Los historiadores estamos acostumbrados a tener que enfrentarnos a los lugares comunes que sobre nuestros objetos de investigación han hecho fortuna entre la ciudadanía. Como cualquier simplificación, esa panoplia de tópicos cuenta en su interior con elementos que no son ajenos a la realidad. Sin embargo, pocos de ellos resisten un análisis en profundidad. Los ejemplos que nos pueden venir a la mente son múltiples, pero si pensamos en el siglo pasado pocos casos son tan representativos de esa tendencia a operar con clichés genéricos como la trayectoria de la Sociedad de Naciones (SdN). Cualquier aproximación a esta organización internacional suele estar mediada por la idea de fracaso. Se presenta como un experimento malogrado, destinado a zozobrar prácticamente desde su inicio y que no supo atender a las sucesivas crisis de posguerra. Este sombrío relato está salpimentado de situaciones que adornan ese camino hacia la debacle: el aislacionismo de Estados Unidos, la enfermedad de Woodrow Wilson, la ocupación francesa del Ruhr, la inestabilidad en los Balcanes, el irredentismo mussoliniano, el crac del 29, el expansionismo japonés, la guerra del Chaco, el ascenso al poder de Hitler, el rearme alemán, la invasión italiana de Etiopía y, finalmente, el golpe militar de julio de 1936 en España, que dio paso a la guerra civil en el país ibérico.

A partir de entonces, siguiendo la clásica sucesión de hechos concatenados, la SdN se comportó como un organismo moribundo, cuyo papel usurpó temporalmente el ineficaz Comité de no intervención, radicado en Londres. Su concurso resultó fatal para los intereses republicanos, como han puesto de manifiesto los trabajos de Enrique Moradiellos, Ángel Viñas o David Jorge. A la altura de 1938, la política de apaciguamiento sancionada por los acuerdos cuatripartitos de Múnich confirmó el colapso de la entidad ginebrina, que aún tuvo tiempo de proponer en 1939 la expulsión de la Unión Soviética, a raíz de que el régimen estalinista se precipitase sobre Finlandia. Un canto del cisne que se prolongó hasta el 18 de abril de 1946, cuando la Asamblea de la SdN acordó su disolución. Prácticamente un año antes los delegados de cincuenta naciones se habían reunido San Francisco para consensuar la Carta de las Naciones Unidas, organismo que comenzó su andadura el 24 de octubre de 1945 con el objetivo de no repetir los errores del pasado. Pretérito y presente/futuro convivieron, pues, de modo fugaz en lo que no cabe ser descrito sino como una ficción institucional.

Si un lector se asomase exclusivamente a los dos primeros capítulos de la obra aquí reseñada bien podría concluir que la reconstrucción histórica presentada en los párrafos anteriores es en esencia correcta. Por descontado, el profesor José Antonio Sánchez Román, fruto de su hábil manejo de la bibliografía especializada y mediante el recurso a una pequeña muestra de fuentes primarias, introduce ya en estas casi ciento cincuenta páginas sugerentes matices al relato más extendido. Por mencionar tan solo uno, sobresale la ambivalente valoración que puede realizarse sobre el denominado espíritu de Locarno. Frente a la dicotomía entre críticos y optimistas, ejemplificada respectivamente por los trabajos de Robert Boyce y de Patrick O. Cohrs, nuestro autor evita los juicios excluyentes y fija su atención en cómo estos acuerdos interactuaron con la SdN. Un acercamiento lateral muy provechoso, ya que permite comprobar que, ante los retos del sistema internacional, la organización no siempre se limitó a desempeñar el papel reactivo que le han reservado las obras de divulgación. Así, como especifica Sánchez Román, «el Tratado de Asistencia Mutua y el Protocolo de Ginebra, diseñados por las potencias en el seno de la Liga, inspiraron algunos de los instrumentos luego plasmados en Locarno» (p. 99). A su vez, los acuerdos alcanzados en octubre de 1925 también alteraron ciertas prácticas de la sociedad ginebrina. Esta cobró mayor protagonismo como garante de las fronteras en ellos reconocidas y de las actuaciones de arbitraje que fueran preceptivas, atravesando un proceso de readaptación especialmente crítico tras la incorporación de Alemania en 1926.

Por consiguiente, más allá de destacar la incapacidad de Locarno para promover una efectiva estabilización del sistema o justipreciar la oportunidad que su espíritu supuso para insuflar vida al orden euroatlántico, cuyo primer cometido pasaba por resolver el pago de la deuda alemana sin condenar a la economía del país a la pesadilla vivida años atrás, el examen realizado en esta monografía destaca por situar a la SdN en una posición mucho más definida en el contexto de entreguerras. Sin intentar disimular sus limitaciones, la mera existencia del marco asambleario con sede en Ginebra dibujaba un escenario que las potencias del sistema debían tener en cuenta en su proceder en materia internacional. Como sostiene el profesor Sánchez Román «La Liga no era la clave de bóveda del sistema, como tampoco lo es hoy la ONU, pero eso no significa que no cumpliera papel alguno» (p. 177).

Así es. Sus facultades propositivas como agente del orden mundial dependían, como no podía ser de otro modo, del comportamiento de sus miembros y de las relaciones entre estos. De ahí que, en la década de los años treinta, cuando parte de los actores centrales se precipitaron hacia la crisis y la confrontación, la SdN sufriese de igual modo esa oleada de intolerancia violenta que desdeñaba el diálogo. Las costuras del orden con el que se aspiró a dejar atrás el conflicto bélico de 1914 saltaron por los aires. Si se hace un juicio sumarísimo, la organización creada por los vencedores de la Gran Guerra para salvaguardar la paz había fracasado en su misión más ambiciosa. No obstante, como se pone de relieve en este volumen, fue un descalabro generalizado y cuya responsabilidad no debe recaer en la supuesta futilidad de la SdN, ni tampoco ser la excusa para negar su impronta en periodos posteriores.

Para empezar, su presencia facilita que el Estado-nación gane enteros como unidad que configura la arquitectura mundial del momento. Los imperios —formales o informales— que pervivieron tras 1918 experimentaron una profunda extraversión, como explicita el título del libro que nos ocupa cuando hace referencia a «la reinvención del imperialismo liberal». Con esta expresión, el autor articula un hilo discursivo que le permite conectar la organización ginebrina con lo que décadas más tarde acaba denominándose gobernanza global o multinivel. Expresado de tal modo puede parecer un salto argumentativo exagerado, pero la lectura de la obra ofrece sobradas razones para entender dicha vinculación. A grandes rasgos, tomando como punto de partida los ya clásicos enunciados de Craig Murphy sobre la emergencia de las organizaciones internacionales desde 1850 y la consecuente forja de un internacionalismo liberal, lo que propone Sánchez Román es extender la condición de liberales imperialistas a todos aquellos que favorecieron el tránsito del imperialismo clásico a nuevas formas de actuación en la esfera universal. Para ello se apoya en las mutaciones experimentadas por el Imperio británico, tomando la SdN como piedra de toque con la que contrastar la profundidad de estas transformaciones y las resistencias encontradas. Este enfoque conlleva un manejo de los vocablos imperialista y liberal susceptible de resultar un tanto heterodoxo si es observado con tintes presentistas. En cambio, refleja con fidelidad los borrosos límites existentes en el pensamiento de aquellos políticos, intelectuales o activistas que protagonizaron los debates sobre la configuración territorial del Imperio británico y su acción exterior. Resulta por ello clarificador el primero de los interludios que contiene el volumen, en el que se plantea entre interrogantes si verdaderamente se puede definir al sistema internacional de los años veinte como una sociedad de naciones.

Coincido plenamente con el profesor Sánchez Román cuando afirma que ni en los presupuestos sobre la autodeterminación esgrimidos por el presidente Wilson ni en el imaginario de los arquitectos de la SdN existía la conciencia de que todos los pueblos o individuos que poblaran el planeta tuvieran una única naturaleza. La desigualdad y la estructuración jerárquica del mundo y sus relaciones internacionales eran inherentes al sistema de entreguerras, lo que no niega que en ese mismo ecosistema surgieran distintas formas de entender y, sobre todo, de ejercer la soberanía. Nuevas realidades como, por ejemplo, los mandatos, que son analizados por extenso en el tercer capítulo del libro. El paternalismo que late en el origen de estas tutelas occidentales sobre grandes áreas geográficas situadas a miles de kilómetros de distancia de las principales capitales europeas no está tampoco reñido con la genuina voluntad de la institución ginebrina de amortiguar los problemas de convivencia que se registraban prácticamente en todos los continentes.

El régimen de protección de minorías fue vislumbrado en los acuerdos de paz de 1919, aunque su desarrollo estuvo más bien caracterizado durante los años veinte por el recurso al ensayo y error ante los casos prácticos que se fueron presentando, junto a las —no siempre funcionales— discusiones que protagonizaban los expertos que formaban parte de la Sociedad. El capítulo dedicado a la cuestión constata la inviabilidad de corregir ciertas situaciones de indefensión en una atmósfera contaminada por nacionalismos excluyentes, por no mencionar las cuestiones raciales o religiosas. Ni la SdN ni ningún otro actor de aquel entonces hubiera sido capaz de alcanzar la cuadratura del círculo; especialmente porque dicho régimen acabó derivando en un campo de batalla sobre el que se proyectaban debates nada edificantes. Uno de ellos fue la cuestión de las minorías religiosas, zanjando el autor del texto la controversia existente sobre el supuesto peso que tuvieron las organizaciones judías para imponer su criterio respecto al instrumento para las minorías. Resulta asimismo un acierto rescatar en este punto la voz del español Pablo de Azcárate, quien fue miembro del Comité de Minorías. Sánchez Román recurre a su testimonio para ilustrar las contradicciones que asaltaban a ese conjunto de internacionalistas liberales ante prácticas que acabaron por calificar como políticas en lugar de humanitarias. Unas prevenciones que propiciaron que tras la Segunda Guerra Mundial la cuestión de las minorías se recuperase, pero bajo el paraguas más amplio de los derechos humanos.

Precisamente, los tres capítulos restantes, junto al segundo interludio, aportan nuevas evidencias sobre la pervivencia de elementos e ideas exploradas por la SdN en la configuración de la ONU y su posterior desarrollo. Por un lado, se destaca la importancia que tuvieron los organismos técnicos, incluso en el periodo en el que la Sociedad avanzaba hacia su muerte cerebral en términos políticos. Conceptos tan importantes en la segunda mitad del siglo XX como los de desarrollo económico beben directamente de las fuentes ginebrinas. Por otro lado, por más que fueran cuestiones que no formaran parte de los pilares fundacionales de la SdN, la dimensión social y humanitaria de esta fue ganando enteros. Salvo, quizás, las políticas de auxilio a los refugiados, las acciones en materia de salud pública o las orientadas a frenar la trata de mujeres son, en general, facetas poco conocidas de la organización y que tuvieron continuidad en el nuevo marco internacional inaugurado en 1945.

A modo de conclusión, me gustaría acentuar el valor que en los tiempos que corren se ha de conceder a esta prolija monografía. Frente a la mayor «rentabilidad» de los artículos académicos, hace falta que se alcen trabajos minuciosos como los de José Antonio Sánchez Román. Solo disponiendo de suficiente espacio y destinando mucho tiempo a lecturas y al trabajo de archivo —eso sí, se echa en falta alguna explicación sobre el criterio que se ha seguido para la selección y manejo de las fuentes primarias— es posible realizar estudios como este, cuya lectura es útil desde la propia introducción. No se trata de ofrecer lecciones —de ahí sus inexistentes conclusiones, que son sustituidas por un breve apartado final—, sino de examinar la trayectoria de la SdN y comprender su significado. En su caso, el autor apuesta, acertadamente en mi opinión, por ligar su devenir a la crisis de legitimidad de los imperios europeos, perspectiva que más que agotar el debate sirve para enriquecerlo. Un libro, en definitiva, que se suma a las escasas aportaciones que se han hecho desde España al examen de la organización y que dialoga con solvencia con la bibliografía internacional.