Bajo el título La diferencia insular. El modelo fiscal de Canarias en perspectiva histórica, la editorial Tirant lo Blanch ha editado en dos volúmenes los resultados de un contrato de servicio firmado entre el Gobierno de Canarias y la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria y dirigido por Sergio Solbes Ferri, que tuvo como objetivo analizar la evolución de la hacienda pública en Canarias entre la conquista castellana y el establecimiento de la administración autonómica. El primer volumen, que ahora reseñamos, está dedicado a El Antiguo Régimen: la Real Hacienda y el proceso de construcción del Estado, circa 1500-‍1845, tiene por autores al mencionado Sergio Solbes Ferri y a Daniel Castillo Hidalgo y aborda la construcción de la hacienda estatal en Canarias desde la introducción de una fiscalidad diferencial a inicios del siglo XVI hasta la reforma de Mon-Santillán a mediados del siglo XIX. Dividido en cuatro capítulos, acompañados de introducción, conclusiones y apéndices, así como de un prólogo de Francisco Comín Comín, el libro no pierde en ningún momento el carácter de informe que motiva el proyecto, y, por tanto, está basado casi exclusivamente en fuentes secundarias, en buena medida procedentes de las investigaciones de los propios autores, pero abre también un gran número de debates de relevancia para todos aquellos historiadores interesados en el pasado canario en general y en la historia fiscal española en particular.

El primer capítulo («Un régimen particular en una Monarquía Compuesta») trata el proceso de implantación de la hacienda real en Canarias tras la conquista castellana culminada a principios del siglo XVI, que daría pie a la creación de una fiscalidad diferencial de acuerdo a los principios de una sociedad basada en el privilegio. La característica principal en este sentido fue la exención de impuestos sobre el consumo, que constituían la fuente de ingresos más importante del estado castellano, mediante la concesión de franquezas que tenían por objetivo estimular la repoblación de las islas realengas de Gran Canaria, La Palma y Tenerife. En consecuencia, el establecimiento de la fiscalidad real en el archipiélago pivotó sobre tres pilares, que debían proporcionar rendimientos suficientes para el mantenimiento de un limitado aparato estatal: una fiscalidad aduanera reducida respecto a otros territorios de Castilla, la aplicación de regalías, entre las que destaca la renta de las orchillas, y la transferencia de parte del diezmo eclesiástico en forma de tercias reales, el único de estos tributos que era percibido también en unas islas de señorío muy poco afectadas, por lo demás, por la hacienda real. Este modelo, garantizado por privilegios temporales en un primer momento, fue definitivamente consolidado a inicios del reinado de Carlos I, toda vez que quedaban definidos otros aspectos fundamentales, como los procedimientos de recaudación, que oscilaron entre el arrendamiento y el encabezamiento, los circuitos del gasto, cuya partida principal fue el sustento de unas incipientes milicias locales y la construcción y mantenimiento de las fortificaciones, y el reducido papel de unas haciendas municipales centradas en torno a la administración de los bienes de propios. Las principales modulaciones sobre este modelo fiscal de baja intensidad hasta la llegada de la dinastía borbónica más de un siglo y medio después tuvieron una doble naturaleza, expuesta en la segunda parte del capítulo. En primer lugar, encontramos las consecuencias de los tráficos comerciales con las Indias, que gozaron de tasas reducidas para determinados productos respecto a los gravámenes aplicados en la Península y, más importante, continuaron estando permitidos bajo estrictos criterios tras la imposición del sistema de flotas, que centralizó en Sevilla la navegación con América a partir de mediados del siglo XVI. Eso sí, dicho tráfico estuvo controlado por la Casa de la Contratación, que también recibía un producto fiscal transferido regularmente hacia la capital hispalense. Más importante que los posibles rendimientos eran las oportunidades que este comercio ofrecía a las élites canarias, tanto a nivel económico como en relación a la interlocución con el estado. Esto dejaba pendiente una segunda cuestión, como era la necesidad de incrementar los ingresos de la hacienda real en las islas a partir de la primera mitad del siglo XVII, para hacer frente tanto a las demandas de la Corona como a un moderado aumento del gasto militar. Esto pasó por el establecimiento de modulaciones sobre los impuestos establecidos tras la conquista, pero, sobre todo, por la creación de toda una serie de expedientes, entre los que destacan la imposición de arbitrios-donativos, que eran gestionados por unos municipios que incrementaron en torno a ellos sus propias haciendas, y el establecimiento de la renta del tabaco hacia mediados del siglo XVII.

El siguiente capítulo («El siglo XVIII y las reformas del estado fiscal borbónico, 1715-‍1770») aborda las transformaciones introducidas en la fiscalidad canaria tras la llegada al trono de los Borbones. En una escala general estos cambios buscaron aumentar los ingresos de la hacienda real sin incrementar la presión fiscal sobre los súbditos y, por tanto, estuvieron centrados en la introducción de innovaciones administrativas que pudieran mejorar la eficiencia recaudatoria. En principio, Canarias debía mantener inalterada su situación privilegiada, pero, sin embargo, la introducción de estas novedades iba a alterar el status quo y generar una creciente conflictividad. El punto crítico fue el intento de introducción de las intendencias, saldado con el asesinato del Juan Antonio Ceballos, un conflicto en el que también traslucen las rivalidades entre las élites isleñas. Tras este trágico suceso, la reforma de la hacienda real en Canarias iba a adoptar perfiles más moderados, pero muy exitosos. En este sentido, las primeras décadas del siglo XVIII vieron toda una serie de transformaciones en las figuras fiscales, que quedaron agrupadas en una serie de conjuntos, la gestión recaudatoria, donde el arrendamiento fue sustituido por la administración directa, y los circuitos del gasto, con la lenta introducción de una tesorería general proyectada sobre el territorio a través de toda una serie de tesorerías provinciales. En adelante, el capítulo analiza de manera monográfica algunos de estos temas. Por lo que respecta a las rentas generales, que en Canarias agrupaban a la mayoría de tributos establecidos tras la conquista, la introducción de la administración directa fue temprana, pero tuvo numerosas resistencias. Esto generó una disputa entre el comandante general y el administrador provincial de rentas generales que, sin embargo, permite evaluar mejor las ventajas y costes de un modelo, que multiplicaba los gastos administrativos pero que, a la larga, permitió un incremento sostenido de la recaudación. El caso del tabaco presenta perfiles diferentes, pues la tardía introducción de esta renta favoreció la aplicación de la administración directa, que en Canarias fue particularmente temprana. Nuevamente, esta implicaba toda una serie de costes fijos, que aquí eran mayores debido a la estructura dispuesta para la venta, pero que, sin embargo, también estuvieron ampliamente compensados por el incremento del consumo y las tarifas aplicadas. La llegada de la nueva dinastía también provocó una reorganización en los tráficos comerciales con Indias, que iban a experimentar una verdadera edad de oro, en la que fueron particularmente importantes tanto el tráfico de retorno, que produciría los mayores rendimientos a la hacienda real, como las reexportaciones de coloniales a Europa, todo ello con un fuerte impacto económico. La mayoría de estos rendimientos iban a engrosar la tesorería provincial de Canarias, analizada en la última parte del capítulo. En este sentido, debemos considerar que los gastos asumidos por la tesorería provincial en las islas siguieron estando centrados en un aparato defensivo muy limitado, mientras que los restantes caudales eran remitidos a la Península. En conclusión, un periodo que consolidó el estado fiscal en Canarias, a costa de modificar paulatinamente los privilegios del archipiélago, y tuvo un impacto profundo en la sociedad isleña.

El tercer capítulo («Canarias y el Estado fiscal-militar, 1770-‍1808») aborda las importantísimas transformaciones experimentadas por la hacienda en Canarias hacia finales del siglo XVIII, que inauguran un periodo completamente diferenciado en su historia. Frente a otros momentos, el cambio iba a venir dado por el incremento del gasto, analizado en el primer epígrafe. En efecto, el clima bélico de mediados de la centuria, que había amenazado seriamente las posesiones coloniales españolas, motivó una reforma militar en las islas, desarrollada bajo el mandato del teniente coronel Nicolás Macía Dávalos. Esta incrementó drásticamente el coste del ejército estacionado en Canarias, en buena medida debido al aumento del tamaño de las milicias, pero también por la creciente profesionalización de los mandos y efectivos. Dicha reforma, que permite hablar del establecimiento al fin de un estado fiscal-militar en Canarias, fue financiada con cargo a las figuras fiscales existentes, de modo que, si bien no alteró los tradicionales privilegios, sí que redujo el líquido disponible que podía ser remitido a la tesorería general. Los tráficos comerciales con América iban a ser otro de los elementos afectados durante esta etapa. La liberalización paulatina del comercio peninsular con las colonias americanas iba a ir limando progresivamente la especificidad comercial canaria y con ello acabando con una fuente de ingresos fiscales, pero sobre todo con buena parte de las bases económicas de las islas y un elemento central en la relación de las élites canarias con el estado. El reconocimiento de esta derrota llegó con la solicitud de incorporación de Santa Cruz de Tenerife al listado de puertos habilitados, algo que también acababa de transformar los equilibrios territoriales del archipiélago, pues tanto Gran Canaria como La Palma quedaron finalmente fuera de estos circuitos. Esta transformación iba a verse pronto comprometida por la crisis en la que la coyuntura bélica finisecular sumió a la hacienda real, un periodo en que quedaron comprometidos por primera vez los fundamentos de privilegio sobre los que había descansado la hacienda real en el Antiguo Régimen. La principal novedad en este sentido, fue la reintroducción de las emisiones de deuda pública en forma de vales reales. Este recurso, sostenible durante la década de 1780, quedó comprometido a partir de 1794, cuando la Guerra de la Convención Nacional forzó una multiplicación de ventas difícilmente sostenible en el largo plazo. La primera respuesta del estado ante las dificultades fue la separación del servicio y la redención de la deuda, que empezó a contar con planes de financiación específicos que incluían por vez primera la desamortización de propiedades vinculadas. El panorama resultante fue bastante caótico, especialmente a partir del empeoramiento de la hacienda real en 1800. En Canarias, el aspecto más destacado de los arbitrios dispuestos para la amortización de títulos reside, en un primer momento, en la administración de buena parte de ellos por la casa comercial de los Cólogan. Sin embargo, en una segunda fase, el intento de aumentar los recursos para la redención de la deuda iba a llevar tanto a alterar algunos de los privilegios tradicionales, como a impulsar el proceso desamortizador en las islas, toda vez que se ejercía un uso indiscriminado de la tesorería de Canarias ante el agotamiento de las rentas reales debido al incremento de los gastos fijos. En definitiva, un sistema que permitía afrontar con solvencia la paz, pero que era incapaz de sostener tiempos de guerra.

El último capítulo («Definición y características de un nuevo modelo de Estado, 1808-‍1845») describe la compleja transición de Canarias de un régimen fiscal privilegiado a los principios unificadores de la hacienda liberal instaurados en España durante la primera mitad del siglo XIX. En este sentido, los autores comienzan analizando los efectos de la Guerra de Independencia sobre la hacienda pública, desde las medidas dispuestas por las Juntas Supremas y el Consejo de Regencia, cuyo éxito fue escaso, hasta los decretos de las Cortes de Cádiz, que no hicieron desaparecer los apuros financieros pero que introdujeron medidas innovadoras como el primer presupuesto en forma de ley aprobado por un gobierno español. En Canarias, el periodo presenta notables ambivalencias. Creció la distancia con el estado, pero también iban a darse importantes transformaciones en relación a la representatividad de las islas en las institucionales nacionales, que generarían tensiones entre los poderes del archipiélago extendidos a la recaudación de rentas donde la junta provincial intentó influir a instancias de la junta central sin demasiado éxito. En suma, las transformaciones hacendísticas en Canarias fueron relativamente escasas por lo que respecta a las figuras fiscales y su importancia proporcional, en parte porque las islas solo estuvieron afectadas por la situación bélica de manera muy tangencial. Sin embargo, pese a esta escasez de cambios, la Guerra de Independencia iba a socavar definitivamente los fundamentos tributarios del Antiguo Régimen, como permiten comprobar los proyectos fiscales contenidos en el Estatuto de Bayona y la Constitución de Cádiz, que prefiguran las propuestas del liberalismo. Este proceso produjo resistencias, bien conocidas a nivel general, que en Canarias dieron pie a una genuina preocupación por las consecuencias económicas que podría tener la implantación de una fiscalidad unitaria en un periodo en que se produjeron otras mutaciones, tales como la sustitución de los cabildos por los ayuntamientos y la institución de una provincia unitaria, que pronto iba a incluir a todas las islas del archipiélago, a las que también se extendió la hacienda pública, tras la supresión de los señoríos. En última instancia, las élites canarias aceptaron la imposición de un mercado nacional, si bien reclamando cierta laxitud arancelaria que permitiera reflejar mejor la especificidad comercial del archipiélago. Unos principios cuya aplicación, en cualquier caso, no fue ni mucho menos linear ni uniforme, si tenemos en cuenta las idas y venidas producidas durante el reinado de Fernando VII. La regencia vendría a consolidar definitivamente estas tendencias y abordar otras, como la continuidad del proceso desamortizador y la mejora de la financiación municipal, aspectos que son analizados en epígrafes independientes. Finalmente, el libro culmina con la reforma de Mon-Santillán, que no es considerada solo como un punto de partida de la hacienda liberal, analizada en el segundo volumen, sino también como la llegada de buena parte de los cambios introducidos desde principios de la centuria. Sería a partir de entonces cuando comenzaría a reconstruirse sobre nuevos pilares la relación entre la sociedad canaria y el estado cuyos fundamentos desde la conquista castellana, basados en gran medida en el privilegio fiscal, habían quedado desarticulados definitivamente desde comienzos del siglo XIX.

Como reflejan los autores en las conclusiones al volumen, en las que hacen un repaso a los aspectos tratados en cada uno de los capítulos, la obra no busca solo presentar un recorrido a la historia de la hacienda pública en Canarias durante el Antiguo Régimen, sino considerar esta como un factor esencial a la hora de vehicular las relaciones sociopolíticas, sin dejar de considerar las repercusiones económicas de tales interacciones, un hecho a menudo olvidado por la historiografía fiscal. En este sentido, el libro desborda su carácter técnico inicial para cumplir plenamente sus objetivos como obra histórica.