reynos extraños para los exércitos de Cataluña, Extremadura y Galicia con mucho gasto de la real hacienda y no han tenido subsistencia, pasándose a los enemigos por falta de asistencias.
De ahí el mal negocio, y el trasfondo terrible del tema, pues se gastaba dinero en contratarlos y llevarlos a España para que acabasen sirviendo al enemigo tras desertar. Así, ya no se podía confiar en aquella solución en vista de la experiencia, y la única alternativa era volver a enseñar el arte de la artillería “que por lo pasado había escuelas en España donde aprendían lo tocante a esta Facultad y se haçian capaces para enseñar a otros, de que resultavan muy buenos efectos (...)”18
… escuelas militares en la Corte y cabezas de Provincias, donde los mozos se enseñasen y ejercitasen en las costumbres y ejercicios militares (y aunque hoy en una sola Cátedra de Matemática que hay en la Corte, leída por los Padres de la Compañía, hay tan pocos oyentes) es por la desestimación que hemos dicho, y porque no hay premio para este género de estudios y ejercicios; pero si el Príncipe los honrase, y adelantase más, no solo una, sino muchas escuelas se llenarán. Y este medio es importantísimo, y apenas habría bisoños, pues pocos irían a servir sin haber entrado en estas escuelas, y unos las seguirán por gusto y otros por necesidad y aún algunos por ociosidad, y la gente moza tendría en que ocuparse (...). Y particularmente conviene esto para la nobleza, pues habiendo Academias y Escuelas militares se habilitara, se dispusiera y se hiciera capaz del uso de las armas y de las Matemáticas, y saliera de allí con grande habilidad y ventaja para ocupar los puestos mayores de la Milicia, y no con la falta de noticias que se usa, pues apenas hay noble que sepa la menor doctrina ni línea de la Milicia, cuando las más naciones, hasta los mozos de los oficiales saben de fortificación y arte militar 19
En 1672, volvía a la carga don Diego Sarmiento cuando argumentó que no había artilleros en ninguna parte porque ya hacía
… quatro años que no se socorre la gente que sirve en este ministerio en la corona de Castilla respecto de haverse quitado la consignazión que tenía señalada en millones de Burgos por concesión de este Reino.
En Burgos había existido una escuela de artilleros con un coste anual de 3.140 ducados y se formaban dos escuadras de treinta hombres y un cabo cada una en la que practicaban todos los días de fiesta con una pieza de artillería; luego estos hombres iban a servir un tiempo al norte de África, pero la falta de continuidad en el cobro de sus emolumentos tuvo como consecuencia que dejaran de interesarse por el aprendizaje20
Como en los siguientes años apenas si hubo cambios en la situación, de manera habitual ocurrían dos cosas: se licenciaban artilleros por su bajo o nulo rendimiento, dada su escasa formación, como ocurrió en Pamplona en 1679, y, al mismo tiempo, se volvió a recurrir al expediente de traerlos de otras partes. Ese mismo año nada menos que medio centenar de artilleros llegaron desde Milán, con la obligación para el Consejo de Guerra de buscarles el mejor acomodo21
Tampoco parece que las cosas estuviesen mejor en las colonias americanas. Según el testimonio del capitán Fernández de Villalobos, el rey pagaba artilleros en las Indias que desconocían totalmente su oficio, pues ignoraban “lo que es un cartucho, sin saber cargar una pieza, ni compasarla, ni darle el calibre que tiene ni muchos menos el regular la puntería, que necesita de profesor legítimo”. En vista de tal circunstancia, era connatural que tampoco se cuidase ni la fábrica de pólvora ni su almacenamiento, con lo cual casi nunca la había disponible cuando se la necesitaba22
La cátedra de Matemáticas, Fortificación y Artillería continuó su declive los siguientes años, cuando impartieron docencia Juan Asensio y Julio Banfi23
De todas formas, las carencias señaladas para el caso barcelonés fueron detectadas años atrás por un oficial de una cierta iniciativa, el sucesivamente virrey de Navarra, de Cataluña y gobernador de los Países Bajos hispanos, Alejandro Farnesio (1635-1689), quien pugnase por cambiar ciertas deficiencias por él advertidas.
POCOS MATEMÁTICOS Y MENOS ARTILLEROS
⌅En 1677, el Consejo de Aragón trató un asunto muy particular surgido entre la ciudad de Barcelona y el virrey Farnesio. Por un informe de la Real Audiencia fechado el 8 de abril de dicho año solicitado por el virrey sabemos que este, preocupado por el escaso conocimiento teórico y práctico de los artilleros de la ciudad27
No obstante, la falta de artilleros era un problema grave en todos los frentes de la Monarquía. En Aragón, también en 1677, José Costa recomendaba en un memorial el restablecimiento en el Reino del cargo de ingeniero mayor para la enseñanza de las matemáticas y sobre fortificaciones. Detalle significativo que denota la falta de preparación en las cuestiones de defensa en el Aragón de entonces29
El secretario del Consejo de Guerra, López de Zárate, recibió el encargo de dar curso a aquella cuestión, y en junio de 1678 se le pedía su dictamen al capitán general de la artillería de España, marqués de Cerralbo, quien, más ambicioso, no solo pensaba en una escuela militar radicada en Cádiz, sino crear varias más en Málaga, San Sebastián, La Coruña, Cataluña y Mallorca, siempre y cuando hubiese una consignación fija de dinero —una de las claves del negocio— y estar dispuestos a pagar salarios de cuatro escudos mensuales para atraer mejor las voluntades de los posibles alumnos. La primera consideración del Consejo de Guerra, antes de seguir discutiendo el asunto, fue preguntar el número de cadetes en formación en cada una de las posibles escuelas, que por entonces se redujeron a tres: Cádiz, San Sebastián y Cataluña. El 23 de junio, en carta del capitán general de la artillería, este se decantó por la presencia de veinte escolares en Cádiz y San Sebastián y cuarenta en Barcelona, “respecto de ser [h]oy la plaza de armas de la guerra”. Asimismo, previendo sobrecostes inaceptables, ya que los ochenta escolares previstos cobrarían 3.200 reales mensuales, la idea era delegar la docencia a los más avezados artilleros de cada localidad con una ventaja de veinte reales mensuales. El nuevo virrey de Cataluña, duque de Bournonville (1678-1686), recibiría el encargo de organizar la escuela barcelonesa, pero el marqués de Cerralbo no tenía tan claro cómo organizar la cuestión en Cádiz y San Sebastián. El Consejo de Guerra consideró, precisamente, que el mismo se encargase de organizar ambas escuelas, mientras que la catalana estaría bajo el cuidado del general de la artillería de aquel ejército, no pareciéndoles una mala idea que, en cualquier caso, pasado un año de formación, se viese si los alumnos-cadetes avanzaban realmente en sus estudios, y sin desaprovechar la oportunidad de organizar concursos de tiro los días de fiesta en cada plaza, con un pequeño premio de diez o doce reales como estímulo extra para los aprendices de artillero31
Ante la petición real de concretar mejor el negocio, el Consejo de Guerra aseguró que poco o nada podría hacerse si no se proveía antes el dinero necesario, si bien la respuesta real fue un poco tibia, ya que se pretendía que en buena medida el coste de las escuelas saliese de las consignaciones otorgadas a cada presidio —uno de los caballos de batalla de los gobernadores o los virreyes de turno, según fuera el caso—32
Al final, la impresión es que, más bien, solo se pensó en abrir la escuela de Barcelona, con un coste de 22.400 reales anuales, si bien el monarca encargó igualmente a sus gobernadores en Cádiz y San Sebastián que estuviesen pendientes de las escuelas de artilleros respectivas34
El caso es que aquella iniciativa no cayó en saco roto, dado que el 22 de enero de 1679 el virrey Bournonville había inaugurado, siguiendo una Real Orden, una escuela de artillería en Barcelona. Ahora bien, al poco, Bournonville se quejaba de que
… no [h]ay un real con que asistirles [a los futuros artilleros] por cuya razón ninguno quiere entrar en ella sin que se le anticipe alguna cantidad para empezar a emplearse en este exerciçio por persuadirse a que no serán pagados mejor que sus maestros, que por no haver cobrado sus sueldos padeçen suma miseria.
El Consejo de Guerra recomendó a Carlos II que, ciertamente, se acudiese con el dinero necesario para “la escuela que se ha formado en Barcelona”36
… no [h]ay maestro [fundidor] que no desconfíe, por lo mal que se les cumple por falta de medios lo que con ellos se trata, y que siempre que huviere dinero seguro se ajustará todo con brevedad, facilidad y a[h]orro37
En aquellos años, la Monarquía confiaba en los artilleros mallorquines formados en la escuela de artillería de Palma, de larga tradición, que en 1640 disponía de un texto propio reglado titulado Teórica y Pratica del Art de Artilleria que seguexen y usan los artillers de la Universitat del Regne de Mallorca, 164038
Mientras, el virrey Bournonville continuaría con sus desvelos. El 12 de diciembre de 1686 escribía este al marqués de Villanueva informándole que, a su costa, había inaugurado una academia para enseñar arquitectura militar en Barcelona, con algo más de veinte escolares en aquel momento. En su opinión, era aquella una iniciativa que recaía sobre los hombros del monarca, quien, además, debía ampliarla en el sentido de incluir también estudios sobre artillería y de instrucción de bombarderos y de manejo de fuegos artificiales. En definitiva, Bournonville solicitaba del capitán general de la artillería de España la aplicación de algunos medios económicos a aquellos fines, y se terminasen por formar sujetos que supiesen manejar bien la artillería, “donde no falta sino es un todo para ser buena”. El Consejo de Guerra estuvo de acuerdo en que era una magnífica iniciativa y, obviamente, muy necesario formar gente capacitada para la guerra, pero que “sin medios nada podrá tener efecto”40
Ese mismo año desde Nápoles, su virrey, marqués del Carpio, se quejaba, por ejemplo, de la falta también de maestros fundidores, además de artilleros, porque al hacer economías se dejaron de pagar muchos de aquellos sueldos y la gente no se fiaba ya de desarrollar una carrera pagada por el rey de España, de modo que cada vez había menos entendidos en tales oficios. El Consejo de Estado señaló que se buscasen los maestros fundidores en Sicilia, donde se había fundido mucha artillería en los años de la guerra de Mesina, pues de lo contrario habría que contratar maestros extranjeros como pasó en Milán durante la guerra de Luxemburgo (1683-1684). El problema, no obstante, era que los maestros fundidores se necesitaban de la misma forma en Filipinas y Puerto Rico, unos destinos mucho más difíciles de cubrir, sobre todo el asiático41
Entre septiembre de 1687 y diciembre de 1690 permaneció en Barcelona dando clases a los militares del ejército de Cataluña el ingeniero piamontés Giovanni Antonio Piselli, quien había llegado a España (a Cádiz) en 1685 contratado por el conde de Aguilar, por entonces capitán general de la armada del Mar Océano. Posteriormente, Piselli pasaría a depender del Ejército de Cataluña, y en la Ciudad Condal enseñó “Navegación, Artillería, Máquinas de Fuego, Fortificación y todas las demás facultades matemáticas necesarias a la milicia”. El rastro de Piselli se pierde en 1691 y en la época circularon rumores de una posible deserción a Francia42
La reacción del conde de Aguilar cabe enmarcarla, y entenderla, en el contexto de la crisis de la marina hispana en las postrimerías del reinado de Carlos II. En una carta dirigida al marqués de los Vélez el primero de mayo de 1688, Aguilar señalaba la necesidad que existía en la Monarquía de la enseñanza de las matemáticas, cuando era sabido que no había un bajel francés de los que llegaban a Cádiz que “no trayga maestro para la enseñanza de la gente que navega”. Aguilar deseaba hacer permanente la cátedra de matemáticas de la Armada y “no hallava otro medio para asegurarlo que el encargarlo a alguna religión, siendo la más a propósito la de la compañía de Jesús”; y si había medios para mantener aquella enseñanza en Sevilla en el colegio de mareantes, también se podría obtener en Cádiz. El 5 de junio se le contestó a Aguilar desde la Junta de Armadas que no era necesario crear una cátedra en Cádiz, sino que se trasladasen los posibles alumnos a la escuela de mareantes de Sevilla. Como se ha señalado, Aguilar ya tenía contratado un maestro mayor de matemáticas en el presidio de Cádiz, Piselli, con un salario de cuarenta escudos mensuales; la cuestión era, ahora, si ese dinero era más conveniente destinarlo a algún jesuita competente en matemáticas, y que esa enseñanza fuese permanente, pues así se evitaría que la responsabilidad recayese en “abentureros poco científicos y siempre estrangeros, y que el padre que la [h]ubiere de regentar esté sujeto a las obligaciones de maestro mayor de las obras de aquella plaza”. Por otro lado, se recordaba, para ser justos, que el maestro de matemáticas de la escuela de mareantes no era español, sino francés, y sería conveniente lo contrario. Tampoco se veía muy factible que alguien se trasladase de Cádiz a Sevilla para estudiar. Tras insistirse en que en Francia no solo había varias cátedras de matemáticas, sino que en cada armada que salía a navegar viajaba un versado en aquella materia para continuar enseñándolas, la Junta de Armadas estuvo de acuerdo en crear una cátedra de matemáticas en Cádiz con un jesuita al frente44
MILICIA Y FORMACIÓN MATEMÁTICA EN BARCELONA: FRANCISCO LARRANDO DE MAULEÓN
⌅La presencia del aragonés Francisco Larrando de Mauleón (1644-1736), de quien ya se ha hablado, fue importante en la Ciudad Condal, donde publicó su Estoque de la guerra y arte militar (Barcelona, T. Loriente para S. Cormellas, 1699). Estudiante de matemáticas desde muy joven, en 1690 asistía a las clases del Colegio Imperial de Madrid, donde impartía el jesuita checo Jacobo Kresa. Discípulo suyo, Mauleón lo sustituyó en su cátedra durante un año sin recibir emolumentos, circunstancia que le llevó a solicitar ante el Consejo de Guerra el título de ingeniero y el rango de capitán de infantería, proponiéndosele que se marchase a servir al Ejército de Cataluña con veinte escudos de sueldo. Tras batallar por una ayuda de costa para desplazarse hasta la Ciudad Condal -se le concedieron cincuenta escudos-, todo indica que en los siguientes años hubo de dedicarse más a la lucha que a la enseñanza45
Su Estoque de la guerra y arte militar es un trabajo clásico sobre la materia utilizando ejemplos sacados de la Antigüedad, pero también rebuscando en su propia experiencia durante la guerra de los Nueve Años, en concreto el sitio de Palamós en 1694 y el de Barcelona en 1697 —aseguraba, por ejemplo, que el baluarte del Portal Nou recibió tres mil cañonazos, muchos de balas de cuarenta libras de peso, y no se destruyó, sino que solo lo hizo por la acción de una mina, para demostrar la importancia de construir con piedra—. La obra, dividida en dos tomos, se compone de ocho tratados en los que la presencia de elementos de geometría aplicados al arte de la guerra (tratado primero), o de matemáticas (tratado segundo) es muy importante: “La fortificación y Arte Militar es un compuesto de muchas partes de la Mathemática”. También su interés por el uso de las minas (tratado cuarto) le llevó a defender conocimientos de trigonometría, necesarios para poder medir la distancia hasta la batería del contrario y poder construir una contramina que la alcanzase desde las posiciones propias46
Muy cercano, pues, a la persona de Francisco Velasco, virrey de Cataluña tanto en 1697 —cuando este fundó una efímera Academia Militar en Barcelona y nombró profesor de la misma a Mauleón— como en 1705, Larrando de Mauleón trabajó en la mejora de las fortificaciones barcelonesas este último año, según se desprende de un informe de Velasco dirigido a don José Grimaldo49
Dos años más tarde, cansado de tan larga guerra y con su hacienda destruida, Mauleón insistía ante Grimaldo en cobrar sus pagas atrasadas e intentaba promocionarse de la forma que fuera, instando a que en caso de sitiar alguna ciudad como Barcelona, Tarragona o Cardona se acordasen de él, pues “yo sé bien sus terrenos y murallas, porque las he mirado con cuydado a más que de todas tengo buenas plantas”51
LA CREACIÓN DE LA REAL ACADEMIA DE MATEMÁTICAS DE BARCELONA
⌅Como se ha comentado, en 1697 se decidió extinguir la Cátedra de Matemáticas, Fortificación y Artillería de Madrid. El 3 de julio de 1697, en un momento delicado, pues Luis XIV sitiaba Barcelona, un escolar, don Diego Mioño, quiso salir a servir solicitando sueldo de ayudante de ingeniero militar como lo había conseguido con anterioridad don Juan de Ledesma; don García de Sarmiento, capitán general de la artillería de España, informó sobre Mioño: servía en la escuela desde febrero de 1694 con doce escudos mensuales de sueldo, pero según su profesor, don Julio Banfi, Mioño (o Mioni) aún “estaba mui a los principios, y después acá [febrero de 1697] se ha aplicado algo más”, pero como cobraba la cantidad citada, sería importante que sirviese como había solicitado en Cataluña, Navarra o Guipúzcoa. Sarmiento se quejó del “poco fruto que se havía sacado de los escolares que tenían sueldo”, de modo que el Consejo de Guerra le encargó que se expulsase de la Academia a todos aquellos que no se aplicasen o no quisiesen salir a servir; y en dicho contexto, fue el duque de San Juan quien insistió en que
… este seminario no se tubiese en Madrid, y que con las mismas plazas se ynstituiese en Cathaluña, donde habría más sujetos que siguiesen con aplicazión y menos divertimento la escuela, haciéndose más presto [h]ábiles y estando más promptos para ser empleados en lo que pareciese.
Así las cosas, se le escribió al conde de la Corzana, virrey de Cataluña, con fecha del 9 de agosto de 1697, informando que por una Real Cédula del 14 de febrero de 1660 se decidió establecer un sueldo de 600 reales mensuales para tener cátedra de matemáticas en la corte, y en ella ocho estudiantes españoles fijos, quienes, una vez formados, saldrían a servir en los ejércitos o presidios de la Monarquía. El problema era que, de los ocho estudiantes inscritos en los últimos años, apenas habían quedado cinco, ninguno de los cuales había salido a servir. Banfi, preguntado por sus cualidades, contestó que Ventura Castañón era “[h]ábil y suficiente para el manejo de la artillería y artificios de fuego y a 14 años que goza sueldo de 6 escudos al mes y a 12 escudos desde el año 1688”. Don Juan B. Banfi hacía también catorce años que cobraba un sueldo, de seis escudos desde 1688, y era “[h]ábil para arquitecto militar”. Don Antonio López Bechio hacía nueve años que se formaba por un sueldo de cuatro escudos y era competente en matemáticas y arquitectura militar. Don Isidro Asensio también estudiaba hacía nueve años con idéntico sueldo que López Bechio y tenía sus mismas competencias. Mioño (o Mioni) era el quinto estudiante. A Castañón, por una Cédula Real, se le impedía salir de la corte. Pero a Banfi y López Bechio no les importaba ir a servir fuera de la misma, siempre que se les otorgase el rango de capitán de caballería como se le dio al piamontés Antonio Piselli en el momento de ser destinado como ingeniero a Cataluña. Asensio quería perfeccionar aún sus estudios. Ante semejante informe y trayectorias se entiende el enfado de don García de Sarmiento. El Consejo de Guerra reconoció no haberse estado atento ni al progreso de los estudiantes ni a la labor del catedrático Banfi, quien, por cierto, tenía a su propio hijo gozando de un sueldo sin provecho. El conde de la Corzana dio curso a la orden sugerida por el duque de San Juan en abril de 1698, cuando la misma pasó ya al landgrave de Hesse-Darmstadt, quien le sustituyera en el virreinato catalán, y con fecha del 16 de mayo de 1699 este último dio los primeros pasos al respecto. El problema surgió cuando el teniente de veedor general del Ejército de Cataluña comentó si los sueldos de los que deberían gozar los escolares de la academia barcelonesa se deberían añadir a los que ya percibían los militares allá destacados, dado que “los que se aplicaban [h]oy a la mathemática se componían de soldados con plaza sencilla, entretenidos, aventajados y reformados” de la infantería, y añadía que en aquel momento solo eran militares quienes estudiaban bajo el cuidado del capitán Francisco Larrando de Mauleón, quien enseñaba matemáticas desde hacía algunos meses. El virrey Hesse-Darmstadt decidió aplicar aquellos sueldos de escolares como un sobresueldo —o ventaja en el lenguaje de la época— para quienes se decidiesen por formarse, que en concreto eran: Francisco Cristóbal, Félix Santisteban y Francisco Columba, quienes cobraban doce escudos mensuales; Miguel Forteas y Simón de Rueda percibirían ocho escudos mensuales; seis constituían los emolumentos de José Chibert y, por último, cuatro escudos conformarían los sobresueldos de Manuel Rodríguez y Juan B. Bustamante.
Ante la queja suscitada, el Consejo de Guerra trasladó al marqués de Leganés, capitán general de la artillería, toda la documentación generada para someterla a su dictamen, quien respondió el 15 de julio de 1699 que le parecía mala política ceder aquellos sueldos no a verdaderos estudiantes, sino a militares, pues siendo solo ocho plazas, estas se habían transformado en ocho sobresueldos, y los oficiales de los diversos tercios que servían en el Principado seguramente porfiarían entre ellos por ver quiénes gozaban de tales ventajas. Es más, añadía Leganés que
… en Milán hay escuela de mathemática, donde acuden todos los que tienen afición, pero que a ningún discípulo tiene V. M. señalado sueldo sino al maestro, y se persuade que en Flandes se practica lo mismo, con lo qual discurre su cortedad.
De modo que en Barcelona se debería hacer lo propio, obligando los maestres de campo y los coroneles a sus hombres más aptos a que se formasen en matemáticas sin gozar de más sueldo y, mucho menos, rebajándoles de otros servicios. Sobre si Larrando de Mauleón estaba o no capacitado para enseñar aquella materia Leganés no pudo opinar por no conocerle55
Con toda esta información en su haber, el Consejo de Guerra pasó a votar lo que mejor le pareció al respecto; el duque de Jovenazzo recordó que en Madrid al último catedrático, don Julio Banfi, se le pagaban veinticinco escudos de vellón mensuales, que no era un sueldo competente, por ello solicitó que en Barcelona el catedrático cobrase con regularidad cuarenta escudos de plata mensuales a costa de los ingresos de la Artillería, que creía más seguros, ya que si se le debía pagar a partir de los ingresos del Ejército de Cataluña, “o no se satisfarán por falta de medios, o, indirectamente, lo pagarán como siempre los mosqueteros”, es decir, tarde y mal, y añadiendo Jovenazzo que Hesse-Darmstadt podría elegir a alguien cualificado -ya sabían que el puesto lo tenía Francisco Larrando de Mauleón-, quien no gozaría de los cuarenta escudos mensuales como sobresueldo si ya cobraba otro, en todo caso se le añadiría el dinero necesario a su salario hasta alcanzar los cuarenta escudos, mientras se decidía en la corte a quién se nombraba como catedrático para la Real Academia de Matemáticas de Barcelona.
El conde de Villagarcía también estuvo de acuerdo en que se pagase al maestro de matemáticas a costa de los fondos de la Artillería de España y no mediante los ingresos del Ejército de Cataluña. El conde de Puñoenrostro, más pesimista, señalaba que cuando la academia actuaba en Madrid no había muchos estudiantes, cierto, pero es que “cobrando su sueldo el maestro en todo, o en parte, no se le da mucho de no sacar grandes diszípulos, por lo qual entiende suzederá lo mismo en Cataluña”, y consideraba, además, que lo que no se podía enseñar era la práctica, que se adquiría de otra manera. Por ello la teórica podían muy bien los jesuitas seguir enseñándola, enviando la Compañía a alguien hábil en la materia a Barcelona o, incluso, a Gerona, dándose luego un certificado a los alumnos más aprovechables para el real servicio y cobrando el colegio de la Compañía donde se instalare 3.000 reales de plata anuales por el servicio. Don Gabriel de Corada consideró la importancia de que se localizase la escuela de matemáticas en Barcelona, al estar el capitán general de Cataluña interesado en la instrucción de sus oficiales, y con el ejercicio constante de la guerra, deberían formarse excelentes ingenieros militares —o, al menos, eso era lo que esperaba—.
El duque de San Juan solo veía factible que el salario del catedrático de matemáticas lo pagase la Real Hacienda, en un envío mensual y regular, si no, no habría nada que hacer. Por último, don Fernando Piñateli comentó que el sueldo no se debería señalar hasta conocer el grado militar de la persona que se ocupase de aquel empleo. Y este punto de vista, que en el fondo no solucionaba gran cosa, pues dejaba muchas otras en el aire en un momento de tanta confusión, fue el escogido por el monarca como su resolución56
Cuando recibió aquel aviso, el virrey Hesse-Darmstadt escribió de nuevo al Consejo de Guerra el 24 de octubre de 1699 y se quejó de que no se le señalaba si los militares que estudiasen en la academia militar barcelonesa gozarían de aquel sobresueldo o no. Como es evidente, el virrey no estaba satisfecho con el resultado de la consulta y, a toda costa, quería cuidar económicamente a su gente. El Consejo de Guerra volvió a reunirse, en esta ocasión con solo cuatro miembros, pero entre ellos don Fernando Piñateli, quien se ratificó en que el maestro debía ser "de bastante ynteligencia práctica y experiencia (…) y que este haia de gozar el mismo sueldo que hubiese gozado por el último puesto o empleo que haia ocupado, o el de la graduación que se le quisiere dar para este empleo", eligiendo también por qué vía deseaba cobrar. Por otro lado, Piñateli añadió que el virrey de Cataluña enviase una terna con los sujetos más adecuados para ocupar el cargo a su juicio, una postura que dejaba a las claras que no había intención de inmiscuirse en la elección de dicho cargo desde la corte. En cuanto a los estudiantes, ni se podía sugerir un número fijo, pues deberían acudir todos los que sirviesen en el Ejército de Cataluña que tuviesen cualidades para el estudio, ni se retractaba de la idea de que ninguno de ellos debería cobrar por formarse, eso sí estarían rebajados de otros quehaceres mientras estudiaban57
Y apenas siete meses antes de su muerte, el 31 de marzo de 1700 Carlos II demandó en un Real Decreto que se buscasen personas aptas para el empleo de maestro de matemáticas de la escuela militar que se había establecido en Barcelona —el 22 de enero de ese mismo año—, y se pidió a los gobernadores de Flandes y Milán que enviasen propuestas de los sujetos más aptos que considerasen para dicho empleo, si bien ya se adelantaba que los escogidos podrían elegir no solo la vía sino el lugar donde cobrarían sus sueldos —una buena medida para evitar que objetasen que se deberían trasladar con sus familias a la Ciudad Condal—: ambos respondieron en cartas del 26 de mayo y 11 de septiembre, respectivamente. El elector de Baviera, titular del gobierno de los Países Bajos, ordenó dar su opinión al sargento general de batalla Sebastián Fernández de Medrano, director de la Academia Militar de Bruselas —en activo desde 1675—, quien propuso como director de la barcelonesa al alférez don José de Mendoza y por teniente de director al cadete don Agustín Stevins (o Steevens), añadiendo Fernández de Medrano que esperaba que la de Barcelona se constituyese realmente siguiendo el modelo creado por él en la de Bruselas58
… señalándoles diversas plazas de guerra donde estuviesen de guarnición con una pensión por día cada uno, y que en ellas tuviesen Directores para las facultades referidas, y con qué consiguió aquel rey llenar todas sus fronteras de hombres inteligentes en las materias mencionadas.
Conocedor el duque de Villahermosa de los estudios matemáticos aplicados a la milicia que había realizado Fernández de Medrano, solicitó permiso al monarca para que se constituyese una academia militar en Bruselas donde se formasen oficiales destinados a las armas de artillería e ingeniería militar, para no tener que depender de extranjeros, como había ocurrido hasta entonces. El problema llegó cuando Fernández de Medrano quiso encontrar un método de enseñanza de las matemáticas: tras cuatro o cinco años de indagación, no había obtenido una respuesta clara entre todos los matemáticos cuyas obras consultó, de modo que se decantó por enseñarlas como el mismo las había aprendido: siguiendo su propio método. Medrano aseguraba comenzar por donde otros acababan, pues se negaba a reclamar el conocimiento de la aritmética antes de empezar a enseñar el arte de la fortificación. Nuestro hombre pasaba entonces a describir el aula principal que utilizaba: en una sala grande dispuso una serie de mesas alrededor de sus paredes, donde colocó un mapamundi y otros tantos mapas de los diversos continentes y de sus “provincias” principales, un globo celeste y otro terrestre y una esfera armilar “para enseñar la definición de los círculos celestes”, así como un círculo graduado “para levantar o desiniar qualquier plaza ó plano en la campaña y tomar la altura del polo”; también un mortero para enseñar a lanzar bombas con una escuadra para obtener la elevación requerida, y con la prevención de que de los almacenes se le suministrase la munición necesaria para hacer prácticas cada año. Medrano aseguraba que escribió sus obras para sus alumnos de la academia, y estaba encantado del resultado obtenido, por el gran número de personas que se habían beneficiado de sus enseñanzas, pero como vio flaquear sus esfuerzos, en un momento dado hubo de mediar el marqués de Grana, quien obligó hasta a veinte oficiales de los diversos regimientos del ejército de Flandes a que asistiesen obligatoriamente durante un año a las enseñanzas allí impartidas, si bien se les pagaban dos reales de plata al día y se institucionalizó un premio para los tres más aplicados al final del curso —Medrano se decantó por una medalla de oro con la efigie real y una cadena para colgarla de diverso valor que se entregaría en el cumpleaños del monarca—.
Fernández de Medrano eligió para la dirección de la nueva academia barcelonesa al alférez Sandoval y Mendoza no solo por haber ganado dicho premio, sino por haberle asistido durante tres cursos como ayudante suyo, por lo que conocía sobradamente sus métodos de enseñanza, además de señalar los méritos de su hermano, el capitán entretenido don Antonio de Mendoza y Sandoval y los muchos realizados por el padre de ambos, don Tiburcio de Mendoza y Sandoval. También señalaba las virtudes en conocimientos científicos y lingüísticos de don Agustín Stevins61
Por diversas cartas sabemos que la voluntad de Fernández de Medrano de hacer de la escuela militar de Bruselas el único modelo posible, por viable, de la enseñanza militar para la Monarquía Hispánica había calado hondo: por ejemplo, el gobernador general de las armas del ejército de Flandes, marqués de Bedmar, consideraba, con Medrano, que si todas las academias de la Monarquía formaban siguiendo el mismo plan de estudios, la ventaja estaría, sin duda, en que en el ejercicio de sus empleos todos los oficiales, sin importar donde se hubieran instruido, tendrían las mismas opiniones respecto a los diversos problemas militares con los que se topasen, de modo que se excusaría la “confusa variedad y oposición de opiniones que suele ser tan perniciosa en los exércitos”62
En febrero de 1701, lo que denota un cierto retraso, el marqués de Bedmar volvía a recordarle a Felipe V la elección como teniente de director de la Academia Militar de Barcelona de don Agustín Stevins “en atención a su capacidad en el arte militar, a la inteligencia que tiene de las lenguas y a su honrrado proceder”; mientras que el alférez don José de Mendoza y Sandoval se había elegido como director de la misma “para mayor lustre y adelantamiento del Arte Militar”, dadas sus propias capacidades “y su grande inteligencia en las facultades del arte militar”, siendo hijo de un gran soldado, quien sirviera durante cuarenta y seis años en los ejércitos reales. Pero lo que deseaba ante todo el marqués de Bedmar —haciéndose eco de la carta inicial que le había hecho llegar Fernández de Medrano— es que ambos gozasen de una graduación más alta, acorde con sus méritos y su nuevo destino, ya que si no la tenían solo era debido a la reforma efectuada en el ejército de Flandes en los últimos tiempos63
A inicios de junio de 1701, el Consejo de Estado volvía a reunirse para tratar sobre esta cuestión, y tras leer de nuevo las opiniones de Fernández de Medrano, quien quería promover a Mendoza y Sandoval al grado de sargento mayor o teniente coronel —especificando que debería cobrar su sueldo mes tras mes— y a Agustín Stevins concederle el grado de capitán de infantería valona, se hicieron eco de una consideración previa —de noviembre de 1700—, por la cual el Consejo de Estado ya había demostrado su desacuerdo con el ascenso de Sandoval del grado de alférez al de sargento mayor, por muchos que fueran sus méritos, adquiridos o heredados, como decía Medrano. Fue opinión aceptada que ambos candidatos se conformasen con el grado de capitanes de infantería, si bien se les debería conceder algún subsidio para que se mantuvieran hasta el momento de comenzar a cobrar sus sueldos ya en Barcelona —ambos llegaron a la corte en febrero de 1701 sin que el gobernador de los Países Bajos hubiera podido darles ni un socorro—. El Consejo de Estado estuvo de acuerdo en que se les diesen cincuenta y cuarenta doblones respectivamente y que viajasen a Barcelona65
Ahora bien, Mendoza y Stevins también solicitaron, con buen criterio, otros quinientos doblones para poner en marcha la escuela militar de Barcelona, ello sin contar el gasto de transporte de algunos materiales necesarios —y que se presupone que importarían de Flandes—. Al final se demandaron seiscientos doblones para cubrir aquel capítulo. No obstante, quedaba un tema por resolver: el director de la escuela no debería tener la misma graduación que su teniente, de ahí que se solicitase el grado de capitán de caballería para Mendoza, que conllevaba el cobro de veinte escudos mensuales añadidos. El Consejo de Guerra, que trató asimismo este asunto, no veía claro aquellas promociones tan rápidas, de modo que votó porque ambos candidatos obtuviesen el grado de capitán de infantería con cuarenta escudos mensuales de sueldo. Cuando en el Consejo de Estado volvió a tratarse la cuestión, por un lado, el conde de Frigiliana estuvo de acuerdo en que no se debía dar el premio por adelantado, una promoción fuera de medida, ya que ambos candidatos aún no habían demostrado nada, además de que para impartir sus lecciones los grados no contaban; pero merece también ser destacado el voto del conde de Montijo, quien señaló cómo le dolía “que el miserable estado a que ha llegado esta profesión obligue a que se admita por maestro de mathemática a un alférez en la capital de Barcelona, pero que la necesidad debe obligar a ello”, y añadía que conoció en Cataluña al ingeniero Ambrosín —¿se trata de Ambrosio Borsano?— “de los de mayor [h]abilidad en aquel tiempo”, que durante muchos años tuvo el grado de capitán de infantería al igual que ahora se hacía con aquel alférez, Sandoval, que aún no había demostrado nada66
En cualquier caso, es del todo probable que se habilitasen unos terrenos dedicados a las prácticas de la escuela militar de Barcelona, pues en ellos se estableció en 1702 un bosquecillo artificial para que Felipe V pudiera gozar del placer de la caza mientras se hallaba en la Ciudad Condal con motivo de las Cortes de 1701-170267
CONCLUSIONES
⌅El camino de la enseñanza de las matemáticas para los militares al servicio de la Monarquía fue tan largo y tortuoso como las dificultades para encontrar el dinero necesario para el establecimiento de diversos centros educativos tanto en la corte como fuera de ella. Si la Cátedra de Matemáticas, Fortificación y Artillería de Madrid fue languideciendo a lo largo del Seiscientos, otro síntoma más de la penosa decadencia de la Monarquía Hispánica, no fueron menos penosos los apuros a los que debieron hacer frente los diversos virreyes y gobernadores de los distintos territorios de la Corona en su afán por formar mejor a los oficiales encargados de su defensa. En esta ocasión nos hemos centrado en el caso de Barcelona en los años de transición de los reinados de Carlos II y Felipe V, pero los ejemplos se multiplican cuando nos acercamos a lo ocurrido en plazas como Cádiz, San Sebastián, Pamplona, Nápoles y en tantas otras. En todas partes faltaba dinero, pero, sobre todo, y de manera consecuente, escaseaban los candidatos a formarse como diestros artilleros e ingenieros militares a partir de un buen conocimiento de las ciencias matemáticas. Y el caso es que, aunque algunas medidas se tomaron, en especial cuando se procuró mimar desde el Consejo de Guerra la formación de un número reducido de colegiales, la desidia a la hora de vigilar su evolución intelectual condenó todo el sistema articulado a transformarse en una nueva fórmula para cobrar un sobresueldo. Por otro lado, los deseos de ilustres soldados como Alejandro Farnesio o el duque de Bournonville, virreyes ambos de Cataluña, muy interesados en la formación teórica y técnica de sus oficiales, condujo a una revitalización de los estudios matemáticos, que culminarían con la creación de la Real Academia de Matemáticas de Barcelona, en cuya génesis también destacarían don Francisco de Velasco y el landgrave de Hesse-Darmstadt. Y si bien don Francisco Larrando de Mauleón, cercano a ambos, pero sobre todo al primero, pudo comenzar a impartir docencia matemática en la Ciudad Condal, sin duda la influencia del ejemplo de Sebastián Fernández de Medrano desde Bruselas fue tan poderosa que, como hemos visto, su modelo docente se quiso también implantar en Barcelona, aunque finalmente los avatares político-bélicos no solo apartaron a Larrando de Mauleón de la docencia, sino que también significaron la clausura de la Academia entre 1705 y 1720.