Cuando se habla de la Generación del 98, la del 27 o la Edad de Plata de las Letras Españolas, a menudo la identificamos con una cohorte de intelectuales y artistas surgidos entre la crisis finisecular y la de entreguerras, un periodo difícil y de aceleración del cambio histórico, pero que en nuestro país resultó especialmente fructífero. La cultura se inspiró en esos tiempos turbulentos para legarnos algunas de las obras fundamentales de nuestra literatura, la pintura o la ciencia. Sin embargo, hasta hace poco tiempo atribuíamos esos logros a hombres formados en ciudades universitarias y centros pioneros en el librepensamiento y la atracción de talento, como la Institución Libre de Enseñanza, la Residencia de Estudiantes en Madrid o la de Ríos Rosas en Barcelona.

El trabajo de la profesora Encarna Lemus se suma ahora a una corriente de investigación sobre ese mundo institucionista que pone a las mujeres en el epicentro. Nos referimos a estudios como los de Raquel Vázquez Ramil, Isabel Pérez-Villanueva, Carmen Magallón, Josefina Cuesta, o Consuelo Flecha. La labor de profundización que aquí se lleva a cabo es tan importante que nos permite adentrarnos en las semblanzas personales de las primeras profesionales con título académico de nuestro país, desde el reconocimiento del derecho a la enseñanza superior femenina en 1910. Un grupo cada vez más numeroso de muchachas llegadas desde todos los puntos de España hasta la capital para seguir formándose en el Magisterio, salida laboral más «aceptable» para el orden de género imperante, o que, a partir de esa base «normalista», decidieron estudiar oposiciones, una carrera universitaria a priori más ambiciosa, y hasta un tercer ciclo de doctorado.

Para realizar ese seguimiento de dos generaciones de mujeres comprendidas entre 1915 y 1940, aproximadamente, Lemus escribe en primera persona y parte de un acervo documental exquisito y hasta ahora poco explorado, como es la correspondencia de esas estudiantes y sus familiares con la directora del colegio mayor conocido como «Residencia de Señoritas», María de Maeztu Whitney. Cartas diseccionadas con pulcritud para descubrir en ellas los orígenes y redes sociales de estas mujeres, las problemáticas de aquella coyuntura de los años veinte y treinta, las culturas políticas, las oportunidades labores de cada sexo, o la ideología y normas sociales que les acompañaban. Un fondo epistolar de enorme interés trufado con otras noticias extraídas de la prensa histórica y las revistas ilustradas del momento, así como la Gazeta de Madrid, donde consulta las convocatorias de empleos y designaciones de plazas ocupadas por unas muchachas extraordinarias para la época. La depuración profesional tras la guerra acota los expedientes personales de quienes no pudieron salir al exilio para eludir la justicia militar franquista, la Ley de Responsabilidades Políticas o algún caso perseguido por la Ley de Represión del Comunismo y la Masonería.

Con estos mimbres, el libro se estructura en seis capítulos, más la introducción y unas conclusiones tituladas «Las Modernas de Provincias», que hacen alusión al origen de muchas de las estudiantes y a su proyección social. Se añade una bibliografía especializada, con numerosos títulos de tesis y revistas pedagógicas, y un índice onomástico muy útil para rescatar a los distintos personajes que van desfilando por sus páginas. Quizás podamos echar en falta algunos títulos más o menos esenciales de la historia de las relaciones de género en esa época (Shirley Mangini, Las Modernas de Madrid: las grandes intelectuales españolas de la vanguardia. Barcelona, Península, 2001; o Miren Llona, Entre señorita y garçonne: historia oral de las mujeres bilbaínas de clase media, 1919-‍1939, Málaga, Atenea, 2002), quizás podríamos agradecer menos extensión en algunos capítulos, pero en conjunto la obra se presta a una lectura sosegada que resulta especialmente placentera si se aborda «a sorbitos», solazándonos en el carácter amable de las cartas, como si fuéramos una de esas estudiantes que se recrean en el jardín de la casa y que aparecen en la imagen de la cubierta.

Sorprende que no se dedique ningún capítulo específico a María de Maeztu, estando omnipresente en todos ellos. Un nombre de primer nivel en la cultura española y la historia del feminismo del primer tercio del siglo XX y que resulta clave para entender la trascendencia de dicha institución y su enorme impacto en las vidas de las estudiantes. Las cartas nos muestran la personalidad austera, aunque atenta, de la directora y una enorme capacidad de trabajo para atender hasta los aspectos más nimios y cotidianos de la Residencia. Y es que Maeztu no solo lideró la Federación Española de Mujeres Universitarias, el Lyceum Club o la Asociación Nacional de Mujeres Españolas, exponentes del asociacionismo burgués de las «sin sombrero», sino que destacó por su cosmopolitismo, independencia y profesionalidad, que volcó en la que consideró como su mayor obra, la Residencia de Señoritas. En ella, no solo empeñó su tiempo y capital relacional para convertirlo en un centro de referencia de la cultura del momento, por el que pasaron políticos e intelectuales nacionales e internacionales, sino que hizo de la «Resi» un hogar comandado con mano firme y amable, a la vez. Un espacio de trabajo perfectamente orquestado, en el que sus habitantes encontraron todo lo necesario para desarrollar su talento en un ambiente óptimo para el estudio y el afianzamiento de las relaciones sociales. Un «paraíso perdido» que las protagonistas recuerdan en sus cartas con la añoranza de la juventud, las amistades, los consejos y oportunidades que forjaron su personalidad como mujeres adultas en un entorno absolutamente excepcional para la España de aquel momento.

El primer capítulo del libro está dedicado a «Padres e hijas», es decir, al tipo de familias y relaciones parentales que, con altura de miras y generosidad, permitieron que estas jóvenes dejaran la protección del hogar para iniciar una aventura entre libros muy lejos de la patria chica. Para ello hubieron de transgredir muchos convencionalismos sociales que abocaban a estas jóvenes, más o menos casaderas, a cultivarse en las tareas destinadas a las futuras madres y esposas. No se trataba solo de estudiar una carrera con la que poder ser autónomas y saciar una vocación personal, sino de aceptar un destino laboral que podría abocarlas a la itinerancia o la residencia en lugares remotos de la geografía española, europea o norteamericana… con una Guerra Mundial de por medio, o como en el caso de la maestra en Larache, Luisa Mellado, la guerra de Marruecos. Fueron los padres, sobre todo, quienes se interesaron por las posibilidades que la Residencia de Señoritas brindaba a sus hijas, un centro que con su seriedad y prestigio evitaría la maledicencia sobre la «falta de control» de las muchachas. Ellos apelaban al «maternalismo» de Maeztu, igual que sus esposas y otras madres viudas que hubieron de hacer muchas cuentas para comprobar que podían correr con los gastos durante varios años.

Todos esos detalles se repetían en las cartas y se abordan también en el capítulo dos, «El dinero importa», donde se traza el perfil de las estudiantes, provenientes de familias más o menos acomodadas y dedicadas a profesiones liberales, la administración, el ejército, o el comercio. Las que no disponían de suficiente crédito para garantizar su estancia contaron con distintas modalidades de becas, inspiradas en el «residencialismo» anglosajón que Maeztu conoció de primera mano en su gira estadounidense con el secretario de la Junta para Ampliación de Estudios, José Castillejo. El modo de implicar a las huéspedes en la financiación no fue otro que colaborar como docentes en las distintas clases que se impartían en la Residencia, las escuelas de párvulos o el Instituto Escuela, así como en el mantenimiento de «la casa» o la gestión del laboratorio y la biblioteca. Estos últimos eran, sin duda, dos de los tesoros de la institución, a cuyo cargo la directora siempre procuró destinar a las alumnas necesitadas de ayuda, pero también a las mejor preparadas. En cualquier caso, Lemus no peca de optimismo y reconoce que la mayoría de las jóvenes españolas en edad de estudiar no pudieron acceder a una formación media o superior, ni mucho menos disfrutar de las oportunidades que ofrecía la Residencia de Señoritas, entre las calles Miguel Ángel y Fortuny de Madrid.

El tercer capítulo nos revela cómo, en no pocas ocasiones, no fueron los medios materiales o económicos los que frenaron la carrera académica y el «ascensor social» de estas señoritas, sino el acecho de una enfermedad o de la terrible epidemia de gripe de 1918, cuyas consecuencias fueron devastadoras. Para muchas supuso un freno a los estudios que tuvieron que cursar por libre desde sus lugares de origen, o que abandonar definitivamente. En otros casos fue la pérdida de los progenitores o hermanos la que resultó tan dolorosa como para torcer un futuro prometedor, y obligar a estas jóvenes a ocupar el puesto de madre o cabeza de familia para atender las necesidades de su casa, un negocio y/o los hermanos menores. En cualquier caso, la luminosa correspondencia de la Residencia de Señoritas también revela dolor, problemas mundanos e inquietudes, que la autora del libro maneja con mucho tacto y compara con la situación vivida no hace tanto por la pandemia de Covid-19.

El cuarto estadio es el de las «Amistades e Influencias», un ámbito menos estudiado, pero de enorme interés para conocer los límites de la progresión personal del talento, frente a los entresijos de las recomendaciones sociales. Queda así perfectamente encajado en un contexto histórico como el de la Restauración y la Dictadura de Primo de Rivera, donde el caciquismo campaba a sus anchas tanto en el medio rural como en la capital burocrática del Estado. Era ahí donde María de Maeztu jugaba una baza fundamental, ya que no solo pertenecía a numerosísimas instancias culturales y académicas, sino que tenía aún más contactos en ellas gracias, entre otros factores, a su ascendiente como miembro de la Asamblea Nacional de un Directorio paternalista con las mujeres y con quien comulgó ideológicamente, así como el de su hermano, Ramiro de Maeztu. Se entienden, por tanto, las múltiples solicitudes de ayuda por parte de los padres y las propias interesadas para encontrar plazas y trabajos, así como para obtener un reconocimiento preferente en las oposiciones. Fueron muchas también las sagas familiares que necesitaban colocar a uno de los vástagos en Madrid y que reservaron plaza en la Residencia de Señoritas para sus negociaciones, pudiendo conocer de primera mano algunos de estos casos abordados por Lemus con mayor detenimiento.

Se complementa esta observación con el título del quinto capítulo, «Ser, tener y parecer. Las caras del éxito». En él se detiene a analizar los ingredientes necesarios para componer una carrera, ya no prometedora, sino real. En ellos se mezclaban las aptitudes personales para el trabajo, con los medios económicos a los que ya se ha hecho referencia, por la inexistencia de un Estado del bienestar que protegiese a los colectivos más vulnerables y considerase la educación como un derecho universal. También influenciaba, como siempre que nos referimos a las mujeres, la vida privada, los lances amorosos y la elección de una pareja que acompañase un proyecto de vida «diferente». Por otra parte, como se suele decir, había que estar en el lugar apropiado y en el momento justo, disponer de habilidades sociales e iniciativa para dirigirse a las personas apropiadas y con suficiente poder para catapultar las carreras de estas mujeres. En este caso, fueron fundamentales las becas de la Junta de Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas y las del Comité de Boston, donde se integraban distintos colleges femeninos norteamericanos que acogieron una política de intercambios con las españolas, gracias a la mediación del International Institute for Girls in Spain, situado junto a la Residencia.

Con todos estos factores, la autora va desgranando los colectivos más feminizados y que tuvieron representación en la Residencia de Señoritas. Desde archiveras y bibliotecarias a las maestras que introdujeron la renovación pedagógica gracias a sus viajes de estudios por centros educativos de Francia, Alemania o Suiza; las profesoras de enseñanzas medias y las primeras catedráticas de instituto en materias como Historia o Lengua y Literatura; las investigadoras en Ciencias, químicas sobre todo que se curtieron en el laboratorio Foster, así como «el nutrido grupo de las farmacéuticas», y doctoras en Medicina. Otro capítulo de excepción lo componían las licenciadas en Derecho, al que pertenecieron algunas de las residencialistas más ilustres, como la diputada republicana malagueña Victoria Kent, Matilde Huici, quien llegaría a ser juez del Tribunal Tutelar de Menores, o María Lacunza Ezquerra, primera mujer colegiada en Pamplona y San Sebastián. De hecho, todas estas mujeres fueron las primeras en algo... Desde Ferrol o León, a la comarca de La Serena en Badajoz o Almería, se trazan trayectorias increíbles de jóvenes provenientes de los últimos rincones del país que, gracias a la propaganda y el «boca a boca», se hicieron con una «habitación propia» en la Residencia. Con mayor o menos tiempo empleado en obtener una titulación y un empleo, muchas volverían a sus ciudades de origen para ser homenajeadas como auténticas pioneras, desde la Oceanografía a la Ciencia básica, la Música o el Hispanismo en Norteamérica.

Muchas fueron mujeres solas, que entregaron su vida a los libros y la ciencia, renunciando a contraer un matrimonio convencional o a tener hijos, y que en algunos casos rompieron aún más barreras debido a su homosexualidad. Encarnación Lemus nos da algunos nombres escogidos como las grandes aventureras: Enriqueta Martín, María Díez de Oñate, Rosa Herrera o Sofía Novoa… Todas ellas componen una panoplia de varios centenares de mujeres que no hicieron sino crecer hasta el estallido de la Guerra Civil, obligando a aumentar el cupo de alumnas y el espacio de la Residencia mediante la adhesión de los edificios adyacentes. Tantas, que sobrepasaron a sus homólogos masculinos de la Residencia de Estudiantes, y se convirtieron en un foco de atracción para las presentaciones de libros, veladas musicales y tardes de té con primeras figuras como el presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, la escritora argentina Victoria Ocampo, el poeta Federico García Lorca a su vuelta de Nueva York, o la doble premio Nobel, Marie Curie. Hay quien dice que algunas de estas personalidades solo utilizaron las dependencias de la calle Miguel Ángel para dormir, ofreciendo sus discursos para oídos más escogidos, o que Einstein no pasó del CSIC de la calle Serrano, pero el descrédito es algo que ha acompañado siempre a las mujeres excepcionales.

Si algo puede destacarse de esta obra es que nos introduce en un mundo alejado de la mediocridad de esa España que sepultaron los sables, las sotanas y el «Muera la Inteligencia». Revela con empatía las posibilidades de una generación de pioneras que pudieron haber construido un país diferente y mejor, poniendo todo su talento al servicio de las naciones extranjeras que les dieron acogida. Ellas que siempre tuvieron claro que querían aprenderlo todo fuera para revertir ese conocimiento en la mejora de su patria, apenas tuvieron posibilidades de hacerlo, aunque hoy constituyan una genealogía que servirá de ejemplo a futuras generaciones de letradas y científicas. Leyendo el libro de Encarna Lemus aflora una envidia sana, la de quienes encontraron en la Residencia un edén y una escapatoria a la vida que les deparaba ser «señorita» en provincias.