Resumen

El artículo analiza la evolución de la identidad catalana en un proceso de transformación tan importante como el de la definición y consolidación de la Monarquía Hispánica a lo largo del siglo XVI. Los principales puntos tratados en relación con el conjunto de la Monarquía son el proceso de acomodación a la nueva realidad y la evolución de la idea de Corona de Aragón. Se tratan también los cambios fundamentales dados por el nuevo papel fronterizo del Principado y el miedo a la infiltración protestante desde Francia. Se estudia también la evolución cultural y lingüística y las dificultades para construir un discurso hispánico alternativo al de Castilla.

Palabras clave: historia moderna; Cataluña; siglo XVI; identidad; cultura; política.

Abstract

The article analyzes the evolution of Catalan identity in a process of transformation as important as that of the definition and consolidation of the Hispanic Monarchy throughout the sixteenth century. It considers the process of accommodation to the new reality and the evolution of the idea of the Crown of Aragon. It also discusses the fundamental changes brought about by the Principality’s new role as frontier and the fear of Protestant infiltration from France, and studies cultural and linguistic evolution and the difficulties faced in constructing an alternative Hispanic discourse to that of Castile.

Keywords: Early Modern History; Catalonia; sixteenth century; identity; culture; politics.

Recibido / Received: 04/07/2022; Aceptado / Accepted: 08/08/2023; Publicado en línea / Published online: 05/04/2024

Cómo citar este artículo / Citation: Casals Martínez, Àngel, «Evolución y cambio: Cataluña en el proceso de construcción de la Monarquía Hispánica (siglo XVI)», Hispania, 83/275 (Madrid, 2023): e059. https://doi.org/10.3989/hispania.2023.059.

Fuente de financiación / Funding sources: Este trabajo forma parte del proyecto de investigación, PRD 2018-‍17, financiado por la Comunidad Autónoma de las Islas Baleares a través de la Direcció General de Política Universitària i Recerca, con fondos procedentes de la Ley del Impuesto sobre estàncies turísticas (ITS 2017-‍06), del Grup d’Estudis d’Història de la Mediterrània Occidental (GEHMO) de la Universitat de Barcelona, reconocido como grupo consolidado por la Generalitat de Catalunya, referencia 2021 SGR00685 y del proyecto «Agentes e instituciones en la red catalana del Mediterráneo (siglos XVI-XVIII)», (PID2021-126340NB-I00), financiado por del Ministerio de Ciencia e Innovación.

Cuando Fernando II murió el 23 de enero de 1516 en Cataluña se desató una oleada de rumores que precedieron la confirmación oficial de su muerte. A la conmoción siguió la confusión: ¿Cómo había quedado el testamento real? ¿Quién asumía el gobierno efectivo en el Principado y, por extensión, en toda la Corona de Aragón? No es nuestro tema la cuestión sucesoria, pero sí una de las últimas voluntades del fallecido, que era la de que se enviara con prontitud una embajada al nieto y sucesor Carlos en los Países Bajos.

Materializar la petición era un verdadero laberinto legal para los diputados de General, que no podían formalizar una delegación sin autorización de las Cortes, que no se podían reunir sin convocatoria y presencial real… Tal galimatías se solventó enviando al escribano general del Consell de Cent barcelonés, ya que la capital sí podía asumir la misión de presentarse ante el nuevo señor.

Los diputados escribieron a sus homónimos aragoneses: «E per que lo cars porte necessitat que tots pensem en la bona unió e defensió de dit Regne, regnes e principat per la honor de la Reyal Casa de Aragó»[1], pero no a los valencianos y mucho menos a los mallorquines. El honor de la real casa de Aragón era cosa de los socios fundadores, aragoneses y catalanes, aunque cierto es que desde Valencia también partieron sus propios embajadores.

El memorial con que el escribano Jaume Planes se presentó en Bruselas era una carta de presentación, y por tanto de descripción, del país, que trataba tantos aspectos coyunturales como la petición de un rápido viaje a la Península y añadía, y esto es lo sustancial para nuestro tema, explicaciones sobre el funcionamiento del país.

El primer tema importante era señalar la condición fronteriza del país con Francia, un reino enemigo y muy peligroso por dos razones: porque una buena parte de la población en los condados del Rosellón y la Cerdaña era de origen francés, y porque Cataluña reconocía que no podía defenderse por sí sola.

El siguiente tema era el orden público y la justicia. Le explicaban como el país se administraba por los vegueres en primera instancia, el gobernador y, finalmente la Real Audiencia y el Lugarteniente General, de tal manera que la personalidad y la autoridad de este último resultaba fundamental para el buen regimiento de la cosa pública, especialmente porque el país:

… que produce hombres belicosos, y a veces, entre los de plebeya y baja naturaleza, muchos homicidas y malhechores a quien conviene castigar con rigor para que no inficione[n] a los otros su veneno[2].

Nada hay en el documento que se refiera a las glorias medievales catalanas, ni a la importancia de Cataluña en la Corona de Aragón, ni ninguna reivindicación como cabeza de ella.

EL PESO DE UNA CRISIS[Subir]

Los catalanes no tenían motivos para el optimismo. Hacía apenas medio siglo que habían perdido su rol central en la Corona de Aragón cuando un intento desesperado por salvarlo había llevado a los grupos dirigentes urbanos y una parte de la nobleza a una guerra contra Juan II entre 1462 y 1472, que había sumido al país en la destrucción y la ruina material y económica[3] de la que se había empezado a salir, poco a poco, durante el reinado de Fernando II[4], a pesar de lo cual el 20 de junio de 1514 los consellers de Barcelona escribían:

… que en altres temps los Sereníssimos Reys d’Aragó y Comtes de Barcelona, progenitors y predecessors de Vostra Altesa, de gloriosa recordatió són stats molt servits dels dit Principat y Ciutat y ab los dits serveys principalment han tant augmentat la Real Corona de Aragó, y encara que per nostres demèrits de present siam vinguts a molta disminutió havent respecte al stament en que en lo passat stavem[5].

El absentismo de Fernando II había acentuado el declive de Barcelona como capital no solo de Cataluña, sino de la propia Corona de Aragón, un proceso que había empezado en tiempos de Alfonso el Magnánimo, que antes de su conquista italiana había mostrado su preferencia por Valencia. Cierto es que las instituciones reales en Cataluña mantuvieron su sede en la Ciudad Condal, pero el conocido como Palacio Real menor había pasado a manos de los Requesens por donación de Juan II y el Palacio Real Mayor se convirtió en la ubicación de la Real Audiencia: los monarcas ya no tenían residencia en la ciudad[6]. ¿Es necesaria mayor prueba de la pérdida de rango?

La Cataluña de los primeros decenios del siglo XVI era un país en introspección, en posición defensiva en lo referido a la relación de las instituciones estamentales (municipios, Diputación del General y Cortes) con las de la Monarquía (Lugarteniente o virrey, Real Audiencia, Consejo de Aragón e Inquisición). En relación con la política exterior del emperador, la posición era conservadora y más bien pasiva.

Nuevo rey, nueva dinastía… Una situación propicia para replantear la relación del país con la monarquía. Pero en lugar de eso se prefirió asegurar la integridad institucional, como se vio claramente durante la primera estancia de Carlos I entre 1519 y 1520[7]. Como en Aragón, hubo discusiones sobre si darle el título de rey teniendo en cuenta la situación de Juana I. Llegado a Barcelona el 15 de febrero[8], ese día juró como co-rey junto a su madre, y no fue jurado como rey por los estamentos hasta el 16 de abril, después de una larga negociación[9]. La meticulosidad en el respeto legal siguió también en el desarrollo de las Cortes. Aunque la capital catalana fue el escenario de dos momentos importantes en la vida política del monarca como la reunión del Toisón de Oro[10], celebrada en la catedral, o el anuncio de la proclamación imperial, nada de eso hizo variar el ritmo marcado en la negociación entre rey y país. En sus cartas a los marqueses de los Vélez y de Mondéjar, el humanista Anghiera, viejo conocedor del carácter catalán que daba la clave de esta actitud: «abiertamente dicen que no esperan nada del rey» y que no estaban dispuestos a perder nada de lo que les pertenecía, ni económica ni jurídicamente[11].

¿Y qué querían de su monarca estos descreídos súbditos? Esencialmente cuatro cosas: las garantías del respeto a su régimen constitucional, la paz con Francia, la lucha contra la piratería norteafricana y privilegios comerciales con Cerdeña, Sicilia y Nápoles. A lo largo del reinado, en lo único en lo que Carlos, más o menos, no defraudó fue en el primer punto. Nada pudo hacer el emperador para sacar a los catalanes de su encasillamiento conservador. En la proposición real de las Cortes de 1528 —dirigida también a valencianos y aragoneses— bien que se hizo una vibrante apelación al glorioso pasado y el peligroso presente por culpa de Francisco I de Francia:

… procura dampnificar nostres regnes de Sicília i Sardenya y de present fa guerra en lo nostre realme de Napols, los dits regnes conquistats per los Serenissimos Reys de Aragó predecessors nostres ab la aiuda y gran fidelitat de vostres passats y molt scapament de llur sanch y axí units e incorporats ab aquestos nostres regnes de la Corona de Aragó[12].

A pesar de lo cual el donativo no fue superior al de otras ocasiones. ¿Hubo una progresiva desafección del emperador y el Principado? En la medida en que Carlos V había acariciado la idea de convertir Barcelona en su plataforma mediterránea, sí. A pesar de que la expedición a Túnez de 1535 partió de Barcelona, la aportación material que se hizo desde Cataluña nunca estuvo a la altura de las necesidades y las demandas imperiales, posiblemente porque excedían con mucho la capacidad material catalana y sus horizontes políticos expresados en 1519 y fue alejando progresivamente a las instituciones catalanas de la Monarquía[13].

El 26 de junio de 1539 el emperador ordenó redactar unas instrucciones de gobierno para el marqués de Lombay, Francisco de Borja, al ser nombrado nuevo Lugarteniente General en el Principado y los Condados. Largas, prolijas y detalladas, son posiblemente el mejor balance sobre los veinte años pasados desde la primera estancia del rey en Cataluña:

… que los dichos Principado de Cathaluna y condados de Rossellon y Cerdaña son una de las principales provincias de nuestros Reynos y señoríos, de mucha importancia y qualidad así por el sitio y grandeza della como por ser como es tan antigua y tan poblada de ciudades, villas y castillos de homenage[14].

El resto del documento es una demoledora descripción ocupada por la ineficiencia de la justicia, la violencia de los bandos, los desórdenes en el norte del país y los problemas defensivos de la costa y de Barcelona; en suma, un lienzo descorazonador que suponía el fin de lo que de forma exagerada alguna vez se llamó la «predilección» de Carlos por los catalanes[15] y donde nada se decía de la posible aportación catalana al Imperio, situación que el progresivo alejamiento del emperador no podría ya mejorar.

UN LUGAR BAJO EL SOL DE LA MODERNIDAD[Subir]

El 13 de abril de 1526 salió de Barcelona la más lucida embajada que se envió jamás a la corte imperial. El motivo bien lo valía: asistir a la boda del emperador con Isabel de Portugal. Todo se había preparado de forma minuciosa, como la conexión con los catalanes del entorno imperial, especialmente Lluís de Cardona y Enríquez, que era capellà de la Casa de Aragón del emperador desde 1519[16] y que desde 1524 ostentaba el cargo de diputado eclesiástico de la Diputación[17] —el presidente del consistorio— a pesar de su absentismo.

El diputado militar Bernat de Monrodon y el oidor real Bernat Vilena fueron hasta Granada con dos porteros de la Diputación, doce caballos y seis mulas para llevar la carga de ropa y la plata trabajada que era el regalo de bodas[18]. En contraste con la introversión política mostrada durante el reinado, aquella presentación ante la corte imperial era la gran ocasión de mostrar qué era Cataluña y se esperaba una audiencia con la flamante emperatriz para explicarle:

… com en lo present Principat de Cathalunya qui és hu dels principals membres de la real corona, car jatsia lo nom de rey sia d’Aragó, les armes emperò que aquell fa son del Principat de Cathalunya. E com lo General del dit Principat és stat constituit y ordonat [sic] per servey y exaltació de la Real Corona e defensió de la terra[19].

El texto es totalmente diáfano en cuanto a lo que quiere expresar: la «Real Corona», por supuesto la de Aragón, no debe interpretarse en un sentido estrictamente institucional sino dinástico, en la línea de lo que había sido la lectura de la historia y como aparece en las cuatro grandes crónicas catalanas[20], una dinastía que debía permanecer unida como la mata de junco que usó Ramon Muntaner como metáfora[21]. La expresión se había usado como una polisemia, ya que significaba a la vez jurisdicción real y reunión de las tierras y reinos sujetos a la Corona. Pero a partir del siglo XV, en parte por la necesidad de los Trastámara de subrayar su legitimidad y continuidad, se acentuó su significado más dinástico[22].

La panoplia de lugares comunes, dentro de la cultura política catalana, de la presentación de los embajadores es demasiado precoz para ser considerada un primer aviso de resistencialismo particularista ante los reyes. Estamos en un proceso todavía de definición de lo que había de ser la Monarquía, aunque algunos cambios anunciaban el futuro. Ese mismo año se había producido un relevo en el Consejo de Estado que había expulsado a prácticamente todos los servidores borgoñones del emperador para sustituirlos por castellanos. Los diputados bien podían estar haciendo un ejercicio de autoafirmación, no en clave defensiva, sino de reivindicación del lugar de Cataluña en el conjunto de reinos y territorios de emperador[23].

La expresión defensió de la terra no debe leerse en sentido literal: no están hablando de la defensa armada del territorio, en realidad se refiere a la defensa constitucional de la res pública. El uso del término terra empezó en la Edad Media y formaba parte del lenguaje político cotidiano, formando binomio en muchas ocasiones con «cosa pública»: «profit de la terra et ben públic», y también la dicotomía con el poder real: «rei i terra»[24]. En el lenguaje de las cortes catalanas era de uso habitual[25] y durante la Guerra Civil de 1462-‍1472 se convirtieron en términos opuestos, al menos en relación con Juan II y su familia[26].

Así pues, hay una continuidad evidente de la cultura política medieval en el siglo XVI, usando incluso las mismas expresiones que durante la Guerra Civil formaron el arsenal dialéctico contra Juan II, aunque el cambio de contexto anulaba cualquier belicosidad, pero no su significado profundo de colectividad, unida por derechos y privilegios distintivos más que por características étnicas[27].

La continuidad ideológica con el siglo XV entra en la normalidad europea del momento: dinastía, jurisdicción y cuerpo político formaban parte de todos los discursos políticos que se habían enriquecido con la aportación del humanismo.

Ha habido un intenso debate sobre la presencia y la importancia del Renacimiento humanista en la Cataluña del siglo XVI. La razón ha sido el binomio época de los Austria-decadencia que no se refería tan solo a la situación política y económica, sino también a la cultural y lingüística[28]. En la actualidad se ha analizado el trabajo de los autores catalanes en campos como los estudios bíblicos, el pensamiento político, el arte, la ciencia, la filosofía y la literatura en lengua vulgar[29] para acabar afirmando la existencia de un humanismo catalán que obliga a rechazar el concepto de «decadencia» bajomedieval y moderna. Había que asumir su especificidad de clara influencia erasmista. Además, hay que destacar que durante la primera mitad del XVI se publicaron las obras más importantes de los humanistas del siglo XV que seguían inéditas: Paralipomenon de Joan Margarit y Crònica de Catalunya de Pere Miquel Carbonell, que no saldría de imprenta hasta 1547 y con el nombre cambiado a Crónica de Espanya.

No hubo en la primera mitad del siglo XVI, y de forma muy débil en la segunda, un conflicto lingüístico en Cataluña. Los humanistas, los teólogos, los juristas continuaron usando el latín como lengua de cultura mientras que el catalán continuó siendo la lengua de uso oral de toda la población. Una primera castellanización propiciada por los Trastámara no tiene avales suficientes para ser considerada y hay argumentos para desmentirla[30]. En el entorno real napolitano había literatos y poetas que usaban ambos idiomas[31], y solamente a partir de Fernando II el castellano tiene presencia relevante, aunque minoritaria, en la cancillería real.

Fuera del entorno cortesano y oficial, el catalán mantuvo a nivel escrito su preeminencia sobre el castellano hasta mediados de siglo: en la década de 1550-‍1559, la producción de libros en catalán fue del 47,5 % mientras que los publicados en castellano alcanzaron el 25 % y será a partir de 1560 cuando la tendencia de un giro definitivo y en la década siguiente se pase al 27,06 % y el 31,57 % respectivamente[32]. ¿Una muestra de decadencia cultural e identitaria? Según Albert Rossich, es necesario separar la vitalidad cultural de la estrictamente literaria en la que no hay obras que se acerquen siquiera a la calidad de las del siglo anterior y el hecho de que, además, la llegada de la imprenta y la introducción de la lógica del mercado en la edición de los libros acabó relegando la publicación en catalán a un papel secundario[33].

La historiografía catalana buscó acomodar el relato histórico a la nueva realidad de la Monarquía. Los embajadores de 1526, como los de diez años atrás, tenían bases intelectuales suficientes para reivindicar la identidad e importancia de su país.

En buena parte, la historia catalana del siglo XVI se construirá a partir de dos referentes: la obra de Pere Tomic y la de Pere Miquel Carbonell. La primera usaba a Jiménez de Rada, la crónica de San Juan de la Peña y las cuatro grandes crónicas. El manuscrito estaba acabado en 1438, y era una reivindicación de la nobleza catalana como verdadera protagonista de la historia y que asentaba la leyenda fundacional de Otger Cataló y los «Nou Barons de la Fama». Circulaban copias manuscritas, pero la primera impresión no se hizo hasta 1495, a la que siguieron la de 1519, coincidiendo con la presencia de Carlos I, y la de 1534 que añadía los reinados de Juan II y Fernando II[34]. La obra, a pesar de los añadidos del siglo XVI, es una obra de espíritu claramente medievalizante, que recogía acríticamente las leyendas bíblicas y medievales, pero sus listados de familias nobles continuaron haciéndola tremendamente útil en el siglo XVI. Además, la epístola de Martí d’Ivarra a Galcerà de Cardona en la edición de 1534 incluía una dedicatoria que recogía bien el pensamiento del momento:

E com las conquestas e historias dels clarissims Comtes de Barcelona (natural patria de vostra Senyoria) e dels altíssims Reys de Arago, antecessors del invicte Emperador dels Romans e Catholich Rey de Hespanya, don Carles, Cesar[35].

La clara distinción de los tres niveles —condado de Barcelona, Corona de Aragón, España— también está presente en la obra de Pere Miquel Carbonell, archivero real de Fernando II y al que se considera uno de los principales humanistas del tránsito del Cuatrocientos al Quinientos. Convivió con el ambiente neogoticista de los últimos Trastámara del que también participaron Joan Margarit o Jeroni Pau.

Su obra Cròniques d’Espanya era una lectura en la que se insistía en el papel protagonista de Cataluña en el conjunto de los reinos acumulados por Fernando II gracias al matrimonio con Isabel I de Castilla, y por ello el uso de «Espanya» y la reivindicación del origen gótico de los condes catalanes[36]. Criticó abiertamente a Tomic, rechazó la historia de Otger Cataló y la calificó de simple leyenda, clara influencia del método humanista, y sustituyó a la nobleza por la monarquía como protagonista de la historia. Eulàlia Duran ve también en este caso una intencionalidad política[37]. Carbonell empezó su texto en 1498 y hasta 1493 los condados del Rosellón y Cerdaña habían estado ocupados por Francia, que volverían a atacarlos en 1503. Por tanto, era preferible obviar cualquier vínculo con la casa real francesa, poner el acento en la continuidad gótica y proponer la etimología de «Gotolandia» como origen de «Catalunya», propuesta que ya había hecho en su día Joan Margarit.

Y no sería el último en reivindicar el uso del término «España» para las historias de Cataluña dentro del corriente humanista y goticista. En 1553 el canónigo barcelonés Francesc Tarafa[38] publicó en Amberes con dedicatoria al príncipe Felipe De Origine, Ac Rebus Gestis Regum Hispaniae Liber[39], que tuvo una deficiente traducción al castellano de Alonso de Santa Cruz en 1562 con el título de Chronica de España. E incluso a finales de siglo, cuando el ambiente cultural y político habían cambiado sensiblemente, Francesc Calça, en 1588, hablaba de: «Vuifredus gotus comes Barcionis»[40].

¿Qué había tras esta reivindicación goticista de España? Que para los catalanes el término era primigeniamente geográfico como lo había sido durante la Edad Media[41] parece fuera de toda duda. También era una reminiscencia del periodo romano, muy del gusto humanista, al usar el nombre de las antiguas provincias Hispania Citerior e Hispania Ulterior, lo cual conducía en ocasiones al uso del plural «las Españas» y que era paralelo a la recuperación de las fórmulas clásicas, como Britania, Galia o Germania. Por otro lado, el uso internacional y la identificación de la Monarquía y el rey como «Rey de España» espoleaban el interés catalán por visibilizarse en el conjunto[42].

Tales intentos terminaron en fracaso y los motivos son diversos. Por un lado, en Castilla la historiografía llevaba siglos de ventaja en ese empeño: «Los reyes de España entre los quales el principal e primero e mayor es el rey de Castilla e de León» era la conclusión en 1455 de Alfonso de Cartagena[43]. También habría que tener en cuenta que Cataluña tenía una dimensión mediterránea con vínculos e influencias con los reinos italianos que creaban una naturaleza diferente a la estrictamente española. Pero los elementos políticos debieron pesar mucho más; la debilidad del país y la ausencia de la corte real truncaron las escasas posibilidades de éxito: Carlos I abandonaría la Península el 1543 para no volver ya hasta su abdicación, y en el entorno de poder de Castilla se había asumido que la identificación de España se haría exclusivamente con Castilla, cosa que por otra parte debía estar presente ya en el entorno de Fernando II[44]. De nada sirvieron las peticiones de Carbonell a su rey ni las dedicatorias de Tarafa a Felipe II, habría que buscar nuevas vías para explicarse como país ante sí mismo y ante su rey.

CLASE DIRIGENTE Y EMPRESAS DE LA MONARQUÍA HISPÁNICA[Subir]

Hasta finales del siglo XX, fue un lugar común en la historiografía catalana que la nobleza y los grupos dirigentes apenas se implicaron en los asuntos de la Monarquía. Una mirada a los cargos virreinales e internacionales desde el reinado de Fernando II hasta Felipe II señala una disminución progresiva de la presencia, no solo catalana, sino de naturales de la Corona de Aragón.

En realidad, este tema siempre ha partido de dos premisas que debieran ser desterradas. La primera es suponer que había una posición política y una estrategia de grupo que, si era no unánime, sí debía ser muy mayoritaria en el estamento militar catalán. El trabajo de John Elliott A provincial aristocracy: the Catalan ruling class in the sixteenth and seventeenth centuries, de 1967, hizo una definición que fijó el marco interpretativo:

Con pocas excepciones, los nobles y caballeros catalanes no entraron al servicio de los reyes de España. Unos pocos sirvieron en el ejército español en Flandes y en Milán y uno o dos estudiaron en universidades castellanas[45].

Aferrada a los instrumentos de poder del país, instituciones y señoríos, la nobleza no tenía más horizonte político que mantener el poder y huir de la pobreza, para lo cual se había aliado desde la Baja Edad Media con los sectores oligárquicos urbanos, según el retrato que hizo el recientemente fallecido historiador británico.

De esta interpretación ha sido deudora la historiografía posterior[46] hasta que la acumulación de nuevos estudios ha permitido reformular la cuestión analizando desde prismas diferentes la trascendencia de las alianzas matrimoniales entre militares y ciudadanos y sus consecuencias sociales[47]:

La classe dirigent que emergia de Barcelona resultava, com sabem, d’una fusió entre la vella aristocràcia d’origen rural que ara culminava el seu procés d’urbanització, les velles oligarquies que s’integraven dins I’estament nobiliari i els nous grups professionals descendents d’estaments no privilegiats que també ascendien socialment[48].

Los ciudadanos con los que se producía la hibridación tenían una amplia experiencia en el gobierno urbano, y eso en Barcelona era decir el gobierno del país. Un primer paso había sido la creación de la matrícula de ciudadanos honrados de 1510, que había fusionado en un único grupo a los antiguos ciudadanos cono la pequeña nobleza urbanizada. A juzgar por su comportamiento a lo largo del siglo XVI[49], no parecía tener que lamentar la falta de capacidad, aunque durante la primera mitad del siglo sí su debilidad tras el fracaso de 1472. Además, las redes familiares y clientelares propiciaban que, a la práctica, fuera un único grupo el que gobernara tanto en Barcelona como en la Diputación del General y, por extensión, en las otras poblaciones importantes de Cataluña[50].

La alta nobleza prefirió mantener su vinculación a la Corona antes que a las instituciones regnícolas, a ejemplo de lo que habían hecho, con notable éxito, familias como los Cardona o los Requesens con los Trastámara en el siglo anterior[51]. La sucesión del ducado de Cardona pasó del matrimonio formado en 1516 entre Alfonso de Aragón, duque de Segorbe, con Joana de Cardona, heredera del ducado, al matrimonio de su heredera, Joana, con Diego Fernández de Córdoba, marqués de Comares que, por supuesto, nunca pudo comparar su peso político en Cataluña con el del abuelo de su esposa, el irascible Ferran Folc de Cardona.

Podríamos poner algún otro ejemplo, como el de los Cabrera absorbidos por los Enríquez, pero la cuestión esencial es que esta evolución fue, sin duda, una desnacionalización de la alta nobleza; aunque eso no quiere decir que hubiera una intención política detrás o que fuera planeada por los reyes. Si las instituciones del país se esforzaban en conseguir un reconocimiento dentro de la estructura de la nueva Monarquía, las familias nobles debían hacer lo mismo. Los Cardona, después del matrimonio de 1516 —no hay que olvidar que Alfonso era miembro de la familia real—, no tenían ninguna posible alianza matrimonial de su rango y su fortuna en toda la Corona de Aragón, y para otros casos, ascender de posición y patrimonio solamente era posible con alianzas castellanas en una primera fase de hibridación de las noblezas de los reinos de la Monarquía[52]. Pero su peso político se resintió cada vez más de su castellanización y su absentismo, lo que en ocasiones se intentó compensar usando una retórica y gestualidad que reforzara su catalanidad[53]. Juan de Zúñiga se hizo enterrar en el Palacio Real menor de Barcelona en 1547, igual que su hijo Lluís treinta años después, cuando su cadáver llegó de los Países Bajos, el mismo que en una audiencia con los diputados del General les dijo: «les coses del present Principat les tenia per pròpries y lo de que més se pressia és ésser nat en la present ciutatde Barchinona»[54].

La segunda premisa que revisar es la de la participación en las empresas exteriores de la Monarquía. Como hemos visto, según Elliott, la participación en los ejércitos reales fue escasa. Para Núria Sales, la implicación militar se dio únicamente en las empresas mediterráneas que afectaban a los intereses catalanes. Conocemos desde hace muy poco como se movilizó a catalanes en la guerra de las Alpujarras en 1569 y en la batalla de Lepanto de 1571 a través de la red clientelar de Luís de Requesens[55]. Mediante esa red, lucharon en la revuelta granadina un tercio de mil hombres reclutados por Antic Sarriera entre los que figuraban oficiales como Guillem Ramon de Malla, Lupià o Puig, cuyas acciones fueron ensalzadas en el Dietario del Consell de Cent de Barcelona, y otros como Joan de Guimerà, Joan de Setantí y como capitán de una de sus galeras, Alexandre Torrelles, un hombre de su máxima confianza[56].

En la batalla de Lepanto la presencia catalana fue más notable y en torno de Requesens se repiten algunos de los nombres que habían participado ya en la campaña alpujarreña y que después le acompañarían también a los Países Bajos. Pero hay que dejar claro que la de Requesens no era una facción catalana ya que los catalanes eran una parte minoritaria de la clientela de Requesens, que era mayoritariamente castellana[57]. Claro que en la batalla también estuvieron presentes otros militares que no tenían vínculo directo con él como Enric de Cardona, Joan de Cardona, Guillem de Santcliment y algunos otros que iban en otras galeras.

Y a pesar de eso, en los ecos que hubo en Cataluña de la batalla, sí que se singularizó la aportación catalana a la Armada de la Santa Alianza, como en el poema de Joan Pujol, que recogía el nombre de los principales militares catalanes y su valor:

Entre els seus va, [Joan de Cardona] ab esforç valeros/dient germans, vuy es nostra jornada/ qui vida pert per un’altran te guanyada/alt en lo cel, ab immortal repos/ teniu recort que contra destos cans/fassau tals fets, ab molt gran lahor vostra/ques puga dir, quen tal jorn sereu mostra/del gran valor dels nobles Cathalans[58].

La exaltación de la cristiandad y la presencia catalana están presentes por delante de la exaltación a la dinastía de los Austria, que curiosamente precede a la figura de Felipe II y de la Monarquía Hispánica[59].

A partir de 1575 empezaron a ejecutarse levas ordinarias en Cataluña como las que se hacían en los otros territorios de la Monarquía y con capitanes catalanes[60] y se convirtieron en periódicas a partir de 1587 y normalmente formaban compañías de 250 hombres[61]. El éxito de los reclutamientos, aunque no fueran de demasiados hombres y los capitanes fueran todos ellos nobles catalanes, son una buena prueba de que había sido la escasa base demográfica y no la desafección con la política exterior de la Monarquía la razón de la ausencia de tropas en la primera mitad del siglo.

FRONTERA, ORTODOXIA Y VIOLENCIA[Subir]

¿En qué momento tomaron conciencia los catalanes de que eran un país de frontera? Desde la Monarquía se constató la realidad fronteriza al menos a partir de 1525, cuando por primera vez se enviaron tropas alemanas a proteger el Rosellón. Hasta ese momento, para los dirigentes catalanes la frontera era, exclusivamente, los Condados del norte que presentaban, además, algunas especificidades institucionales (tenían un gobernador propio y hasta Carlos I, un Capitán General privativo). Desde la recuperación de los mismos que hizo Fernando el Católico en 1493, la defensa había recaído, básicamente, en los alcaides catalanes de las fortalezas y en compañías pagadas por las Cortes formadas por soldados y oficiales catalanes[62], aunque la incapacidad militar para defenderse de un ataque francés con sus propias fuerzas quedó claro en la guerra de Nápoles, cuando se enviaron tropas castellanas a la frontera[63] y fue reconocida por los gobernantes del país.

Las constantes guerras con Francia de Carlos I cambiaron la situación: la defensa pasaba ahora a ser un tema imperial y los intereses concretos de los nobles que habían cobrado por la defensa de la frontera y los de las instituciones quedaban en un segundo plano. Hubo un progresivo arrinconamiento de los primeros en las tareas defensivas y creció una administración militar ajena, formada por extranjeros y que, aunque debía cobrar de fondos castellanos, era soportada por la población, especialmente la del Rosellón, Cerdaña y Ampurdán. La evolución de esta situación llevaría a una actuación de las partes que se iría extremando a partir de su propia lógica. La presencia permanente de soldados crearía tres efectos perniciosos: la aparición de toda una estructura administrativa que le acompañaba —veedurías, pagadurías...— que se movían al margen de las leyes catalanas; la implantación de una lógica militarista, poco atenta —cuando no abiertamente hostil— a las peticiones y reivindicaciones del país en cuanto al respeto constitucional y la indemnidad económica, y el aumento de la presión económica por la mejora de las fortificaciones de Perpiñán, Barcelona o Rosas.

Por parte catalana, la desconfianza pasó a hostilidad. Los nobles tenían cada vez un campo de acción más reducido al ver como su preeminencia sobre el territorio era puesta en cuestión y como la defensa que Fernando II les había sabido vender como negocio se convertía ahora en un coste. La Diputación o las ciudades, caso de Perpiñán, encontraron en la nueva administración militar un duro competidor: no solo por el cúmulo de contrafacciones que se producían en el abuso de los alojamientos o las agresiones a civiles, sino también porque atacaba directamente a la jurisdicción de la primera en cuestiones económicas como el contrabando o en las judiciales; mientras que las poblaciones, además de tener que asumir crecidas guarniciones, tuvieron que ver como se cuestionaban sus atribuciones en defensa o fiscalidad.

Para que estas cosas dependientes de la guerra se hicieran como conviene al servicio de Su Magestad sería necesario tratarlas por términos sumarios y no atender a las constituciones de Cathaluña.

Así escribía el veedor de galeras Alonso de Rávago en 1543. He aquí bien resumida la lógica del problema. Y, por supuesto, estas opiniones eran conocidas en Cataluña. El 7 de junio de 1539 se produjo un alzamiento de la población de Perpiñán, atizada por la nobleza local y los cónsules, contra la guarnición castellana y el Capitán General del Rosellón, el navarro Francés de Beaumont. En las circunstancias descritas, ¿puede resultar sorprendente que uno de los gritos de la revuelta perpiñanesa del 7 de junio de 1539 fuera el de «Morin els castellans»?[64]

Algunas de las reacciones más decididas de los estamentos catalanes en las Cortes fueron consecuencia de las tensiones constitucionales que creaba la presencia militar en el país. En 1547 se aprobaron constituciones para limitar la jurisdicción de la Capitanía General que no fueron respetadas. En las de 1552 hubo la primera crisis grave con la presentación de agravios colectivos contra el Capitán General y sus oficiales por los alojamientos, las exacciones a la población civil, las extralimitaciones en la aplicación de la justicia militar o la confiscación de materiales para la fabricación de galeras en Barcelona y la fusión en una sola persona del Capitán General y el Lloctinent[65] que se repitieron en 1564 y 1585[66].

Desde 1570 Cataluña fue zona más militarizada de la Península por detrás de Granada. Y aunque el ejército estuviera concentrado en el norte del país, no hay duda de que una de las características de la Cataluña del Quinientos era la cotidianidad del hecho militar y la guerra con una participación, a pesar de todas las quejas, de una parte apreciable del estamento privilegiado que desmiente el modelo «braudeliano» de marginalidad y resentimiento que habían aplicado Joan Reglá[67] o John Elliott.

En el siglo XVI la frontera no solamente era política, sino también religiosa. «La mayor fuerza de estos Reynos son los Montes Pirineos, y si estos se dañasen con la herejía (...), considere Vuestra Majestad cuán dañoso sería». Este aviso de Cristóbal de Rojas y Sandoval, obispo de Córdoba, a raíz de su visita al Urgel en 1588, expresaba la necesidad de vigilar unas tierras sobre las que se cernía la amenaza hugonote[68]. La llegada masiva de inmigrantes occitanos gracias a la cual pudiera infiltrarse la herejía era un motivo de preocupación que se demostró infundado.

Cuando Fernando II implantó la Inquisición castellana en 1482, hubo una fuerte resistencia legal porque el nuevo tribunal colisionaba en diversos puntos con el orden constitucional, pero además de los argumentos legales, políticos y económicos también había de religiosos: no había judaizantes en Cataluña, y si alguno hubiera, sería perseguido por las autoridades existentes[69]. Más o menos lo mismo pasó con la expulsión de los judíos, ya que a finales del XV se consideraba que los pocos que quedaban no eran ninguna amenaza para una población que, por si hacía falta recordarlo, había sido de las menos afectadas por la presencia musulmana y presumía de su cristianismo viejo y ortodoxo.

Y se repitió nuevamente con la expulsión de los moriscos en 1609. Su escaso número —apenas unos cinco mil—, concentrados en zonas muy específicas de la Cataluña occidental y la zona del Ebro, provocó división de opiniones, ya que en las poblaciones donde eran minoría se defendía su integración y que se quedaran, mientras que en los pueblos donde eran mayoría se pedía su expulsión. De aquí la aparente contradicción del obispado de Tortosa, que favorecía la expulsión de los moriscos de las tierras valencianas de su diócesis, pero no de las catalanas[70].

Los estudios sobre los usos religiosos catalanes del siglo XVI reflejan una realidad que no coincide con la visión oficial. Con matices y grados diversos, la historiografía dibuja una religiosidad injertada de supersticiones, falta de disciplina y escasamente liderados por sacerdotes mal preparados en comunidades que a través de la costumbre fijaban los comportamientos y creencias de sus miembros[71].

La segunda mitad del siglo fue un periodo de transición en el que se implementaron las disposiciones tridentinas con un éxito discutible: se consolidaron las cofradías medievales con nuevas devociones como la del Rosario (Roser) —nacida de la victoria de Lepanto— o San Isidro; pero el esfuerzo más importante fue la reforma de la jerarquía empezando por los propios obispos.

Durante el reinado de Felipe II, los nombramientos en las diócesis se hicieron con el objetivo de eliminar el absentismo episcopal. Gracias a ello, una generación de obispos reformistas, como los Caçador en Barcelona[72], intentaron mejorar la formación de los sacerdotes, el uso del culto y los sacramentos e, incluso, la regulación del catalán en los sermones[73], a pesar de lo cual llegado el siglo XVII no se notaba ningún avance notable en la mejora de la situación eclesiástica.

¿Y se puede hablar de ortodoxia religiosa sin mencionar la Inquisición? ¿Fue un instrumento de castellanización? Jordi Ventura consideró que al forzar la huida de miembros de la burguesía de origen hebreo privó de autores y lectores en catalán, además de que la mayoría de los inquisidores eran castellanoparlantes que condicionaban la actitud lingüística ante el Tribunal o sus censuras[74]. Como ya se ha mencionado, hubo una fuerte resistencia basada en argumentos legales que no se resolvió en todo el siglo. Tanto en las Cortes de 1519[75] como en las de 1585[76], los brazos exigieron a la Monarquía una limitación de sus miembros y sus funciones. Hubo siempre una mala relación que se reflejaba en la ausencia de los diputados o los consellers de Barcelona en los Actos de Fe, escasos, que tenían lugar[77]. La beligerancia de las autoridades catalanas explicaría que fuera el de Barcelona el tribunal menos activo de la Península[78].

Uno de los elementos más característicos de la Cataluña de los Austria también tenía relación con la frontera y el control religioso: el bandolerismo. No es extraño, puesto que un fenómeno tan poliédrico y generalizado afectaba muchos ámbitos de la sociedad. Durante toda la segunda mitad del siglo, la identificación entre bandoleros, occitanos y hugonotes es constante: «De las quatro partes de los bandoleros que perturban la paz pública de este Principado, las tres son de gascones y gente fronteriza de Francia»[79]. Tal identificación y la de que los hugonotes formaban parte de las cuadrillas de bandoleros catalanes fue desmentida ya hace años por los estudios de Xavier Torres y Lluís Obiols[80].

Una de las razones del carácter belicoso del país se pensaba que enlazaba con la tradición histórica. Durante la Edad Media se había ensalzado su capacidad guerrera en los diversos teatros bélicos del Mediterráneo, de Mallorca a Grecia, recogidos en las crónicas o en los Anales de la Corona de Aragón de Zurita[81], además del precedente de la guerra civil de 1462-‍1472.

La insistencia de los virreyes y otros oficiales del rey en denunciar que el sistema legal favorecía la impunidad de los violentos era sistemática y constante. Decía por su parte Juan de Acuña en 1540:

Yo he platicado con el governador y con otros principales desta tierra en el remedio desto y según las cosas que me alegan de libertades que tienen los lugares de caballeros y de poder vandolear [sic], parésçeme que claramente entiendo que todos estos ladrones que andan tienen quien los favorezca[82],

Violencia innata, ese parecía ser el diagnóstico de la mayoría de los que hablaron sobre el carácter de los naturales:

Són així mateix los Cathalans en la yra y colera forts y durables: si prenen un home de tema, apenas després y ha rey que li tingan bona voluntat y quels acontente. De hont se segueyx que en los odis son tenaces, y alguns són venjatius, y per çò antiguament y havia tant desafius y bandols, odis y rancors en Cathaluña[83]

De ahí la división en bandos del país

… que hasta los clérigos en sus yglesias y los frayles y las monjas en sus monesterios [sic] tienen y muestran tanta pasión y pasan cosas tan rrezias faboreciendo cada uno la opinión y parcialidad que tiene[84].

De «exacerbación pasional» habló Joan Reglà[85]; de «sociedad desordenada», John Elliott[86]. Hay que recordar que en Cataluña la guerra privada era legal para la nobleza y que la obligación de venganza como forma de limpiar el honor estaba reconocido por el conjunto de la sociedad. La lucha de bandos era una forma de canalizar y ordenar la violencia hasta que la formación de grupos armados y numerosos al servicio —y bajo la protección— de los señores la alteró hasta deformarla y de ahí la principal limitación en la lucha contra los bandoleros: se reprimía al forajido, pero no a los nobles a los que servían.

NUEVOS TIEMPOS, NUEVAS PROPUESTAS[Subir]

Tras això tenen altra cosa pitjor [los castellanos], y és que volen ser tan absoluts y tenen les coses pròpries en tant y les estranyes en tan poch, que par que són ells venguts a soles del cel y que lo resto dels hòmens és lo que és eixit de la terra[87].

El reinado de Felipe II representaria el progresivo surgimiento del concepto político-nacional de España con un conjunto de valores definidos (religiosidad, militarismo...) frente al concepto meramente geográfico o territorial de España de los años anteriores[88].

Així, coincidint amb l’època de la «raó d’estat», un autèntic exèrcit de teòrics castellano-cortesans i espanyols en general, s’esforçarà per dotar d’una identitat i una definició política a aquell «imperi particular»[89].

Cristòfol Despuig terminó su obra en 1557. Las otras dos citas son de dos historiadores actuales que desde opciones historiográficas claramente alejadas llegan a la misma conclusión: durante el reinado de Felipe II empezó un proceso de construcción de una España identificada con Castilla que fue claramente percibido como tal por los súbditos no castellanos del rey. Se certificaba, pues, el fracaso del planteamiento que proponía una Monarquía entre iguales y empezaba un cambio en el cual «lo castellano» pasaría a formar parte de la contraidentidad catalana.

La historiografía reivindicó la leyenda de Otger Cataló, se amplió la época franca con la popularización de los mitos medievales del conde Wifredo el Velloso y el origen del escudo condal de las cuatro barras[90]. La historia del enfrentamiento que hubo entre Fernando I y el conseller de Barcelona Joan Fiveller cuando este le reclamó el pago de los derechos de la ciudad se asienta con un claro tinte antimonárquico en la obra de Pere Joan Comes en el último tercio del siglo XVI[91]. Y el mismo aroma desprende la leyenda de Carlos de Viana, envenado a instancias de Juana Enríquez: reina y castellana que quería sentar a su hijo Fernando en el trono y por ello acabó en el infierno. Y todavía se añadió un nuevo capítulo, la del alma del infortunado príncipe vagando por las calles de Barcelona pidiendo justicia[92].

Desde mediados de siglo, la recuperación económica catalana era un hecho[93], lo cual supuso un aumento importante de los ingresos tanto del Consell de Cent como de la Generalitat[94], aunque no de la Corona. Se enterraron definitivamente las secuelas de la guerra civil y la posguerra: la nueva prosperidad y los cambios ideológicos abrían un mundo nuevo. No solo se trataba de un proceso de crecimiento económico, también de cambio estructural. Se agudizó la polarización con la diferenciación social del campesinado que empezó a dar muestras de malestar ante la actitud señorial en el cobro de las cargas feudales[95]. Cambios también entre los mercaderes, que volvieron a surcar las aguas mediterráneas, no solo hacia el tradicional oriente, sino también, y cada vez más, hacia Andalucía como puerta al mundo americano. Además, la nueva capital, Madrid, se convirtió en un centro de atracción para hombres de negocios que llevaban ya tiempo pululando por las ferias castellanas[96].

Cuando el sedentario Felipe II asentó su Gobierno en Madrid, aumentó la distancia política mucho más que la geográfica. Si el errante Carlos I estuvo en Cataluña oficialmente cinco veces y sumó más o menos dos años de estancia, su hijo ya rey estuvo solamente dos. El primero convocó siete cortes; el segundo, solamente dos.

Durante la segunda mitad del siglo se puso en crisis el tradicional equilibrio medieval entre la soberanía real y la comunidad política. La Monarquía cada vez soportaba peor la autonomía de las instituciones estamentales que sentían lo mismo por lo que se consideraban crecientes intervenciones reales[97]. El absentismo real reforzó la posición de los estamentos, ya que la falta de cortes precarizaba la legitimidad de la Diputación porque, si estos no podían ejercer su papel fiscalizador en su espacio natural, las Cortes, lo acabarían haciendo mediante Juntas de Brazos, que se acabarían reivindicando como un embrión de parlamento ante el cual deberían responder los diputados[98].

En cuanto a la relación con la Corona, la propuesta que se hizo en las Cortes de 1564 y 1585 de fundar un Tribunal de Contrafacciones suponía una enmienda profunda al sistema heredado de Fernando II. En la famosa «Constitució de l’Observança» de 1481, se había acordado de que las presuntas ilegalidades del rey y sus oficiales serían juzgadas por la Real Audiencia. A lo largo del siglo XVI, fue visto más como un instrumento al servicio de la política real. Por tanto, la petición de crear un nuevo Tribunal para juzgar las inconstitucionalidades del Rey eran una clara muestra de la creciente desconfianza hacia las instituciones reales que jamás aceptó tal iniciativa consciente de sus consecuencias.

La Diputación del General fue asumiendo un papel de encarnación del país. Términos como «cabeza», «nervio» o «corazón» de Cataluña son usados para autodefinirse e incluso aparece el problema del traspaso de fidelidades y obediencias del rey al país representado por sus instituciones. En 1591, en paralelo a las alteraciones aragonesas, a punto estuvo de romperse también la relación entre el rey Felipe II y la Diputación del General. El motivo era la acumulación de enfrentamientos que se venían produciendo desde las Cortes de 1585. Uno de los elementos principales fue la denuncia de los diputados en que acusaban al protonotario real de haber adulterado la redacción de la legislación aprobada en las últimas Cortes de Monzón y el crecimiento de la influencia de las Juntas de Brazos, un organismo consultivo de los diputados que se había aprobado justamente en aquellas Cortes y que se había convertido en un auténtico mecanismo de control de la política de la Diputación favorable al enfrentamiento con la Monarquía. Así que, cuando el Consell de Cent propuso al virrey la creación de un órgano paritario para tratar de las diferencias entre la administración real y la Diputación, este se negó a negociar

… que ere cosa se sol fer entre iguals y no entre superiors com és sa magestat y sos vassalls, y que en assò se tracte de llevar Ia corona del cap a sa magestat y sa auctoritat y regalia o de conservar aquella[99].

Esta evolución condujo a una crisis entre 1587 y 1593 que terminó con una victoria parcial de la Corona pero que abrió una brecha que ya no sería posible cerrar. Y en este sentido, las Cortes de 1599 tuvieron mucho de espejismo. A pesar de la generosidad del servicio de los estamentos, a la altura de la del duque de Lerma y Felipe III en la donación de títulos y privilegios, se volvió a plantear ¡por tercera vez! la creación de un Tribunal de Contrafacciones con similar resultado. Las Cortes no fueron un punto y aparte, sino una etapa más en el proceso de desencuentro entre el pactismo resurgido y un poder monárquico expansivo[100].

CONCLUSIÓN[Subir]

Durante la segunda mitad del siglo se difuminan hasta prácticamente desaparecer los vínculos de la Corona de Aragón. Ya hemos visto como en los primeros años del reinado del Emperador hubo referencias a su existencia y las convocatorias de Cortes en Monzón permitieron la relación personal de los políticos de los tres territorios y una cierta coordinación en peticiones al monarca. En 1564 catalanes y aragoneses pidieron conjuntamente la unificación de los Consejos de Aragón e Italia[101] y en las de 1585 pidieron que el juramento del heredero incluyera entre los reinos de la Corona a Sicilia y Nápoles[102].

También se ha apuntado a una política real que deliberadamente actuó contra su cohesión. Y no solamente se dejan de convocar Cortes en Monzón, sino que Felipe II fue anulando los elementos de unidad también en el exterior. La creación del Consejo de Italia, al que ya se ha hecho referencia, sería la primera muestra palpable, y en 1579 la iglesia de Montserrat de Roma —que era la de todos los súbditos de la Corona de Aragón— es obligada a fusionarse con la de Santiago, que era la de los castellanos, y se funda la cofradía de la Santísima Resurrección como única para todos los españoles[103].

Esta lectura peca, a mi juicio, de falta de perspectiva histórica. ¿Acaso hubo durante la Edad Media una trayectoria, o un simple proyecto, unitaria en sentido nacional o estatal de la Corona de Aragón? Su origen fueron dos territorios de naturaleza tan diversa como Cataluña y Aragón, y la falta de voluntad unitaria de los reyes tras la conquista de Mallorca y Valencia puso en vía muerta, o por mejor decir, en la vía únicamente dinástica, la posible integración de identidades[104], que contrasta con el sentimiento de los habitantes de los territorios de habla catalana, donde se mantuvo durante la Baja Edad Media un sentimiento comunitario que en el caso mallorquín llegó hasta el siglo XVII. «Tots som catalans e havem fama per tot lo món de ésser lleials vassals al nostron rey»[105].

Normalmente se ha apuntado a la falta de capacidad política y financiera de la monarquía frente a las instituciones de cada reino como la razón fundamental, y se ha señalado el periodo de la guerra entre los dos Pedros como el punto crucial que marcó la frustración de cualquier intento unitario al crearse sendos sistemas fiscales independientes sin ningún control de la Corona[106]. Y aunque los catalanes mantuvieron hasta el reinado de Carlos I la referencia de la Corona de Aragón, Fernando II parecía haber abandonado cualquier objetivo al respecto. La Monarquía Hispánica castellanizada iba a ser un instrumento mucho más eficaz en el proceso de integración de los territorios.

Y no he querido en esta consideración hacer división alguna de España, porque es para mi cosa certíssima y indubitable, que el derecho y verdadero señorío de toda ella siempre estuvo y se continuo en los reyes de León y de Castilla, sucesores legítimos del Rey don Pelayo[107].

Los catalanes del siglo XVI tenían identidades múltiples[108] —cristianos, catalanes, súbditos del rey, españoles…— en un proceso de continuidad con la Edad Media que tuvo que hacer frente al reto de integrar una realidad nueva como era la de la Monarquía Hispánica, que nunca se había teorizado desde Cataluña y en el que los catalanes empezaron creyendo que era de asociación horizontal para acabar sintiendo que era de absorción desde Castilla.

La explicación histórica no deja de ser una aproximación simplificada al pasado. Insistamos en la complejidad: la sociedad catalana tenía todas las características de una nación en los términos del siglo XVI, pero la existencia de una identidad común no debe ocultar la existencia de opciones políticas e ideológicas en su seno. La noble Estefanía de Requesens en 1533 maldijo a los representantes de Barcelona por oponerse al emperador en las Cortes[109], y Joan de Granollachs pagó con el exilio su resistencia al autoritarismo de Felipe II en 1591.

Paradójicamente, la falta secular de integración de la Corona de Aragón reforzó la identidad propia de cada territorio a expensas de la solidaridad entre las partes y de una posible construcción nacional en torno a ella, posibilidad ya desaparecida en el siglo XVI.

Notas[Subir]

[1]

Carta de los diputados del General de Cataluña a los diputados de Aragón, Barcelona, 30 de enero de 1516, Arxiu de la Corona d’Aragó, Barcelona (ACA), Generalitat, Serie General (N), vol. 734, f. 98v.

[2]

‍ARGENSOLA, 2013, vol. II: 261. El documento original que estaba en latín no se ha conservado y Argensola recoge una traducción al castellano del documento, que es la que se ha usado.

[3]

‍RYDER, 2021.

[4]

Por supuesto, nos estamos refiriendo a lo que Vicens Vives llamó «el redreç» en su trabajo de 1937, ‍VICENS VIVES, 2010. Una visión actualizada ‍BELENGUER CEBRIÀ, 1999. Y una interpretación muy crítica con las ideas de Vicens y el Gobierno del Rey Católico, en ‍SERRA I PUIG, 2010b: 135-‍160.

[5]

Carta dels consellers de Barcelona a Fernando II, Barcelona 20 de junio de 1514, Arxiu Històric de la Ciutat de Barcelona, Barcelona (AHCB), Consell de Cent, 1B-VI34, f. 133.

[6]

‍CASALS, 2017, 43: 28.

[7]

Las primeras Cortes de Carlos I han sido, posiblemente, las más estudiadas de toda la época moderna. ‍DE CASANOVA Y TODOLÍ, 1980: 243-‍276. ‍DURAN, 1982: 129-‍142. ‍GARCÍA CÁRCEL, 1975, vol. 1: 239-‍256. ‍CASALS, 2000: 55-‍92. ‍TOLDRÁ PARÉS, 2008: 263-‍282.

[8]

‍PÉREZ SAMPER, 1988: 439-‍448.

[9]

‍CASALS, 2000: 62-‍66.

[10]

La aportación más reciente sobre la reunión en la catedral de Barcelona, en ‍MOLAS RIBALTA, 2019.

[11]

‍ANGHIERA, 1956, vol XI: 367-‍368.

[12]

Proposición real, Monzón, 31 de mayo de 1528, ACA, Generalitat, Serie general (N), 1010, 1, f. 26.

[13]

Aunque no sea el tema del artículo, la mayor parte de la historiografía, desde Pierre Vilar, asume que se produjo una crisis durante la década de 1530 con una disminución del comercio catalán con Italia y con un empeoramiento en la relación política, especialmente entre Carlos I y Barcelona. ‍VILAR, 1986, vol. II. ‍CASALS, 2000. ‍JUNQUERAS I VIES, 2008: 312-‍331.

[14]

Carlos I al marqués de Llombai, Toledo, 26 de junio de 1539, ACA, Cancillería, 3899, f. 150r. El documento completo ff. 150r-159r.

[15]

‍CASALS MARTÍNEZ, 1993: 67-‍74.

[16]

‍MARTÍNEZ MILLÁN, 2000, vol. 3, tomo 4: 105.

[17]

‍JUNQUERAS I VIES, 2003, vol. II: 56-‍57.

[18]

Deliberacions del Consistori, Barcelona, 28 de febrero de 1526, ACA, Generalitat, Serie general (N), 124, s/f.

[19]

Memorial de los diputados para los síndicos Bernat de Monrodon y Bernat Vilana, Barcelona, 8 de abril de 1526, ACA, Generalitat, Serie general (N), 745, fol. 184v.

[20]

Aunque hay una extensa bibliografía sobre el dinasticismo como elemento central del discurso de los historiadores medievales catalanes, puede verse ‍RENEDO I PUIG, 2016: 19-‍46, para su proyección en la época moderna: ‍RUBIÉS I MIRABET, 1999: 207-‍235.

[21]

«E pot fer compte que ell [Alfonso III de Cataluña] és rei d’Aragó e de València e de Sardenya e de Còrsega e de Mallorca e de Sicília, que si ell se vol, així és lo regne de Mallorca a son manament». ‍MUNTANER, 2011: 492.

[22]

‍SABATÉ, 2018: 763-‍777.

[23]

‍ARRIETA ALBERDI, 2004: 303-‍326.

[24]

‍SABATÉ CURULL, 2009: 245-‍278.

[25]

‍OLEART I PIQUET, 1995: 593-‍616.

[26]

‍MUXELLA PRAT, 2013.

[27]

‍TORRES I SANS, 2003: 52.

[28]

‍NADAL I FERRERAS, 1979. ‍SALES, 1994.

[29]

Sería inacabable la lista de obras y autores. Además de las múltiples referencias que se encuentran en el artículo citado de Lola Badia, pueden verse dentro de una visión general, ‍GABRIEL, 1994. ‍BATLLORI, 1995. ‍CIFUENTES, 2002. ‍DURAN, 2004.

[30]

‍TURRÓ I TORRENT, 2001: 97-‍124.

[31]

‍SABATÉ, 2016: 97. La mayor prueba de la presencia del catalán en el entorno cortesano del rey Alfonso sería que Curial e Güelfa, una de las obras cumbres de la literatura catalana, fue escrita por un caballero toledano del entorno real, Íñigo de Ávalos, en ‍SOLER MOLINA, 2018. En defensa de la idea de que el cambio dinástico fue un vehículo de castellanización, en ‍SEGARRA, 1997: 167-‍191.

[32]

‍PEÑA DÍAZ, 1996: 288.

[33]

«En tot cas, decadència no és igual que castellanització. Això no vol pas dir que la castellanització no tingués uns efectes adversos per a la vida cultural dels països catalans». ‍ROSSICH, 1997: 132.

[34]

‍TOMIC, 2009.

[35]

TOMIC‍, 1990: V-VI.

[36]

‍CARBONELL, 1997.

[37]

‍DURAN, 2004: 63-‍78.

[38]

‍CASALS, 2000: 11-‍15.

[39]

‍TARAFA, 1553.

[40]

Citado en ‍DURAN GRAU, 2001: 49.

[41]

Para el termino España en la época medieval: ‍SABATÉ, 1998: 375-‍390.

[42]

‍DURAN, 2004: 139-‍141.

[43]

Citado en ‍MONSALVO ANTÓN, 2011: 64.

[44]

‍SERRAHIMA I BALIUS, 2014: 29-‍57.

[45]

‍ELLIOTT, 1990: 116. Hemos usado esta traducción del trabajo de 1967.

[46]

‍PALOS, 1994.

[47]

‍FARGAS PEÑARROCHA, 1997.

[48]

‍FARGAS PEÑARROCHA, 1996: 205.

[49]

‍AMELANG, 1986.

[50]

‍SIMON, 2008: 30.

[51]

‍MOLAS I RIBALTA, 2004.

[52]

‍MOLAS RIBALTA, 1997: 41-‍52.

[53]

‍MOLAS RIBALTA, 2001: 27-‍44.

[54]

‍SANS I TRAVÉ, 1994, vol. II: 29.

[55]

‍JURADO RIBA, 2021.

[56]

‍JURADO RIBA, 2021: 156-‍173.

[57]

‍JURADO RIBA, 2021: 239-‍253.

[58]

‍PUJOL, 1574: 40v.

[59]

‍PUJOL, 2019.

[60]

‍PÉREZ LATRE, 2004: 88.

[61]

‍CARRIÓ ARUMÍ, 2008: 155-‍159.

[62]

‍CASALS, 1994.

[63]

‍LADERO QUESADA, 2010.

[64]

‍CASALS, 2004.

[65]

‍BUYREU, 2005: 117-‍124.

[66]

‍SERRA I PUIG, 1999, vol. 4: 159-‍190; ‍PÉREZ LATRE, 2004: 99-‍101.

[67]

‍REGLÁ, 1956: 6-‍10.

[68]

Citado en: ‍FERNÁNDEZ TERRICABRAS, 2011: 232.

[69]

‍VICENS VIVES, 2010. ‍BADA, 1992. ‍FORT I COGUL, 1973. El tema de la expulsión de los judíos apenas ha llamado la atención de la historiografía en Cataluña ‍BADA, 2009: 51-‍68.

[70]

‍SERRA I PUIG, 2010a: 103-‍140.

[71]

Sobre la situación religiosa puede verse una obra que fue polémica en su día: ‍KAMEN, 1998. Más matizada, este estudio se basa en el estudio sistemático de visitas pastorales, ‍SOLÀ COLOMER, 2008. Sobre la importancia de la comunidad, ‍XAM-MAR, 2015.

[72]

‍BADA, 1970.

[73]

‍FERNÁNDEZ TERRICABRAS, 2008: 431-‍451.

[74]

‍VENTURA, 1979-‍80.

[75]

‍CASALS, 2000: 84-‍88.

[76]

‍SERRA, 2003.

[77]

‍MONTER: 1992.

[78]

Hay que recordar que Cataluña estaba dividida entre el tribunal de Barcelona, el de Zaragoza, que se ocupaba la diócesis de Lérida, y el de Valencia que asumía el obispado de Tortosa y que no disponemos de estudios de conjunto para todo el país.

[79]

‍FERNÁNDEZ TERRICABRAS, 2011: 232-‍233.

[80]

‍TORRES I SANS, 1991. ‍OBIOLS PERARNAU, 2012.

[81]

‍GARCIA CÁRCEL, 1985, vol. I: 67-‍70.

[82]

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