El estudio de los cabildos catedralicios en la España medieval ha sido una constante desde los años setenta del siglo pasado que se ha ralentizado en las dos primeras décadas de la presente centuria. La práctica totalidad de las sedes episcopales (obispos y sus corporaciones de clérigos) han sido abordadas desde una o varias de sus posibles dimensiones. Ahora bien, el objeto de estudio está lejos de agotarse. Conocemos con bastante certeza la estructura bajomedieval de este órgano central en el engranaje de Iglesia latino-romana gracias a las primeras aproximaciones de corte jurídico-institucional, a las que siguió el abordaje socio-económico de la conformación, gestión y evolución de sus dominios patrimoniales. También, en algunos casos, aspectos de su dimensión cultural. Sin embargo, la génesis de estas corporaciones de clérigos tras la desestructuración diocesana provocada por la invasión musulmana en el siglo VIII y su andadura hasta el siglo XIII es un campo aún plagado de lagunas. Una de ellas es la composición social de estas instituciones y las carreras eclesiásticas del clero catedralicio. La aplicación del método prosopográfico y de la más reciente metodología de redes sociales puede permitir avances en este campo. En este contexto historiográfico la obra de Alberto Navarro Baena sobre el clero de la catedral de León es especialmente bienvenida.

El propio subtítulo del libro —poder, espacio y memoria— marca los tres pilares sobre los que se sostiene la interpretación de la evolución del clero capitular leonés. Una elección que pone de manifiesto la proyección de esta élite clerical más allá de la diócesis a partir de sus interacciones con la monarquía y el pontificado. La obra se estructura en tres grandes apartados siguiendo un criterio cronológico y temático que nos lleva desde los preludios de la restauración diocesana hasta la consolidación de cabildo catedralicio a mediados del siglo XIII.

El primer apartado (1073-‍1120) comienza resaltando el protagonismo de los monarcas y obispos leoneses del periodo menos documentado (860-‍1065) en la construcción de los cimientos de la futura corporación de clérigos como institución. La instauración de la sede episcopal (Ordoño I, 865) es presentada como la reocupación de una plaza defensiva necesaria para el avance cristiano hacia el valle de Duero, al igual que sucedería con otras sedes de los reinos de León y Castilla. Los prelados son caracterizados como agentes reales a los que los monarcas donan bienes tanto para el disfrute personal como para la dotación patrimonial de su sede, incluida la jurisdicción sobre los lugares donde están ubicados dichos bienes, al menos desde mediados de siglo X. Por entonces, se describe la existencia de monjes alrededor del obispo que formaban un colegio monachorum hasta el año 1035, sin que se haya esclarecido todavía el tipo de regla canónica que seguían, y se fija la denominación de canónigos a mediados del siglo XII. No es hasta mediados del siglo XI cuando las políticas de dos prelados promovidos al episcopado por la monarquía dan cuenta del alcance del poder episcopal. Así, el Obispo Pelayo (1065-ca. 1084) es personificado como prototipo de los clérigos promovidos por el rey, ejecutores de la reforma inspirada en el concilio de Coyanza (1055), defensor de la liturgia mozárabe frente a la reforma litúrgica auspiciada desde Roma. Pelayo fue el obispo que consagró la sede leonesa e impulsó la vida comunitaria y dotó un hospital. Aparece, además, como receptor de tercias eclesiásticas, iglesias y monasterios en manos de la realeza, la nobleza y de particulares; a la par que como comprador de bienes que aumentaron el dominio episcopal y su jurisdicción. Desafortunadamente, no se conoce el proceso por el cual los 18 monasterios cuyos fondos fueron incluidos en el cartulario o Tumbo legionense (ca.1124) pasaron a formar parte del patrimonio episcopal. Es destacable, como estrategia de gobierno de la diócesis, la constatación de que algunas iglesias y monasterios habían sido entregados a presbíteros y abades que actuarían como agentes del prelado en donde dichos bienes se hallaban enclavados. Observamos en la figura de Pelayo un perfil y una política similares a las del obispo Pedro I depuesto en 1110. Entra entonces en escena el Obispo Diego Euláliz cuyo pontificado (1112-‍1130) es enfatizado por el autor, quien sitúa durante el mismo el nacimiento de la mesa capitular, a partir de una importante donación que el prelado hace al cabildo (1116) y del reparto de prestimonios a los canónigos y dotación de altares que la siguió (1120). Además, sostiene una sugerente tesis sobre los motivos que condujeron a la confección del Tumbo legionense (ca. 1124) durante su mandato. Tras un riguroso análisis de la selección de documentos del Tumbo, defiende que sobre los motivos que se han venido aduciendo hasta ahora (defensa de derechos y propiedades, optimización de la gestión patrimonial, creación y preservación de una memoria institucional y afirmación identitaria del centro eclesiástico) se eleva la demanda de exención metropolitana de la sede leonesa tras la retirada de esta condición por Calixto II (1121).

En el segundo apartado del libro, dedicado a la evolución del cabildo catedralicio entre 1120 y la reforma de Honorio III (1224), la aplicación de la prosopografría adquiere centralidad, lo cual permite al autor ofrecer una radiografía bastante aproximada de la organización y composición social de la institución en este período crucial para el afianzamiento de la corporación capitular frente al poder episcopal, una vez que se dota la mesa capitular (1116 y 1120). El reparto individual de prestimonios (1120) y otras menciones documentales hacen posible identificar la vinculación con el círculo de la reina Urraca y el origen franco o local de algunos obispos, dignidades y canónigos, así como los topónimos donde se ubicaban los bienes distribuidos. Hubiera sido ilustrativo, en este punto o en anexos finales, presentar un mapa ilustrativo al respecto. Las huellas de la vida comunitaria del clero se desvanecen del todo a finales del siglo: los clérigos catedralicios habitan en casas de la ciudad, la comida anual en el refectorio fue sustituida por una renta el día del aniversario y los cambios en la nomenclatura de los oficios y funciones eclesiásticas se van produciendo lentamente. Una detallada y minuciosa reconstrucción prosopográfica (anexos I-V), arroja un organigrama capitular que parte de los 40 canónigos y 3 dignidades establecidos por el obispo Diego y culmina en otro diferente en la época de Honorio III. Se documenta así la consolidación de los cambios de nomenclatura de los oficios y funciones catedralicias alrededor de mediados del siglo XII. Especial interés revisten la efímera vinculación que el prior de la canónica mantuvo con el oficio de arcediano (desde 1153, un deán es quien preside ya el cabildo catedralicio) y la dignidad de precentor/primiciero, ambos términos coexistieron además con el de cantor (futuro chantre). En cambio, la dignidad de maestrescuela fue creada en 1159 aunque se registren maestros desde 1122. Más difícil parece reconstruir las carreras eclesiásticas por lo que se presentan un número reducido de casos, si bien parece que el obispo tuvo en el siglo XII una influencia considerable en el nombramiento de canónigos. Por otra parte, se remarca que la elección de obispo durante el siglo XII estuvo controlada por los reyes, situación que cambió en el siglo XIII cuando la Sede Apostólica actuó de árbitro. A partir de aquí se defiende la existencia de un movimiento recíproco entre la corte real y la sede episcopal leonesa, ejemplificándolo con ciertos casos que relacionan a clérigos catedralicios con los monarcas. Es más, se afirma que todos los prelados de la segunda mitad del siglo XII eran familia de un magnate de la corte de Alfonso VII (Albertino de León). Igual demostración se hace con los jueces eclesiásticos, sobre los que se sostiene que existió un entramado de redes que los vinculaba con los jueces de la villa. Esta es una de las contadas ocasiones en las que se habla de redes sociales en la obra. También se da cuenta de la relación de los obispos leoneses con el papado, que giró en torno al mantenimiento de la exención metropolitana durante la citada centuria y la reclamación de derechos episcopales a monasterios fundamentalmente.

En este segundo apartado gana peso el tratamiento de la conmemoración de los difuntos para cuyo análisis se ha contado con los registros sistemáticos del necrológico del siglo XII y del obituario (a partir de 1206). Las donaciones por aniversarios en las que se ha podido identificar a los donantes han permitido afinar más la procedencia social, institucional y diocesana de una parte de los clérigos capitulares registrados: clérigos de media docena de centros religiosos de la ciudad, unos pocos de 5 diócesis próximas y laicos pertenecientes a la realeza, a la alta nobleza, a los oficiales municipales, a caballeros y familiares de los miembros del cabildo.

El tercer apartado (1224-‍1295) de la obra reproduce la estructura del anterior posibilitando el análisis comparativo de la evolución de la institución. De nuevo, es una reforma, la de 1224, de Pelayo Pérez, Cardenal albanense, que marca las líneas de este desarrollo. Su actuación como agente de Honorio III favorece la progresión del intervencionismo pontificio y la tendencia a la consolidación del cabildo catedralicio como corporación. La balanza obispo-cabildo se inclina hacia el segundo cuando la reforma albanense aumenta su poder de decisión (la concesión de canonjías y raciones deberá realizarse en el marco de las reuniones capitulares y con su consenso), y se lleva a cabo un reparto de prestimonios que refuerza la mesa capitular a costa de la mesa episcopal (la mitad de los prestimonios son bienes vinculados al obispo), donde aparecen 84 clérigos y 67 topónimos. Tampoco en este apartado se cartografía su ubicación. Además, la reforma del Cardenal albanense aumenta el número de beneficiados con una nueva delimitación (50 canónigos, 25 racioneros y 12 clérigos). El exhaustivo registro de miembros del cabildo que reflejan las tablas incluidas en el apartado corrobora que el número de canónigos y racioneros apenas sobrepasó estas cifras a finales del siglo XIII. El estudio de las carreras eclesiásticas ha conducido a la identificación de un porcentaje significativo, pero no elevado, de canónigos y racioneros que eran criados o parientes del obispo. Convendría haber subrayado a este respecto que el obispo continuó disponiendo de una importante herramienta de participación en el cabildo con la presencia de sus hombres en el mismo. Lo mismo puede decirse de los clérigos del coro que habitualmente promocionaban a racioneros. Resulta, asimismo, un tanto confuso apreciar cuando se estima que los arcedianos se convirtieron en dignidades.

Por su parte, las relaciones entre cabildo, monarquía y pontificado se examinan en este último apartado fundamentalmente a partir de las provisiones de beneficios eclesiásticos. El intervencionismo real disminuyó a raíz de la unión de los reinos de Castilla y León (1230) y el traslado de la corte a Burgos, y el intervencionismo pontificio aumentó, pero este ascenso parece gradual, y su intensidad en términos cuantitativos no es sencilla de interpretar a tenor de los datos suministrados. En efecto, se documentan cerca de una decena de casos vinculados a cardenales y cerca de la mitad para los beneficios provistos por concesión pontificia. De otro lado, las consecuencias que esto hubiera podido tener en el nombramiento de clérigos extranjeros (1 caso) o de diócesis diferentes (15 beneficiados de diócesis ya del área leonesa), sumado a los 30 clérigos de origen local identificados, no parece reflejar un intervencionismo pontificio muy elevado. Es cierto que Urbano IV hizo reducir las provisiones pontificias (1263) y que los beneficiados no identificados pudieran encuadrarse en este tipo de provisiones, pero resulta una explicación insuficiente.

Finalmente, las donaciones para celebración de aniversarios se convirtieron en sistemáticas a partir de 1230 y nos devuelven un paisaje donde los laicos donantes son, en su mayoría, parientes y servidores de los miembros del cabildo; y los bienes entregados por eclesiásticos para sufragar sus aniversarios revertían a la institución en dos o tres generaciones.

En suma, nos hallamos ante una sólida investigación, aunque hubiera sido deseable que apareciesen más referencias de comparación con lo conocido para otros cabildos castellano-leonés en varios aspectos, o una mayor insistencia en la caracterización de las redes tejidas en el cabildo leonés como relaciones de patronazgo y clientelismo, quizás también un mayor tratamiento de los datos recopilados sobre el patrimonio de los clérigos. Observaciones que de ningún modo empañan la contribución esencial de Navarro Baena con esta obra a la historiografía de los cabildos catedralicios hispanos medievales en su vertiente social y en el estudio de las relaciones de poder en las ciudades de la plena edad media.