Resumen

A partir de la producción historiográfica especializada de las últimas décadas, en el artículo se ofrecerá una exposición sintética sobre el origen y la consolidación de la identidad colectiva de los catalanes entre el siglo XII y los albores del XVI, examinando la evolución histórica de sus variantes, es decir, tanto de la catalanidad que se circunscribía estrictamente a los cristianos naturales de Cataluña, como de la catalanidad que englobaba a todos los cristianos catalanófonos, siendo la gran mayoría de ellos naturales del principado de Cataluña y de los reinos de Valencia y de Mallorca con sus islas adyacentes, sin olvidar aquella otra catalanidad nominal que podía abarcar a todos los súbditos de la Corona de Aragón. Además, se analizan los principales rasgos lingüísticos, religiosos, políticos, jurídicos e institucionales, así como de alteridad con otros colectivos, de la identidad catalana de la época, determinando la influencia de estos factores en las diferentes modalidades de catalanidad.

Palabras clave: identidad; Cataluña; Corona de Aragón; Edad Media; catalanidad; nación.

Abstract

Drawing on the specialized historiographical production of recent decades, the article will offer a synthetic exposition on the origin and consolidation of the collective identity of the Catalans between the twelfth century and the beginning of the sixteenth. The study will examine the historical evolution of its variants, that is, both of the Catalanity that was strictly limited to the native Christians of Catalonia, and of the Catalanity that encompassed all Catalan-speaking Christians, the vast majority of them natives of the Principality of Catalonia and the kingdoms of Valencia and Mallorca with their adjacent islands, not forgetting other nominal Catalanity that could include all the subjects of the Crown of Aragon. In addition, the main linguistic, religious, political, legal and institutional features of the medieval Catalan identity are analysed, as well as alterity with other groups, determining its influence on the different modalities of Catalanity.

Keywords: identity; Catalonia; Crown of Aragon; Middle Ages; Catalanity; nation.

Recibido / Received: 04/07/2022; Aceptado / Accepted: 08/08/2023; Publicado en línea / Published online: 05/04/2024

Cómo citar este artículo / Citation: Palomo Reina, Cristian, «Génesis y consolidación de la identidad catalana medieval», Hispania, 83/275 (Madrid, 2023): e056. https://doi.org/10.3989/hispania.2023.056

Fuente de financiación / Funding sources: Este trabajo se ha realizado en el marco del proyecto «Redes de información y fidelidad (REDIF): los mediadores territoriales en la construcción global de la Monarquía de España (1500-‍1700)», referencia PID2019-110858GA-I00, financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación del Gobierno de España.

El presente artículo se enmarca en la historia de las macro-identidades colectivas de los pueblos cristianos de la península Ibérica bajomedieval; en este caso, en las de los súbditos ibéricos y baleares de los reinos y del principado de la Corona de Aragón. Un ámbito del conocimiento que, encontrándose actualmente en auge historiográfico[1], tiene por meta determinar cuáles fueron dichas identidades, analizando tanto los rasgos que las caracterizaron como los conceptos que se utilizaron para plasmarlas. Concretamente, el objetivo de este trabajo es ofrecer una panorámica general y compendiosa de una de esas macro-identidades, la identidad colectiva catalana medieval, a partir de los estudios especializados de autores que han focalizado su investigación en los habitantes de la Cataluña del medievo[2], tales como Thomas N. Bisson[3], Josep Maria Salrach[4], Michel Zimmermann[5], Aquilino Iglesia[6], Flocel Sabaté[7], Stefano M. Cingolani[8] y Cristian Palomo[9]; como también de aquellos otros autores que centrando sus trabajos en la identidad de los monarcas, de los pueblos catalanófonos o de los pueblos que estuvieron bajola soberanía de la Corona de Aragón bajomedieval, han contribuido al conocimiento de la identidad catalana coetánea, destacando las obras de Antoni Ferrando[10], Luis González Antón[11], José Ángel Sesma[12], Jesús Lalinde[13], Enric Guinot[14], Antoni Mas[15], Vicent Baydal[16], Agustín Rubio[17], Pau Viciano[18], Josep Moran y Joan Anton Rabella[19], Ferran Garcia-Oliver[20], Javier Fajardo[21], Vicente Lledó-Guillem[22], Guillermo Tomás[23] o los ya citados Cingolani, Sabaté y Palomo[24].

El análisis se llevará a cabo partiendo de la explicación de los diferentes tipos de catalanidad que existieron entre los siglos XII y XVI, cuando el gentilicio «catalán» y la expresión «nación catalana» eran notablemente polisémicos. Una vez expuestas las diferentes catalanidades que conformaban la identidad colectiva catalana, procederemos a tratar las principales características de la misma, como eran la lengua catalana, el cristianismo católico, la fidelidad y lealtad al príncipe natural, el derecho y las instituciones representantes del principado de Cataluña y, por descontado, las alteridades y enemistades con otros pueblos y/o colectivos.

Antes de comenzar propiamente con la exposición, hay que advertir sobre algunas limitaciones de esta materia. Ya de entrada precisamos que, a pesar de la cada vez mayor producción científica y académica, los conocimientos sobre las identidades de los pueblos de la Corona de Aragón son incipientes. Queda un amplio terreno por recorrer, múltiples consensos por alcanzar y muchas cuestiones por resolver, requiriéndose más estudios monográficos sobre cada una de dichas identidades, sus modalidades y su semántica, sus cronologías, así como en relación con las imbricaciones entre dichas identidades y las visiones externas que las tratan como alteridad, revisitando y profundizando las fuentes editadas y aportando nueva documentación de archivo.

Asimismo, más allá de reiterar que nuestra exposición sobre un tema tan complejo y poliédrico será sumaria e indicadora de tendencias y líneas maestras, aclaramos que, por restricción de espacio, igual que no versaremos sobre las micro-identidades familiares, profesionales, locales y señoriales de los catalanes bajomedievales, tampoco abordaremos otras macro-identidades de las que estos participaban, como por ejemplo, la hispanidad en relación con el marco geográfico e histórico peninsular[25], o la cristiandad latina en tanto que vínculo que unía a los catalanes con la extensa nómina de pueblos que también compartían la fe cristiana católica y con la propia la Iglesia romana como ente geopolítico y cabeza religiosa de dicha cristiandad.

Finalmente, debemos indicar que la identidad colectiva medieval que nos disponemos a analizar corresponde principalmente a la élite social, constituida por monarcas, nobles, prelados, patriciado urbano, caballeros, mercaderes, juristas y eruditos. Esto es así, dado que fueron ellos los generadores de casi toda la documentación conservada y que, para reforzar su posición y sus cotas de poder, por lo general, también eran ellos quienes, con la meta de lograr la adhesión y el soporte de amplios sectores sociales, ideaban y difundían las macro-identidades, constructos ideológicos y discursivos repletos de referencias sentimentales a personas, hechos, lugares y símbolos con los que la colectividad se identificaba o era susceptible a identificarse[26]. A raíz del papel determinante de las cúpulas sociales en cuanto al hecho macro-identitario, no se debe concluir, como se ha hecho desde algunas tradiciones historiográficas, que el pueblo llano del bajo medievo no participaba de las mentadas identidades. La identificación de gran parte de la población con las mismas se ha podido acreditar documentalmente, ya sea de manera indirecta, o sea, a través de lo que las élites percibían y querían explicar de los menestrales y campesinos, o de manera más directa, mediante testimonios de gente humilde en la documentación judicial o corporativa, gremial y sindical de campesinos, pescadores, artesanos, obreros, etc., especialmente en periodos deguerra y graves alteraciones sociales[27], aunque huelga decir que la relación entre dichas macro-identidades y los estratos subordinados de la sociedad es una materia que requiere de más investigación y desarrollo historiográfico.

LAS CATALANIDADES BAJOMEDIEVALES[Subir]

Cuando en 1444 el obispo de Valencia y oriundo del reino homónimo, Alfonso de Borja, fue nombrado cardenal, los itálicos se refirieron a él indistintamente como cardenal de Aragón o «monsignor di Valenza, de nathion cathelano»[28]. Más tarde, en 1455, al entronizarse dicho cardenal como vicario de Cristo bajo el nombre de Calixto III, sus opositores, viendo como los cargos de la administración pontificia eran ocupados por la parentela del nuevo Santo Padre y por otros súbditos ibérico-baleares de la Corona de Aragón, se lamentaron con expresiones como: «O Dio, la Chiesa Romana in mani dei Catalani!»[29] Mientras que una alta personalidad de la curia romana atribuyó al propio papa Borja las siguientes palabras, a modo de congratulación por su elevación al solio pontifical:

Magna profecto est gloria nationis catalanae diebus nostris: Papa catalanus, Rex Aragonum et Sicilia catalanus, vicecancellarius, catalanus, capitaneus ecclesiae, catalanus[30].

Sabiendo que la mayoría de estos catalanes, empezando por Calixto III, eran valencianos, y que el rey de Aragón y Sicilia era Alfonso el Magnánimo, un monarca de progenitores castellanos y nacido y criado en Castilla, queda claro que la identidad catalana bajomedieval trascendía el mero hecho de ser natural de Cataluña y requiere, por tanto, de una explicación.

APARICIÓN DE LA CATALANIDAD (SIGLOS XII-XIII)[Subir]

La identidad catalana tiene su origen cronológico en la doceava centuria. Aunque ya en la segunda década del siglo encontramos el gentilicio «catalán» utilizado desde Pisa para definir al conde de Barcelona y a los suyos como «catalanensis» e, incluso, el corónimo «Catalania» derivándolo de dicho gentilicio[31], no es hasta la segunda mitad del siglo XII cuando desde la corte del rey de Aragón y conde de Barcelona se genera la necesidad de recurrir al gentilicio «cathalanum» y al término geopolítico «Catalonia» para diferenciar a estos vasallos y su tierra del resto de hombres y dominios del monarca[32]. Por tanto, catalanes y Cataluña devienen unos referentes que menudean en la documentación regia, frecuentemente acompañados de «aragoneses» y «Aragón», cosa que demuestra la precepción y respeto del soberano y su curia por la dualidad y alteridad existente entre ambos pueblos y entidades[33]. Así, en 1169 el rey Alfonso el Casto afirma tomar decisiones «cum consilio et voluntate baronum curie mee scilicet Catalanorum et Aragonensium»[34], mientras que en 1173 delimita geopolíticamente todo el territorio catalán al ordenar que los estatutos de Paz y Tregua se aplicasen «in terra mea, a Salsis usque ad Dertusam et Ilerdam cum finibus suis», una frase recurrente para definir a Cataluña en los citados estatutos hastaque en 1198 ya se indica que la Paz y Tregua se aplicará «per totam Cathaloniam, videlicet a Salsis usque ad Ilerdam». Un marco territorial sobre el cual ya en 1188 el rey Alfonso había prometido y decretado que solo nombraría vegueres catalanes[35], mostrándonos la existencia de una incipiente identidad catalana entre la élite del territorio, la cual no desea que otros súbditos del monarca se hagan con los citados cargos vicariales.

Esta identidad colectiva catalana se va a consolidar en el siglo XIII. La recepción del derecho romano imperial adaptado al mundo feudal permite que los reyes no solo hagan valer su poder sobre vasallos y siervos, en tanto que monarcas feudales, sino que puedan imponer su potestad como príncipes soberanos, o sea, mediante un vínculo público y superior al lazo feudal. Dicho vínculo une a los reyes de Aragón con todos los catalanes —clérigos, nobles y plebeyos— por naturaleza, es decir, por el mero hecho de nacer en Cataluña, pues en toda ella los regios condes de Barcelona gozan de jurisdicción general[36]. Pero al quedar todos los naturales catalanes jurídicamente vinculados al soberano, también quedan vinculados a su dominio, Cataluña, de manera que ya desde 1291 se empezó a definir jurídicamente quien era natural catalán y a ampliar las prohibiciones para que los extranjeros no pudieran ostentar cargos político-administrativos en Cataluña[37], como ya se venía haciendo desde 1188 con los vegueres. De hecho, durante el reinado de Jaime el Conquistador, los Usatges de Barcelona devienen la legislación general de una Cataluña[38] en la que quedan finalmente subsumidos todos los condados catalanes. De un lado, forman parte de ella los condados de Ampurias, Urgel, Pallars y el vizcondado de Castellbó, perteneciente al conde de Foix, tal y como elConquistador explica en su crónica:

Catalunya, que és lo mellor regne d’Espanya e el pus honrat e el pus noble, per ço car hi ha quatre comtes, ço és, lo comte d’Urgell e el comte d’Empúries e el comte de Foix e el comte de Pallars[39].

De otro lado, si bien los condados de Rosellón y Cerdaña formaban parte de Cataluña desde el siglo XII, en el año 1279 el rey de Aragón Pedro el Grande impone a su hermano menor y vasallo Jaime —el rey de Mallorca y conde Rosellón y Cerdaña desde 1276— que ambos sigan integrados en ella, ya que en dichos condados el monarca insular habrá de mantener los usajes barceloneses, no podrá batir moneda y, además, por encontrarse los mentados condados dentro del territorio catalán, el rey mallorquín, en calidad de conde rosellonés y ceretano, deberá asistir a las Cortes Generales de Cataluña. Una asamblea parlamentaria, continuadora de las de Paz y Tregua, que queda bien afianzada en la treceava centuria y resulta fomentadora de catalanidad, primero, porque los que acuden convocados por el rey son los representantes de la sociedad estamental catalana y, segundo, porque la legalidad paccionada que se genera —en forma de constituciones, capítulos y actos de corte— se suma a la legalidad catalana previa y es legislación de obligado cumplimiento para toda la sociedad catalana.

Por lo tanto, en el siglo XIII, los cristianos catalanes como colectividad presentan una identidad basada en compartir: al conde de Barcelona y rey de Aragón como soberano y señor feudal supremo; el nacimiento en Cataluña, un territorio geopolítico que contaba con fronteras[40] y con una legalidad general propia y, por supuesto, el idioma catalán, diferenciándose de este modo del resto de pueblos de la cristiandad, incluidos sus vecinos occitanos y aragoneses. Una identidad que, además, no era algo exclusivo de la clase rectora, pues su asunción por el conjunto de población cristiana de Cataluña no solo es evidenciada por el hecho de que todos los cristianos —del aristócrata al jornalero— que desde 1229 emigran de Cataluña a los territorios balear, valenciano y murciano se consideran a sí mismos catalanes[41], sino también porque los hijos, nietos y demás descendientes de los emigrantes continuasen calificándose como catalanes, a pesar de ser naturales de dominios político-jurídicos diferentes de Cataluña, como nos ilustra el mallorquín Ramon Llull, quien, siendo hijo de catalanes y habiendo nacido en 1232 en Ciudad de Mallorca, se autodenomina en 1289 como: «ego, magister Raymundus Lul, cathalanus»[42].

APOGEO DE LA PAN-CATALANIDAD (SIGLOS XIII-XV)[Subir]

En el contexto de expansión geopolítica de la Corona de Aragón de los siglos XIII y XIV, van a surgir dos modalidades de catalanidad que podemos cualificar de pan-catalanas, pues bajo el gentilicio «catalán» se podía englobar a los cristianos catalanohablantes —oriundos o no de Cataluña— e, incluso, a todos los súbditos cristianos de la Corona de Aragón.

Ya desde finales de la treceava centuria aparece en la documentación una nueva tipología de catalanidad diferente a la que definía a los catalanes de Cataluña, pero de la que igualmente estos participaban. Se trataba de una catalanidad, ideada por los patriciados urbanos y mercantiles de los reinos de Mallorca y Valencia[43], que aunaba en una única comunidad a los naturales de Cataluña con la progenie valenciana, ibicenca, mallorquina y menorquina de los emigrantes catalanes, además de incluir a la catalanófona mezcla de todos los citados y sus descendientes afincados como minorías en Sicilia, Cerdeña, Grecia, Nápoles, sumando también a los catalanoparlantes de las abundosas colonias comerciales y consulados ultramarinos de catalanes[44]. De esta manera, entre los siglos XIII y XVI se consideraban y eran considerados «catalanes» —y en los ámbitos más eruditos e institucionales[45], miembros de la «nación catalana», es decir, del pueblo catalán—[46], todos los cristianos católicos que, sin ser conversos recientes, compartían el catalán como lengua, un origen común, más o menos lejano, en la tierra de Cataluña, y la fidelidad al mismo príncipe o príncipes naturales (el rey de Aragón y conde de Barcelona y, entre 1276-‍1409 y 1458-‍1501, también a los reyes privativos de Mallorca, de Sicilia y de Nápoles, que eransoberanos de la misma dinastía que los reyes de Aragón: de linaje barcelonés los insulares y castellano los peninsulares partenopeos), excluyendo al resto de súbditos de dichos monarcas: ya fueran cristianos católicos como los aragoneses, los occitanos —de Montpellier, Aumelas y Carlat—, los sicilianos, los sardos, los napolitanos y los franceses; ya fueran cristianos ortodoxos como los griegos de Atenas y Neopatria, así como también a las minorías religiosas segregadas en los territorios catalanohablantes: judíos, moros, cristianos ortodoxos y conversos católicos recientes. Exclusión que se extremaba en la isla de Mallorca donde, entre finales del siglo XIII y finales del XV, existió una gran masa poblacional musulmana y ortodoxa cautiva y esclavizada, la cual provocaba que en la isla el concepto «catalán», que remitía al estatus superior de los conquistadores y colonizadores, quedara asociado tanto a la condición de cristiano viejo como a la de hombre libre[47].

Las muestras de esta catalanidad amplia son copiosas en la documentación de la época. Por citar algunas: en 1299 el rey de Nápoles afirmaba haber recibido ayuda de los súbditos del rey de Aragón —su yerno— que eran catalanes de nación, linaje e idioma: «cathalanorum nacio, gens et lingua, cujus est princeps et dominus atque capud [sic] dominus Jacobus rex Aragonum»[48], mientras que en la década de 1320 Ramon Muntaner escribió: «que d’un llenguatge solament, de negunes gents no són tantes com catalans», pues el gentilicio englobaba a todos los cristianos catalanófonos[49]. Por su lado, la ciudad de Valencia destinaba limosnas para el rescate de «captius catalans oriünds de la ciutat de València»[50], mientras que en 1334 el rey de Castilla se refirió a «todos los mercaderes catalanes, de los Reyes de Aragón et de Mayorcas»[51]. En 1392 los jurados de Valencia interpelaban a sus homólogos mallorquines lamentándose por el corso musulmán en los siguientes términos:

Santa Maria! ¿E on és la vigor de la nació catalana, que faïa tributàries totes les altres nacions circumveïnes, e ara hòmens de no-res e ineptes nos fan tals e tants dans e ultratges, no sens vituperi de tota la nació e de tota cristianitat?[52]

En 1418 un insigne mallorquín escribía sobre sí mismo: «aquell fill d’Adam que està assegut sota aquest arbre és de nació catalana i nat en la Ciutat de Mallorques i té per nom Anselm Turmeda»[53], aunque su conversión al islam producida hacia 1385 posiblemente dificultase o imposibilitara su pertenencia a dicha nación. Y apelando al mismo tipo de catalanidad, los consellers de Barcelona se dirigieron en 1460 al rey de Nápoles —hijo bastardo y valenciano de Alfonso el Magnánimo—, solicitándole su buena disposición: «per vós ésser cathalà e nat ací, e ésser inclinat per rahó de nostra fidelitat e dels lloables usos e costums d’aquesta patria»[54].

El auge en la cristiandad de los siglos XIII y XIV de este tipo de identidades colectivas, que se podían plasmar en el concepto «nación», dio lugar a que los miembros de la mayoría de ellas fueran súbditos de diferentes príncipes. En consecuencia, los soberanos, asistidos por sus cancillerías y círculos eruditos, instrumentalizaron dicho concepto para proclamarse cabeza de su respectiva nación y extender esta al conjunto de súbditos bajo su jurisdicción, fueran o no de un mismo origen y hablaran o no la misma lengua[55]. En el caso de la Corona de Aragón, aunque desde 1137 existe un claro vínculo de cohesión entre aragoneses y catalanes en la figura del soberano, ambos pueblos desarrollan su identidad colectiva particular de forma paralela y por separado en los siglos XII y XIII[56]. Sin embargo, a mediados del siglo XIV encontramos en la documentación una identidad catalano-aragonesa bien articulada, creada y difundida desde la corte regia con la intención de fortalecer el epicentro geopolítico hispano-balear de la Monarquía mediante la cohesión identitaria de los súbditos de idioma y linaje aragonés con los de lengua y estirpe catalana en torno a la figura del rey de Aragón[57]. En consecuencia, el rey Pedro el Ceremonioso denomina y describe en su crónica a la comunidad que comparte dicha identidad como «nostra nació, ço és, catalans earagoneses»[58]. Sin embargo, la actuación de este monarca, tenaz difusor en su prolongado reinado y posible ideólogo de esta noción, parece contrastar con la tónica general de sus sucesores medievales, quienes inclinándose más por la negociación con sus diferentes dominios por separado[59] y el refuerzo de las diversas identidades colectivas regnícolas[60], apelan esporádicamente a la identidad y nación catalano-aragonesas. En cambio, ya desde finales del siglo XIV los súbditos, comenzando por las oligarquías de los reinos y el principado, han asumido y se sirven recurrentemente esta concepción catalano-aragonesa[61], cualificándola a menudo como «nostra nació», pero también como: «nació de nostre senyor lo rei d’Aragó»[62] (jurados de Valencia en 1422), «le nació y domini de le Regia Magestat»[63] (representantes de los pescadores mallorquines en 1491), o «nostra nació aragonesa, valenciana i catalana»[64] (cronista y archivero catalán Pere Miquel Carbonell, a caballo de los siglos XV y XVI).

Ahora bien, la denominación más común, que no única ni unívoca, con que fueron conocidos los súbditos del rey de Aragón —especialmente en el mundo ultramarino de los trasiegos y consulados mercantiles y de las conquistas militares, donde predominaban abrumadoramente los catalanófonos—, fue la de «catalanes» y miembros de la «nación catalana», haciendo a menudo indistinguibles la identidad catalana amplia de la catalano-aragonesa, pues los aragoneses también podían ser nominalmente identificados como catalanes[65]. De esta manera, en la isla de Sicilia, de forma generalizada, entre finales del siglo XIII e inicios del XVI, eran catalanes todos los que provenían de los dominios ibéricos y baleares del rey de Aragón y aquellos naturales sicilianos que descendían de ellos[66], mientras que en 1410, se podía designar a los más de cuarenta años de conflicto bélico entre los reyes de Aragón y los jueces de Arborea por el control de Cerdeña como una guerra «inter nationem Cathalanam et Sardischam»[67], aunque en ella habían participado multitud de aragoneses. De hecho, el propio Alfonso el Magnánimo afirmaba en 1446 que «lo nom de la senyoria del Rey d’Aragó e de Cathalans és molt avorrida en aquella comunitat de Gènova»[68], mientras que, como ya hemos visto, los Borja y sus parientes, asistentes y paisanos fueronconocidos en Italia como catalanes[69].

Es más, incluso se llegó a comprender nominalmente en la catalanidad al conjunto de súbditos sardos, sicilianos y napolitanos del rey de Aragón, es decir, también a los que no tenían ascendencia ibérico-balear, pues no hay que olvidar que, para la humanidad externa a los dominios de la Corona de Aragón, la gran mayoría de matices particularistas de los súbditos de esta resultaban, a menudo, superfluos. En este sentido, durante los reinados del Magnánimo y Juan el Grande se puede observar la designación del cónsul de los catalanes y de los sicilianos en una misma persona; el nombramiento de cónsules de catalanes en Roma, Génova o Ragusa que han de representar a la totalidad de los súbditos reales, especificando expresamente que aquellos incluían a sicilianos y napolitanos; o a mercaderes sicilianos como Pietro di Monreale definiéndose como catalán en 1450 o reconociendo al cónsul de los catalanes como el suyo propio, tal y como hacen los sicilianos en Candia (actual Heraclión) el 1459[70]. Igualmente, en el despotado de Epiro se denominaba catalán a todos los que provenían de la corte napolitana de Alfonso el Magnánimo, aunque fueran claramente itálicos y de ascendencia itálica[71].

En definitiva, estos ejemplos nos sitúan ante la paradoja identitaria de la Corona de Aragón medieval, y es que, mientras el territorio ibérico —y a veces todos los dominios— era identificado de forma genérica y abreviada como «Aragón» a raíz del título principal del monarca, los súbditos de dicho príncipe eran conocidos genéricamente como «catalanes»[72] o miembros de «la nacion Catalana: debaxo de cuyo nombre se comprehendian todos los de la Corona de Aragon»[73], como exponía en 1579, Jerónimo Zurita, el cronista mayor del reino de Aragón, tratando sobre sucesos del año 1447.

REDUCCIÓN DE LA CATALANIDAD AL PRINCIPADO DE CATALUÑA (SIGLOS XIV-XVI)[Subir]

La singularización política, jurídica y administrativa en los siglos XIII, XIV y XV tanto de Cataluña —principado de Cataluña desde 1343—[74], como de los reinos de Valencia, Mallorca y Aragón, generaron un marco institucional del que se beneficiaban las respectivas élites, ya que participaban de una serie de organismos y cargos territoriales (generales y locales) exclusivamente gestionados por ellas, a la vez que se podían proyectar frente al resto de élites de la Corona para negociar con los monarcas u ocupar los altos oficios de las instituciones comunes de la administración regia (la Gobernación General, la Tesorería, el Maestro Racional, la Cancillería, la Real Audiencia o el archivo regio del Palacio Real Mayor de Barcelona…) que, bajo la presión de las mismas oligarquías empezaron a dividirse entre los reinos y el principado o a regionalizar su funcionamiento adaptándolo a esos ámbitos territoriales[75].

Además, la política exterior expansiva de los reyes de Aragón reforzaba la mentada singularización, puesto que cuanto más extendían los monarcas su imperio, más se debilitaban los vínculos de solidaridad entre las comunidades políticas que lo conformaban. De hecho, las clases dirigentes de Cataluña, Valencia, Aragón y Mallorca sufragaron las conquistas y recurrentes pacificaciones o reconquistas de Cerdeña, Sicilia y Nápoles, porque, más allá del botín y de los beneficios comerciales y jurisdiccionales que los participantes obtenían en los territorios conquistados, su principal recompensa consistía en la conformación y confirmación de los sistemas de constituciones, fueros, franquezas, libertades y privilegios que, lógicamente, repercutieron en la pujanza de las élites estamentales aragonesas, catalanas, valencianas y baleares, las cuales, a medida que iban ganando poder en su respectivo reino o principado se identificaban cada vez más con este[76]. Consecuentemente, los jurados valencianos afirmaban que «cascun regne e principat és per si e fa ab lo dit senyor rei e lliga ço que li plau e deu, e la un no lliga a l’altre»[77]. Y es que bajo el paraguas de la pan-catalanidad bajomedieval, las oligarquías valenciana y mallorquina no solo arraigaron sus identidades regnícolas particulares en las dos últimas centurias medievales, sino que se embarcaron en un proceso —los valencianos desdefinales del siglo XIV y los mallorquines desde mediados del siglo XV— de paulatina reticencia y renuncia a ser englobados en el gentilicio y nación de los catalanes, el cual, acelerado por la guerra de Cataluña (1462-‍1472), parece que culminaría para el conjunto de ambas sociedades hacia mediados del siglo XVI[78].

No tuvo mejor suerte la identidad catalano-aragonesa, a menudo generalizada bajo el nombre de catalana, ya que, si bien a lo largo de la quinceava centuria iba cuajando como identidad supra-regnícola ibérica y balear hegemónica[79], fue sustituida por una nueva identidad colectiva vinculada a los monarcas entre finales del siglo XV y sobre todo durante el XVI. Y es que desde la corte regia de Fernando el Católico y, sobre todo, desde la de los Austrias mayores, el fomento de la nueva identidad supra-regnícola española y castellanizante redundó en disolución de la identidad catalano-aragonesa en el espacio geopolítico tradicional de la Corona de Aragón[80].

Y en este declive de la pan-catalanidad, ¿cuál fue el papel jugado por la élite dirigente del Principado?

Pues, de un lado, la cúpula estamental de Cataluña quiso mantener la bicentenaria hegemonía catalana, y particularmente barcelonesa, sobre todo el conjunto de la Monarquía. En consecuencia, problematizó la descentralización de algunos órganos de la administración central de la Corona de Aragón, radicados permanentemente en Barcelona, mientras procuró continuar copando los mejores cargos de la misma[81] y, hecho sin precedentes, entre finales del siglo XIV e inicios del XV, los representantes de dicha clase rectora —encabezada por el patriciado barcelonés— llegaron controlar la sucesión regia para escoger al pretendiente más débil frente a sus aspiraciones oligárquicas. Así, en 1396 los catalanes actúan por su cuenta desechando a otros pretendientes al trono y entronizando a Martín el Humano. Igualmente, a la muerte de este en 1410, fueron las acciones de la elite del Principado las que provocan el turbulento interregno de 1410-‍1412, puesto que, primero, consiguieron que el rey moribundo dejase la elección del sucesor en sus manos y, segundo, obstaculizaron que el conde de Urgel deviniese rápidamente soberano, consiguiendo que los representantes estamentales pudiesen escoger al monarca que más les pluguiera[82]. Mientras que, de otro lado, igual que hicieron los aragoneses, valencianos y mallorquines, los dirigentes de Cataluña también apuntalaron la estructura política, jurídica yadministrativa de su comunidad política a la vez que fomentaron su propia identidad colectiva. En consecuencia, a lo largo de los siglos XIII-XVI, constriñeron la naturaleza política y jurídica catalana con la intención de vetar a los que no eran ni nativos ni habitantes domiciliados en el Principado a la hora de detentar cargos político-administrativos y eclesiásticos en él[83] y, mientras las élites valencianas y mallorquinas del siglo XV ya empezaban a concebir y a nombrar a las naciones valenciana y mallorquina, las del Principado utilizaron cada vez más los conceptos «catalán» y «nación catalana» de forma que quedasen solo circunscritos a los naturales de Cataluña[84].

Merece la pena destacar que, con gusto o por necesidad, los reyes de Aragón contribuyeron a la singularización del Principado y a la reducción de la catalanidad a sus oriundos. Por ejemplo, ya desde la segunda mitad del siglo XIV los monarcas comienzan a vincular a la nación catalana exclusivamente con los naturales Cataluña o su oligarquía dirigente, mientras que los reyes del paso de esa centuria a la quinceava también identifican las armas heráldicas paladas como las propias del principado de Cataluña[85]. Verbigracia, en 1365 la reina Leonor expone a los representantes de Principado que en materia de amor y fidelidad para con su soberano «sobre totes les nacions del món la vostra fama e dels vostres predecessors ha resplandit e resplandeix», mientras que en 1396 su nuera, María de Luna, consorte y lugarteniente del rey Martín, ordena que las galeras enviadas a Sicilia para traer al soberano a sus dominios cismarinos: «no porten banderes, cendals ne panons de senyal alcú sinó del Comtat de Barchinona, ço és, barres grogues e vermelles tansolament»[86]. La misma reina en 1402 cualifica los malos usos del Principado como vergüenza para la «natio Cathalanorum»[87] y su marido, en su proposición real a las Cortes Generales de Cataluña de 1406, se refiere a la enseña regia como «la bandera nostra antiga del principat de Catalunya». De hecho, el reycentra su discurso en «parlar de la glòria del principat de Catalunya», rememorando, entre otras gestas bélicas, la expedición a Sicilia que él mismo dirigió en 1392. Al hacerlo describe detenidamente el valor, la firmeza y la virtud de los catalanes en batalla y, rompiendo con la tradición identitaria catalano-aragonesa de su padre, se identifica a sí mismo como miembro de la nación catalana del Principado: «¡o, quant era gloriosa aquella vista, que hom veés així la sua nació obrar!»[88] No en vano el rey Martín era natural catalán por su nacimiento en la villa de Perpiñán y por ser hijo de un oriundo de Balaguer, capital del condado de Urgel, cuyo conde y pretendiente al trono escribe en 1411 al Parlamento de Cataluña aludiendo a «la lealtat de la nasció catalana ne dels altres súbdits de la Corona d’Aragó»[89].

Con estos principescos precedentes no es de extrañar que en las Cortes catalanas de 1454 Juan Margarit, el obispo de Elna, exponga al rey de Navarra, lugarteniente y hermano menor de Alfonso el Magnánimo, la necesidad de que el rey de Aragón retorne de Nápoles, ya que por su ausencia «jau la dita nació catalana quasi vídua, e plora la sua desolació»[90]; o que ocho años después, al morir el príncipe de Viana, el escriba Jaume Safont tratase sobre el gran y buen amor que Carlos de Aragón «portava a tota la nació catalana qui·l havien tret de presó»[91].

Vistos estos ejemplos, sobre la época de los Austria hay que decir que, aunque los estratos cultos baleares, valencianos y catalanes van a recordar su filiación histórica y su mancomunada catalanidad bajomedieval y en las plumas eruditas permanecerá la memoria de una época en la que todos los súbditos de la Corona de Aragón podían ser comprendidos bajo el nombre de «catalanes», la única catalanidad que sale fortalecida de la edad media es aquella que cohesiona y atañe a los naturales del principado de Cataluña, siendo esta y no otra la identidad colectiva catalana que va a perdurar y robustecerse en los siglos XVI y XVII, combinándose sin demasiados problemas con una hispanidad de corte geográfico, monárquico y católico[92].

PRINCIPALES CARACTERÍSTICAS DE LA IDENTIDAD CATALANA BAJOMEDIEVAL[Subir]

La lengua catalana[Subir]

El lenguaje es uno de los elementos más sólidos para definir a los individuos como parte de colectivos, pues es un signo obvio de identificación de los miembros un grupo étnico, tanto interna como externamente[93], de manera que en la Europa bajomedieval las lenguas vernáculas fueron un poderoso elemento de cohesión y diferenciación de comunidades y, por lo tanto, un factor destacable en la conformación de las identidades colectivas de los distintos pueblos del continente. Como indicaba fra Vicent Ferrer en uno de sus sermones: «si vós parlau ab hom estrany, per la lengua conexereu de qual terra és. Si parla català, oo! català és; si parla francés, francés, etc.»[94].

En el caso de la lengua catalana hay que decir que si este idioma ha sido un elemento asociado a la identidad colectiva del pueblo catalán hasta nuestros días es porque de la segunda mitad del siglo XIII en adelante devino el romance propio de importantes instituciones políticas. Dejando a un lado el papel ancestral del latín, con todo su simbolismo litúrgico y mayestático y su prestigio administrativo e internacional, el catalán fue la lengua vernácula más utilizada por los soberanos de la Casa de Aragón de linaje barcelonés (1137-‍1410) tanto en la esfera pública (discursos, crónicas históricas y documentación cancilleresca…) como en su correspondencia privada, siendo el idioma predilecto de los dos que consideran propios —el catalán y el aragonés—, además de la lengua de la administración central de la Monarquía. Asimismo, el catalán cancilleresco, en tanto que koiné cortesana y supra-dialectal, ultrapasó el ambiente estrictamente regio y resultó un modelo formal para la mayoría de los ámbitos de la escritura, como la literatura, la religión, la ciencia, el comercio y las diversas administraciones del principado de Cataluña y los condados de Rosellón y Cerdaña, del reino de Mallorca y de sus islas adyacentes, de la mayor parte del reino de Valencia, de la parte oriental de Aragón y de los numerosos consulados ultramarinos catalanes, siendo, además, una lengua administrativa relativamente importante en los reinos de Sicilia y Cerdeña y en los ducados de Atenasy Neopatria, inclusive en las cancillerías y cortes napolitanas de Alfonso el Magnánimo y su hijo Ferrante y romana pontifical de los Borja[95].

De esta manera, en los siglos XIV y XV, la mayor parte de la población cristiana ibérica y balear de la Corona de Aragón —aproximadamente el 80 %—[96] no solo tenían como propia la lengua que Muntaner describía como el «bell catalanesc»[97], sino que, como ya hemos visto, todos los cristianos viejos catalanoparlantes quedaban englobados como catalanes y miembros de la nación catalana, mientras que, como ya se ha dicho, la fuerte vinculación del catalán y los catalanófonos con los reyes, la administración, el comercio y la expansión militar de la Corona de Aragón produjo que, a menudo, los súbditos de dicha Monarquía fueran identificados comúnmente como «catalanes» e incluso miembros de la «nación catalana», a pesar de ser de ascendencia o directamente aragoneses, sardos, sicilianos o napolitanos, cuya gran mayoría no hablaban catalán. Sin embargo, dos factores van a comenzar a minar el prestigio y el peso del idioma catalán en los ámbitos cortesano, diplomático internacional y erudito en la época renacentista.

En primer lugar, el catalán se convirtió del siglo XIV en adelante en icono identitario de las clases rectoras catalana, valenciana, mallorquina, menorquina e ibicenca, hecho que, irónicamente, redundó en el secesionismo nominal —que no lingüístico— del idioma catalán bajo la denominación regional de «valenciano», que se impone desde finales del siglo XIV y a lo largo del XV; de «mallorquín», consolidada en el siglo XVI, y del tradicional «catalán», que se manutuvo como denominación en Cataluña. De esta forma, en la coyuntura del surgimiento de las identidades colectivas valenciana y mallorquina diferenciadas de la catalana y de la paulatina desaparición de las minorías religiosas segregadas en el espacio insular, los dirigentes de los reinos de Valencia y Mallorca y sus islas adyacentes ajustaron el nombre de la lengua a los gentilicios vinculados a sus respectivas estructuras regnícolas jurídicas, políticas, institucionales y geográficas (especialmente en los casos isleños), cosa que, si bien evitaba cualquier signo de subordinación a los catalanes del Principado, comportó una pérdida de prestigio y peso del idioma frente a otras lenguas[98].

En segundo lugar, en los territorios de la Corona de Aragón se produjo el inicio de un comportamiento diglósico entre las élites a favor del idioma castellano y en detrimento del catalán y, sobre todo, del aragonés —más emparentado con la lengua regia de Castilla—, que tiene su origen en la entronización de la Casa de Aragón de linaje castellano (1412), puesto que desde 1432, con la marcha de Alfonso el Magnánimo en pos de la conquista del reino de Nápoles, alejándose de la presión y usos lingüísticos de las oligarquías de Cataluña, Valencia, Aragón y Mallorca, comienza una paulatina castellanización de la corte principesca y la diglosia por parte de dichas oligarquías, superando ya a finales de la centuria el uso del castellano al del catalán tanto en la corte real de Fernando el Católico como en la de sus primos napolitanos[99].

Dicho esto, hay que aclarar que en comparación con algunos rasgos identitarios que trataremos a continuación, como la religión, el idioma catalán no fue el elemento de mayor peso en la consciencia colectiva de los catalanes del medievo. De un lado, porque siendo la inmensa mayoría de los catalanófonos de la época analfabetos y monolingües, la lengua propia no podía poseer la misma significación política e identitaria que ha adquirido para sus descendientes desde mediados de siglo XIX en adelante, los cuales han vivido una serie de hechos —la diglosia exacerbada favorable al castellano, las prohibiciones en relación con el uso del catalán, la aparición de los nacionalismos modernos, la alfabetización generalizada de la sociedad, la globalización de idiomas como el castellano, el francés y el inglés y la minimización demográfica de las personas que tienen el idioma catalán como lengua materna y de uso habitual— que han producido que la lengua catalana se haya convertido en uno de los grandes pilares de la identidad homónima de la época contemporánea. De otro lado, porque si bien en las centurias bajomedievales se podía ser «catalán» sin ser catalanoparlante, simplemente por ser un cristiano nato en Cataluña o habitante de ella sin haber nacido, pero teniendo padre o abuelo paterno catalán, o por ser de un linaje cristiano proveniente de Cataluña o, de una manera generalista y nominal, por ser súbdito del rey de Aragón; alguien que no fuera cristiano católico no teníacabida en ninguna de las modalidades de catalanidad, a pesar de tener como lengua propia y principal el idioma catalán.

El cristianismo católico[Subir]

Ya desde los tiempos de Carlomagno, el rasgo colectivo más destacado de los cristianos de los condados que en los siglos XII y XIII conformaron Cataluña era el cristianismo. Religión que los contraponía a las gentes de Al-Ándalus y los diferenciaba de los judíos presentes en los condados, aunque, paradójicamente, la descripción bíblica del pueblo elegido de Israel ayudó en la configuración de los diferentes pueblos de la cristiandad proporcionando el modelo ideal para las naciones cristianas bajomedievales: comunidades que compartían religión, pero también idioma, territorio y gobierno propios[100].

Esta idea se incardina bien en el hecho de que, cuando se empieza a documentar el concepto «nación catalana», a finales del siglo XIII y principios del XIV, uno de los factores clave para pertenecer a este colectivo era ser cristiano católico, cosa que excluía a sefarditas, musulmanes y, aun a cristianos ortodoxos. Y esto no es todo, ya que para ser considerado natural catalán del Principado o miembro de la nación catalana se tenía que ser de antigua prosapia cristiana, cosa que privó a los conversos recientes de participar de la catalanidad, a diferencia de los «cristianos de natura», o sea, los cristianos viejos catalanes, mallorquines, ibicencos, menorquines y catalanohablantes valencianos[101]. Además, desde los púlpitos se inoculó entre los cristianos catalanófonos una potente conciencia de que su identidad individual y colectiva implicaba inevitablemente la asunción de un fervoroso catolicismo, que tenía que ser manifestado y defendido de manera inequívoca. Esto dificultó exponencialmente la coexistencia entre personas de credo diferente y fomentó la aparición de chivos expiatorios, traduciéndose, por ejemplo, en Cataluña y los otros dominios ibérico-baleares de la Corona de Aragón de los siglos XIII, XIV y XV, en la segregación, explotación laboral, discriminación, esclavización o aniquilación de los sarracenos andalusíes conquistados; en la segregación, discriminación, conversión forzada, expulsión o exterminio de loshebraicos; en la esclavización de cristianos ortodoxos; en la desconfianza y discriminación hacia los conversos recientes y persecución inquisitorial de los falsos conversos, así como en la temprana caza de brujas iniciada en el Principado ya en la quinceava centuria[102]. Una situación de fanatismo religioso y paranoia colectiva que no va a hacer más que intensificarse en el siglo XVI con la irrupción de la Reforma protestaste y la consiguiente Contrarreforma católica[103].

En definitiva, el ultracatolicismo fue un elemento inherente a la idiosincrasia y la nación catalanas del medievo, ya sea en sus acepciones amplias de catalanidad como en la reducida a los naturales del Principado, dándoles cohesión y contraponiéndolos a los colectivos no católicos.

La alteridad negativa: los enemigos de los catalanes[Subir]

Si las alteridades neutras cimentaban las identidades colectivas, como fue el caso, en general, entre catalanes y aragoneses, las alteridades en negativo, en tanto que contraidentidades, las reforzaban sobremanera. Además, la crispación y la violencia de los conflictos bélicos fueron seguramente los factores que más ayudaron a la extensión de la identidad colectiva catalana en las clases populares de Cataluña y gran parte de las del resto de dominios de la Corona, pues generaron unos sentimientos de oposición y enemistad que permitieron distinguir claramente entre «nosotros» y «ellos». La religión jugó un importante papel en este campo. A lo que ya se ha dicho, hay que añadir que, si bien Cataluña, Mallorca, Ibiza, Valencia y Menorca dejaron de compartir frontera directa con Al-Ándalus en la treceava centuria, los andalusíes permanecieron en el imaginario colectivo catalán medieval no solo como los adversarios fundacionales, sino también como los enemigos sempiternos. Una idea seguramente nutrida por el hecho que de los sarracenos pasaron a ser una minoría religiosa muy destacada en los territorios hispanos de la Corona de Aragón, al permanecer en ellos grandes bolsas poblacionales mudéjares en régimen de servitud, las cuales eran percibidas como un peligro latente por parte de la mayoría cristiana.

Sin embargo, y aun con los enfrentamientos marítimos con la piratería berberisca y las sonadas batallas en Anatolia y Grecia de la Gran Compañía Catalana contra musulmanes turcos, cristianos ortodoxos griegos y alanos, desde mediados del siglo XIII en adelante los «publicos inimicos»[104] de los catalanes, en todas sus acepciones, fueron otros cristianos católicos: principalmente franceses —quienes acometieron diversas invasiones del territorio catalán entre finales de los siglos XIII y XV— y genoveses —los grandes competidores comerciales en el Mediterráneo—, sin olvidar según las coyunturas a castellanos, sardos, gascones, provenzales, napolitanos, romanos, pisanos y sicilianos. Es decir, los pueblos y naturales de aquellos príncipes y repúblicas que se opusieron al expansionismo geopolítico, militar y económico de los condes de Barcelona y sus sucesores reyes de Aragón. Una oposición que, particularmente en la península itálica y en las islas de Cerdeña y Sicilia, generó un profundo sentimiento de animadversión contra los catalanes[105]. En consonancia, los conflictos, paces, alianzas y enemistades entre príncipes, dinastías y republicas se hicieron extensivos a las naciones de los dominios de estos, como se puede observar en 1334, cuando en un juicio contra un traidor mallorquín al rey Jaime de Mallorca se especifica que el acusado había ayudado a los «sarracenos de Ispania etjanuvenses, publicos hostes dicti nostri regis et omnium catalanorum»[106]; igualmente en las rebeliones sardas de la segunda mitad del siglo XIV e inicios del XV, vistas como un enfrentamiento entre las naciones catalana y sarda, tal y como demuestran los gritos de guerra de «Arborea! Arborea! Morgen sos Cathalanos»[107] vociferados en 1353 por los alguereses partidarios del juez de Arborea y contrarios al dominio rey de Aragón y Cerdeña; también lo advertimos en 1425, cuando se escribe que la «nació crestiana cathalana e constituida en pau e tranquil·litat també ab lo dit senyor duch de Vanècie» y, asimismo, en 1435, cuando el Consell General de Mallorca informa de que Génova estaba armando quince naves y cuatro galeras «contra lo dit senyor Rey e nostra nació catalana»[108].

No obstante, no solo eran enemigos los extranjeros, ya que aunque profesaran la misma fe o emplearan la misma lengua y costumbres que los defensores del príncipe y/o de la patria, para los catalanes eran enemigos también los traidores, es decir, aquellos naturales de una comunidad política —el principado o reino respectivo o el conjunto de dominios del rey de Aragón— que carcomían la cosa pública lanzándose al pillaje y a la extorsión de sus paisanos o, todavía peor, que actuaban o se declaraban contrarios a Dios —como los falsos conversos—, al monarca o a la patria. Por lo tanto, las guerras o conflictos civiles ocurridos en el marco de la Corona de Aragón como la reincorporación de Mallorca, Rosellón y Cerdaña (1343-‍1349), la guerra de la Unión (1347-‍1348) y el Interregno (1410-‍1412) tuvieron consecuencias identitarias, ya que enfrentaron internamente a las sociedades mallorquina, catalana, aragonesa y valenciana, a la vez que las contrapusieron entre ellas. En este sentido, quizás el conflicto con una afectación más profunda para la catalanidad, especialmente para la identidad catalana amplia, fue la guerra civil ocurrida en el principado de Cataluña entre 1462 y 1472, la cual reforzó notablemente la tendencia a restringir la catalanidad a los naturales del Principado. Igualmente, dentro de Cataluña se crearon dos bandos que se consideraban a sí mismos como fieles catalanes y buenos patricios, enfrentados a los catalanes traidores. A modo de ejemplo, en eldietario de la Diputación se habla de «la guerra qui en aquest temps era entre los fidelíssimos cathalans, qui mentenien lurs libertats, de una, e lo rey Johan d’Aragó, de la part altra», indicándose que aquellos notables catalanes que se hacían partidarios del rey Juan «foren publicats per bares e per traÿdors» ya que «los dits traÿdors havien feta la dita traÿció e venuda la pàtria per diners»[109].

Con todo, la apelación al enemigo exterior nunca deja de estar presente. Así, en octubre de 1471, diversos capitanes del bando anti-juanista pretenden justificar, frente al consistorio de Barcelona, su conversión en partidarios del rey Juan el Grande, exponiendo que los catalanes rebeldes a dicho monarca pierden la contienda por causa de la mala influencia extranjera:

Liurats a diverses nations e Senyories, som stats sots prenda oprobi e derisio a totes gents e nations, Castellans, portuguesos, francesos, gascons, Tudeschs, prohensals, ytalians e a totes altres lengues e pobles que sobre nosaltres es son pasents, e apres nos han oprobiosament tractats, com moltes de elles dites nacions nos fossen infestissimes e exosses e en la nostra preclara natio han volgut exercir les veniances de les iniuries e dans que la dita nostra preclara natio per lo passat havien rebudes[110].

Fidelidad, lealtad y naturaleza hacia el soberano y la Casa de Aragón[Subir]

A raíz de la constitución de Cataluña a partir de múltiples dominios condales independientes entre ellos, los sucesivos condes de Barcelona se van a consolidar paulatinamente como soberanos de toda Cataluña en los siglos XII y XIII, siendo tres los factores clave que se lo permiten:

Primero, la adquisición a lo largo de la doceava centuria de la mayoría de condados catalanes conjugada con la conquista de los extensos territorios de Tarragona, Tortosa y Lérida.

Segundo, una política exterior que los sitúa desde 1112 como principal potencia del espacio provenzal y desde 1137, del espacio aragonés, elevando a los condes de Barcelona geopolítica y simbólicamente muy por encima de sus homólogos condales del noreste ibérico. Y es que a la condición de «regnante comes Barchinone in Aragon»[111] de Ramón Berenguer IV, se le suma desde 1162 la dignidad de ser rex Aragonum que ostentaron sus sucesores, hecho que no solo produce que desde entonces los catalanes se dirijan habitualmente al conde de Barcelona tratándolo de senyor rey y que su dinastía, descrita por Bernat Desclot en el siglo XIII como «los nobles reis que hac en Aragó, qui foren de l’alt llinatge del comte de Barcelona»[112], a partir del siglo XIV se denomine «Casa de Aragón», porque la dignidad regia del reino aragonés «és títol e nom nostre principal» según el rey Pedro el Ceremonioso[113], sino que, además, la dignidad regia se erige como un poderosísimo argumento simbólico de la posición suprema del conde barcelonés sobre toda la nobleza de los condados ya desde la doceava centuria[114].

Y tercero, el uso del romanismo jurídico que en los siglos XII y XIII facilita que el conde barcelonés —primero en sus condados patrimoniales y más tarde en toda Cataluña— se proclame poseedor de la condición de «príncipe» (Constitucions de Pau y Treva y Usatges de Barcelona), «príncipe de la tierra», «señor soberano» (Costumes de Cathalunya)[115] y «señor natural». Un estatus que los sucesivos monarcas no dudan en manifestar y promover, mediante una acepción del concepto «naturaleza» que quedó entonces ligada a conceptos como «fidelidad», «lealtad» y «amor» en sus vertientes políticas, puesto que servía para denominar el vínculo o jurisdicción general entre el príncipe natural y sus «súbditos», «sometidos» o «naturales»[116].

Estatus asumido por toda la sociedad en Cataluña, a pesar de que las aspiraciones de soberanía absoluta de los monarcas han de acomodarse a su debilidad, pues solo ejercen jurisdicción y exacción directas en las tierras de realengo, las cuales, por añadidura, con el paso del tiempo van deviniendo más exiguas, de manera que los monarcas van a depender más y más de la élite estamental[117]. Aun así, y más allá de la sacralización de figura principesca y del comportamiento de cada monarca en particular, los catalanes necesitaban a su regio conde porque encontraban en él al caudillo militar que había de defender el territorio de Cataluña y guiarlos a nuevas conquistas, al gobernante que debía velar por la paz social y al juez y legislador supremo que impartía justicia y promulgaba leyes en pos del bien común. Y no solo eso, ya que el príncipe soberano era en sí mismo una fortísima fuente de unión comunitaria. De esta manera, la fidelidad, la lealtad y naturaleza de los catalanes para con su monarca resultó un rasgo fundamental de la identidad colectiva catalana en todas sus variantes: pues en torno al rey de Aragón se enlazan los naturales catalanes entre ellos y con el resto de naturales de los otros dominios de dicho soberano y, por descontado, también se cohesionan los cristianos de Cataluña con el resto de cristianos catalanohablantes, aunque parte de estos en un momento dado sean súbditos de otros monarcas vástagos de ladinastía catalano-aragonesa, parientes del rey de Aragón e, inclusive, vasallos suyos, como era el caso de los reyes privativos de Mallorca.

Asimismo, el tópico monarquista de la fidelidad y lealtad para con el rey es cultivado y fomentado desde todas las instancias del poder y autoridad, comenzando, lógicamente, por los propios condes de Barcelona. Por ejemplo, Pedro el Ceremonioso al narrar su conquista de Mallorca en 1343 destaca la lealtad al monarca como elemento inherente a la identidad catalana compartida por catalanes, valencianos y baleares, pues expone a los prohombres de la ciudad y reino de Mallorca que la rotura del pacto de vasallaje y los agravios cometidos por el rey Jaime de Mallorca contra su homologo y señor feudal, es decir, el rey de Aragón, entrañaban que este último tenía derecho a recuperar los dominios isleños y del norte de Cataluña y que los mallorquines lo habían de tener ahora por su soberano, recordándoles, además, que eran «catalans e naturals nostres». No obstante, las reticencias de los mallorquines a traicionar al rey de Mallorca provocaron que el Ceremonioso insistiese en «que catalans eren» advirtiéndoles «que catalans totstemps foren lleals, e que no començassen ells a fer cosa que sia contra llealtat»[118].

Por su lado, en el marco de la guerra contra Castilla, la esposa del mismo rey Pedro apeló a la fama de naturaleza, fidelidad y lealtad hacia el soberano y sus regios predecesores demostradas por la nación de los catalanes del Principado, a cuyos representantes, reunidos en Cortes en 1365, la reina de Aragón convidó a pensar en:

... la gran naturalesa que els vostres predecessors e vosaltres mateix han haüda e havets al senyor rei e a sos predecessors; si pensats com altament lo dit senyor rei e sos predecessors són estats servits per vós e per los vostres predecessors entrò el dia de hui; si pensats com sobre totes les nacions del món la vostra fama e dels vostres predecessors ha resplandit e resplandeix per tot lo món, de vera naturalesa, lleialtat e feeltat, e de gran amor envers senyor[119].

Esta concepción fue asumida por los súbditos catalanes —tanto en su sentido amplio como en el reducido y, lógicamente, también en su acepción nominal catalano-aragonesa—, los cuales dieron múltiples muestras de filiación a su monarca, siendo una de las más conocidas el grito de guerra «¡Aragón, Aragón!». Este grito fue compartido por el resto de súbditos ibéricos de la Corona de Aragón y remitía a la titulación regia principal y habitual del soberano. A modo de ejemplo, en 1344, en el marco de la guerra del rey de Aragón contra el de Mallorca, ambos de la misma dinastía, los catalanes de Puigcerdá partidarios de Pedro el Ceremonioso «eixiren de les cases tots armats cridant: “Aragó, Aragó!!”, ab empresa que tothom que cridàs “Mallorques!” fos pecejat»[120]. Además, paralelamente, la fidelidad y el amor hacia el príncipe se hizo extensible a su familia —reinas, infantes e incluso otros monarcas del mismo linaje— y a la memoria de su estirpe, de la que van surgiendo los soberanos que se suceden como cabezas de Cataluña, de los otros dominios catalanohablantes y de Aragón, engarzándose en el tópico de la fidelidad catalana y siendo objeto de una fervorosa devoción. Así, a comienzos del XIV, Muntaner manifestó el ferviente dinastismo que sentía hacia «la casa d’Aragon e dels deixendents d’aquella»[121], incluyendo a los reyes privativos de Mallorca y de Sicilia, cuyas dinastías —recordamos—eran ramas cadete de la Casa de Aragón de linaje barcelonés, mientras que en 1454 el obispo Margarit loaba en las Cortes catalanas a la:

... benaventurada, gloriosa e fidelíssima nació de Catalunya, qui per lo passat era temuda per les terres e les mars; aquella qui ab sa feel e valent espasa ha dilatat l’imperi e senyoria de la casa d’Aragó[122].

Tan consolidada estaba entre los catalanes la adhesión a la Casa de Aragón, que sirvió a la élite catalana que depuso al rey Juan el Grande en 1462, como argumento justificativo de la elección como nuevo soberano catalán al «il·lustríssimo senyor rey de Castella, al qual vaccant la successió de la Corona d’Aragó se pertanyia»[123], pues la Casa de Aragón del derrocado rey Juan eran una rama cadete de la Casa de Castilla. También sirvió para justificar el nombramiento del condestable Pedro de Portugal, en 1463, por descender «de la recta línea del excellent rey Namfos lo benigne, axi en les croniques intitulat»[124], y de la elección del duque Renato de Anjou, en 1467, a quien los oligarcas catalanes «per llur innata e incorrupta fidelitat tenen en les vísceres impresa com a [majestad] més acostada en la successió de la casa de Aragó e a la qual pertany la senyoria»[125].

Finalmente, en las capitulaciones de paz firmadas en 1472 por el rey Juan y el Consejo de Ciento, que actúa en nombre de la ciudad de Barcelona y de todo el Principado, los consellers demandaron al monarca que declarase y pregonase públicamente por todos los reinos de la Corona que la liberación de prisión del primogénito don Carlos de Aragón y toda la guerra subsiguiente no habían sido actos perjudiciales «o derogants en alguna manera a la fidelitat, ans los poblats en dita ciutat e principat esser haguts per bons leyals e feels e que vostra Señoria per tals los ha», a lo que el soberano respondió que le placía, lo declaraba y así lo pregonaría[126].

Derecho y representación del principado de Cataluña[Subir]

Aunque en la tradición romanista, la creación de derecho pertenecía al príncipe soberano, en el caso de la Corona de Aragón, el monarca, a raíz de sus necesidades crematísticas y militares, se ve obligado a contar con el consentimiento parlamentario de la elite de sus súbditos para negociar la legalidad suprema que ha de regir cada uno de sus reinos y principado. Por eso todos los dominios del rey de Aragón y conde de Barcelona contaron con sus propias asambleas parlamentarias y legislativas —cortes en Cataluña, Aragón y Valencia, parlamentos en Sicilia, Cerdeña y Nápoles y consejos generales en Mallorca, Ibiza y Menorca—, a la vez que cada uno de estos territorios, en función de su jurisdicción general, construyó su código legal general y superior: constituciones, fueros, franquezas, privilegios, etc., de las que se derivó una naturaleza jurídica exclusiva para cada reino y principado que acabó por extranjerizar al resto de súbditos del monarca, impidiéndoles disfrutar de los cargos, prerrogativas y privilegios fuera del territorio del que eran naturales[127].

En el caso catalán, los representantes estamentales clericales, nobiliarios y de los municipios de realengo se constituían, en el marco de la Corte General de Cataluña, en tres brazos —eclesiástico, militar y real— que instituían el General de Cataluña, corporación representante de todos los naturales del Principado, la cual ofrecía al conde de Barcelona subsidios económicos y ayuda militar a cambio de pactar la creación y/o modificación de las leyes que conformaban las Constitutions y altres drets de Cathalunya, por definición, la legalidad suprema del principado de Cataluña y los condados de Rosellón y Cerdaña y la piedra angular del equilibrio entre el príncipe y sus súbditos, puesto que por imperativo constitucional desde 1299, al inicio de cada reinado el monarca juraba ante Dios mantener y respetar las leyes, libertades y privilegios de los catalanes, para recibir el juramento de fidelidad de los representantes de estos[128]. Asimismo, las constituciones —a menudo denominadas «leyes, libertades y privilegios» de los catalanes o de la patria—, eran el elemento que desde finales del siglo XIII diferenciaba política y jurídicamente a los naturales catalanes del resto del mundo, incluyendo a los otros súbditos de la Corona de Aragón; siendo, por lo tanto, un factor fundamental para la definición de la catalanidad particular de los cristianos oriundos de la Cataluña medieval. La insistencia de la oligarquíadirigente catalana de los siglos XIV y XV en la preservación y ampliación de esta legalidad es proverbial y cuotidiana en su relación con el soberano, de manera que, como dijo el obispo de Elna en las Cortes de 1454, difícilmente alguien se podía maravillar:

... si aquesta dita fael nació, ultra totes altres, crida la conservació de sos privilegis, així com aquella qui els ha guanyat ab sa fidelíssima aspersió de sang e en aquesta sua inmaculada fidelitat[129].

Cuestión aparte, y en buena medida aún por esclarecer, es qué punto la defensa de esta legalidad interesó y motivó a los cristianos plebeyos o miembros del estamento general que no formaban parte de las élites, pensando especialmente en gente como los siervos cristianos o en los mendigos y desarrapados. Ya que si bien dicha legalidad, por un lado, era un elemento estrechamente relacionado con la cima de la jerarquía social, por otro lado, afectaba a todos los catalanes, del más rico al más pobre, y contenía prerrogativas, como, por ejemplo, la de no poder ser juzgado fuera del territorio catalán[130], cosa que puesto que evitaba lejanos desplazamientos y grandes dispendios. En relación con esta cuestión del interés por las constituciones más allá de la elite oligárquica estricta, las Cortes de 1413 ordenan traducir del latín al catalán las constituciones para que fueran más accesibles al común de la población, porque al estar escritas en latín, «les persones legues han ignorancia de aquellas e facilment fan e venen e poden venir contra aquellas»[131].

En cualquier caso, quien sí veló por la defensa de dichas libertades y asumió la representación de todo el Principado fue la Diputación del General. Nacida en 1359 como una diputación permanente del General de Cataluña, con el objetivo de que los brazos del mismo pudiesen controlar la recaudación de los donativos para el monarca mientras las Cortes no estaban reunidas, se convierte en una institución permanente al concatenar la tributación de múltiples donativos, adquirir deuda pública e intervenir notablemente en política, como cuando en 1396 —ante la repentina muerte del rey Juan el Cazador en plena venación— ayuda a la entronización del rey Martín y hace frente a la invasión del Principado por parte del pretendiente conde de Foix. De hecho, la débil posición del rey Fernando frente a las élites que lo habían elegido en Caspe y en el contexto de la rebelión del conde de Urgel, provoca que en las Cortes de 1413 la Diputación obtenga el cometido de controlar y evitar que «el Senyor rey per inadvertencia o en altra manera, o son primogènit o altres qualsevols oficials lurs» contravengan, deroguen o perjudiquen la legalidad catalana pactada y su cumplimiento[132]. De esta forma, y a pesar del carácter extremadamente oligárquico alcanzado a mediados del siglo XV, la institución se arroga la representación de todo el Principado, y no solo por su función fiscal ordinaria, dado que es la única institución que recauda impuestos sobrela totalidad del territorio catalán, sino también por ser la delegación permanente de las Cortes y una institución garante del cumplimiento de las constituciones[133]. En este sentido y a modo de ejemplo, tanto fue el poder y la legitimidad con la que contaban los diputados del General como representantes del Principado que, durante la crisis de 1460-‍1462, no solo generaron el Consell Representant lo Principat de Cathalunya, sino que, apoyados por el Consejo de Ciento[134] e invocando la rotura de la legalidad por parte del monarca, liberaron al infante primogénito de prisión y, más adelante, depusieron a «lo rey en Johan Segon d’Aragó», declarándolo «per enemich e acuydat del principat de Cathalunya» para, posteriormente, entronizar como nuevo soberano a Enrique de Castilla en 1462 y a Pedro de Portugal en 1463. Fallecido este en 1466 «los deputats, ab lur consell, representants lo principat de Cathalunya, ab intervenció de la ciutat de Barchinona» procedieron a elegir como «rey d’Aragó e comte de Barchinona lo il·lustríssimo senyor en Renat, rey de Sicília e comte de Prohença»[135].

CONCLUSIÓN[Subir]

Todo lo expuesto evidencia la existencia de una identidad colectiva catalana bajomedieval, definida por una serie de elementos como eran ser cristiano viejo y de credo católico, ser natural de Cataluña o de un linaje oriundo de la misma, tener por lengua propia el catalán, ser fiel y leal al rey de Aragón y conde de Barcelona u otros monarcas de su estirpe, como los reyes privativos de Mallorca y de Sicilia, estar regido por la legalidad y las instituciones del Cataluña y participar de las alteridades que distinguían y/o contraponían a los catalanes, en el ámbito interno, de las minorías religiosas o esclavizadas de los dominios de la Corona de Aragón y, en el ámbito externo, de los pueblos vecinos, especialmente, de aquellos que eran considerados hostiles y enemigos tradicionales, como los andalusíes, los franceses o los genoveses. Dicha identidad encuentra su génesis en el siglo XII y se extendió al común de la población de Cataluña en el XIII, incluyendo a los que emigraban de ella, cosa que condujo a una estratificación de la misma en diversos niveles de percepción y asunción de catalanidad. En consecuencia, de forma coetánea, pero con matices, entre finales del siglo XIII e inicios del XVI, no solo se identificaron y eran reconocidos como «catalanes» y miembros de la «nación catalana» los cristianos naturales del principado de Cataluña, sino que también lo fueron los cristianos mallorquines, menorquines, ibicencos y la mayor parte de los valencianos, así comolas minorías catalanohablantes afincadas en diferentes enclaves del Mediterráneo e, incluso, de una manera generalista y simplemente nominal, todos los súbditos de la Corona de Aragón a raíz de la preponderancia demográfica y comercial tradicional de los súbditos catalanófonos del rey de Aragón. Con todo, la evolución política y jurídica interna de los reinos y principado de la Corona de Aragón en los siglos XIV y XV y la conformación de la Monarquía Hispánica conllevó la disolución de las modalidades más amplias de catalanidad y el fortalecimiento de la de los naturales del principado catalán, cuya identidad colectiva se consolida como la única y unívoca identidad catalana en la época moderna.

Notas[Subir]

[1]

Si bien empezó a ser tratado con notable rigor metodológico por la historiografía profesional a partir de los años 80 del siglo XX, ha vivido su mayor impulso en las últimas dos décadas.

[2]

Debido a la limitación de espacio, de la abundnte producción bibliográfica de los principales estudiosos de la temática, tales como Flocel Sabaté o Stefano M. Cingolani, entre otros, solo se citan las publicaciones que se han juzgado más oportunas. Tampoco se citan las obras que, aunque han tratado la materia, tienen notables problemas metodológicos que conducen a interpretaciones extremadamente desfasadas y superadas. A modo de ejemplo, véase ‍SOBREQUÉS, 2019.

[3]

‍BISSON, 1984.

[4]

‍SALRCAH, 1988.

[5]

‍ZIMMERMANN, 1989; ‍1995.

[6]

‍IGLESIA, 1995.

[7]

‍SABATÉ, 1997; ‍2015; ‍2016.

[8]

‍CINGOLANI, 2015.

[9]

‍PALOMO, 2018b; ‍2020a.

[10]

‍FERRANDO, 1980.

[11]

‍GONZÁLEZ ANTÓN, 1981.

[12]

‍SESMA, 1987.

[13]

‍LALINDE, 1997.

[14]

‍GUINOT, 1999.

[15]

‍MAS, 2005; ‍2020.

[16]

‍BAYDAL, 2016; ‍2019.

[17]

‍RUBIO, 2012.

[18]

‍VICIANO, 2014.

[19]

‍MORAN y RABELLA, 2015.

[20]

‍GARCÍA-OLIVER, 2016; ‍2017.

[21]

‍FAJARDO, 2018; ‍2021.

[22]

‍LLEDÓ-GUILLEM, 2019.

[23]

‍TOMÁS, 2020.

[24]

‍CINGOLANI, 2007; ‍2010. ‍SABATÉ, 2010; ‍2016. ‍PALOMO, 2019; ‍2020a; ‍2020b.

[25]

Para la hispanidad medieval de los catalanes, véase ‍SABATÉ, 1997; ‍1998; ‍2015. Para la españolidad de los catalanes entre 1479 y 1714, véase ‍PALOMO, 2018b: 229-‍258; ‍2020b.

[26]

‍RUBIO, 2012, vol. 2: 146.

[27]

‍MAS, 2020.

[28]

‍RUBIO, 2012, vol. 1: 77.

[29]

‍GARCÍA-OLIVER, 2017: 277.

[30]

‍GARCÍA-OLIVER, 2016: 198.

[31]

‍CINGOLANI, 2015: 126-‍129.

[32]

‍CINGOLANI, 2015: 143.

[33]

‍SABATÉ, 2015: 30-‍31.

[34]

‍SABATÉ, 2016: 9-‍10.

[35]

‍GONZALBO, 1994: 76-‍109.

[36]

‍MARAVALL, 1964.

[37]

‍RUBIO, 2012, vol. 1: 243-‍247.

[38]

‍FURIÓ, 2012: 58.

[39]

‍SOLDEVILA, 2007: 413.

[40]

Sin embargo, algunas zonas de la frontera entre Aragón y Cataluña oscilan y/o son objeto de disputa hasta el siglo XIV, cuando unas se reintegran o consolidan definitivamente en el principado de Cataluña, destacando el Valle de Arán y las comandas de Ascó, Miravet y Horta de las Órdenes Militares, y otras en el reino de Aragón, especialmente, el condado de Ribagorza y las villas y términos de Mequinenza y de Fraga. ‍SABATÉ, 1997: 281-‍313.

[41]

‍GUINOT, 1999. ‍MAS, 2020.

[42]

‍MAS, 2005: 111.

[43]

‍VICIANO, 2014: 247-‍248. ‍MAS, 2020: 129-‍131.

[44]

Aunque la mayoría de mercaderes que se aglutinaban en los consulados ultramarinos eran cristianos catalanoparlantes, estas instituciones auspiciaban y tenían jurisdicción en su demarcación sobre todos los mercaderes súbditos de la Corona de Aragón. ‍FERRER I MALLOL, 1999.

[45]

‍MAS, 2020: 120.

[46]

‍CINGOLANI, 2015: 266-‍267. Sobre el concepto de «nación» bajomedieval, véanse: ‍RUBIO, 2012. ‍SABATÉ, 2015. ‍BAYDAL, 2016. ‍MAS, 2020.

[47]

‍MAS, 2005; ‍2020.

[48]

‍MAS, 2005: 122-‍123.

[49]

‍SOLDEVILA, 2011: 68.

[50]

‍GARCÍA-OLIVER, 2016: 190.

[51]

‍MAS, 2005: 114.

[52]

‍GARCÍA-OLIVER, 2017: 278.

[53]

‍MAS, 2020: 126-‍127.

[54]

‍GARCÍA-OLIVER, 2017: 290.

[55]

‍RUBIO, 2012, vol. 1: 58.

[56]

‍BAYDAL, 2016: 34.

[57]

‍MAS, 2020: 150-‍153.

[58]

‍SOLDEVILA, 2014: 324. Esta identidad ha sido llamada «identidad pan-regnal» (‍BISSON, 1988: 142) o «nación dinástica» (‍RUBIO, 2012. ‍GARCÍA-OLIVER, 2016. ‍MAS, 2020). No obstante, la mayoría de las veces no fue una identidad pan-regnal, puesto que excluía a los súbditos sardos, griegos, sicilianos y napolitanos. Tampoco fue una nación o identidad dinástica, ya que remitía a la figura del rey de Aragón, pero no a la Casa de Aragón. Por eso ni los reyes de las dinastías cadete de la Casa de Aragón de Sicilia y de Nápoles ni sus súbditos —mientras tuvieron monarcas particulares— formaron parte de la identidad colectiva y nación del rey de Aragón o catalano-aragonesa.

[59]

‍BAYDAL, 2022.

[60]

Aunque la tradición historiográfica atribuye esta política identitaria a los reyes de Aragón de linaje castellano —véase, por ejemplo, ‍GARCIA-OLIVER, 2016: 207—, ya es claramente perceptible, al menos en lo que respecta al principado de Cataluña, en el reinado de Martín el Humano, como ilustraremos más adelante con algunos ejemplos.

[61]

‍RUBIO, 2012, vol. 1: 57-‍72. ‍MAS, 2020: 149-‍162.

[62]

‍RUBIO, 2012, vol. 1: 67.

[63]

‍MAS, 2020: 318.

[64]

‍SABATÉ, 2015: 37.

[65]

‍RUBIO, 2012, vol. 1: 76-‍84. ‍MAS, 2020: 158.

[66]

‍SABATÉ, 2016: 86-‍90.

[67]

‍MAS, 2020: 161.

[68]

‍RUBIO, 2012, vol. 1: 76.

[69]

‍SABATÉ, 2016: 93-‍94.

[70]

‍DURAN, 2005. ‍GARCÍA-OLIVER, 2017: 277.

[71]

‍SABATÉ, 2016: 93.

[72]

‍RUBIO, 2012, vol. 1: 86. ‍MAS, 2020: 128 y 158-‍162.

[73]

‍ZURITA, 1579: 307v.

[74]

‍PALOMO, 2020a.

[75]

‍LALINDE, 1988. ‍RUBIO, 2012. ‍SABATÉ, 2015: 42.

[76]

‍RUBIÉS, 1999. ‍SABATÉ, 2010: 397. ‍BAYDAL, 2016.

[77]

‍GARCÍA-OLIVER, 2016: 206.

[78]

‍FERRANDO, 1980. ‍RUBIO, 2012. ‍BAYDAL, 2016. ‍MAS, 2020: 167.

[79]

Justo cuando la identidad pan-catalana que aunaba a los cristianos catalanófonos reculaba en favor de los particularismos regnícolas.

[80]

‍SABATÉ, 2016: 99-‍100. ‍PALOMO, 2018b: 135-‍150 y 283-‍295.

[81]

‍RUBIO, 2012, vol. 1: 256-‍331.

[82]

‍SABATÉ, 2013. ‍GARCÍA-OLIVER, 2016: 205.

[83]

‍FERRO, 2015: 376-‍379.

[84]

‍MAS, 2020: 141-‍148.

[85]

Desde el conde Ramón Berenguer IV de Barcelona habían sido las armas del soberano catalano-aragonés y sus descendientes, de manera que Pedro el Ceremonioso, podía hablar en su crónica —redactada en las décadas de 1350 y 1380— de «la bandera de la Casa reial d’Aragó». ‍SOLDEVILA, 2014: 46.

[86]

Archivo de la Corona de Aragón, Barcelona (ACA), Cancillería, Procesos de Cortes, 11, f. 29r.

[87]

‍RUBIO, 2012, vol. 1: 73.

[88]

‍ALBERT y GASSIOT, 1928: 58-‍71. Discurso que contrasta con la breve alusión que el rey Martín hizo de la misma conquista de Sicilia en su proposición real a las Cortes de Aragón, en la que no incluyó su persona en la nación aragonesa cuando recordó que: «stando nos en la conquista de Sicilia e no podimos haver socors de ninguna part, vosotros por vuestra bondat nos enviastes cent bacinets con don Pedro de Castre, qui era cap dellos pagados a VI meses, con lo [sic] quales mediant la gracia de Dios nos hoviemos todo lo regno a nuestra mano». ‍NAVARRO, 2008: 16.

[89]

‍RUBIO, 2012, vol. 1: 73.

[90]

‍SABATÉ, 2016: 14.

[91]

‍RUBIO, 2012, vol. 1: 73.

[92]

‍PALOMO, 2020b.

[93]

‍MARFANY, 2001.

[94]

‍FERRANDO, 1980: 5.

[95]

‍MORAN y RABELLA, 2015. ‍CINGOLANI, 2015: 272-‍276. ‍SABATÉ, 2016: 91-‍97. ‍TOMÁS, 2020.

[96]

‍FERRANDO, 1980: 7.

[97]

‍SOLDEVILA, 2011: 51.

[98]

‍MAS, 2005; ‍2020. ‍SABATÉ, 2010. ‍RUBIO, 2012. ‍BAYDAL, 2016; ‍2019. ‍LLEDÓ-GUILLEM, 2019. ‍PALOMO, 2020b.

[99]

‍SABATÉ, 2016: 97. ‍TOMÁS, 2020: 230-‍236.

[100]

‍HASTINGS, 2000.

[101]

‍MAS, 2020.

[102]

‍GUINOT, 1999. ‍MAS, 2005. ‍BRAMON, 2015. ‍BAYDAL, 2016. ‍CASTELL, 2018.

[103]

‍PALOMO, 2020b.

[104]

‍CINGOLANI, 2015: 267-‍268.

[105]

‍SIMON, 2006.

[106]

‍MAS, 2020: 84.

[107]

‍SABATÉ, 2016: 76-‍78.

[108]

‍MAS, 2005: 126.

[109]

‍SANS, 1994: 177 y 205.

[110]

‍CARRERAS, 1892: 104.

[111]

‍PALOMO, 2018a: 56.

[112]

‍SOLDEVILA, 2008: 33.

[113]

‍PALOMO, 2018a: 39.

[114]

‍SABATÉ, 2009: 100.

[115]

‍ROVIRA, 1933. ‍GONZALBO, 1994.

[116]

‍CAWSEY, 2008.

[117]

‍SABATÉ, 2010: 407.

[118]

‍SOLDEVILA, 2014: 156.

[119]

‍ALBERT y GASSIOT, 1928: 27.

[120]

‍SOLDEVILA, 2014: 243.

[121]

‍SOLDEVILA, 2011: 475.

[122]

‍ALBERT y GASSIOT, 1928: 209.

[123]

‍MIQUEL, 2020: 58.

[124]

‍BOFARULL, 1863, vol. XXIV: 223.

[125]

‍MUXELLA, 2013: 228. El corchete y su contenido es un añadido nuestro.

[126]

‍SCHWARTZ y CARRERAS, 1893: 555.

[127]

‍LALINDE, 1988: 157-‍162.

[128]

‍LALINDE, 1988: 87. ‍FERRO, 2015: 37.

[129]

‍ALBERT y GASSIOT, 1928: 212.

[130]

‍FERRO, 2015: 453.

[131]

Cortes de los Antiguos Reinos de…, 1907: 245-‍246.

[132]

‍FERRO, 2015: 325-‍326.

[133]

‍SABATÉ, 2016: 25-‍26.

[134]

El Consejo del Principado fue creado por la Diputación del General a instancia de los brazos reunidos en las Cortes de 1461 con el objetivo de asesorar a los diputados y oidores. Compuesto por veintisiete miembros, nueve por estamento, ayudó a legitimar las decisiones de la Diputación y se consolidó como una de las corporaciones directoras del bando anti-juanista durante la guerra, mano a mano con los consistorios de la Diputación y de Barcelona. Sobre el Consejo del Principado, así como acerca de la oligarquía barcelonesa y su control del gobierno de la ciudad a lo largo del XV y para la colaboración del Consejo de Ciento barcelonés con la Diputación durante la guerra, véase ‍JUNCOSA, 2007; ‍2018. ‍MIQUEL, 2020.

[135]

‍SANS, 1994: 172 y 188.

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