La Carrera de Indias es el sistema que permitió la navegación y el comercio entre la España metropolitana y sus provincias de Ultramar a lo largo de más de tres siglos. Como es lógico, al ser una temática de primera importancia dentro de la historia de la España Moderna y aun dentro de la Historia Moderna a secas, la bibliografía es amplísima. Y, del mismo modo, ha generado algunas síntesis notables, como la firmada en 1994 por Antonio García-Baquero bajo el título de La Carrera de Indias. Suma de Contratación y Océano de los negocios. Sin embargo, todavía cabía espacio para el libro que nos ocupa, otra síntesis que se distingue de la anterior en varios extremos, como son el analizar el sistema poniendo el acento en la navegación (desde el propio título), centrarse en la época de vigencia de las flotas (es decir los siglos del monopolio sevillano y del monopolio gaditano) e incorporar todos los estudios realizados en los últimos treinta años, de modo que la obra es un modelo de erudición con más de seiscientos títulos mencionados en la bibliografía que cierra el texto, los cuales permiten la abrumadora cifra de más de ochocientas notas (en este caso también colocadas en las últimas páginas), muchas de ellas con varias entradas, a lo que añadiremos la inclusión de 18 imágenes, todas de ellas absolutamente pertinentes.

Acorde con el planteamiento de base, el autor comienza por los barcos que componen las flotas. Entre ellos, el principal de todos ellos, el galeón, «el rey de la Carrera», objeto de un completo análisis, que incluye los métodos de construcción, el necesario suministro de las maderas y los pertrechos (jarcias, velámenes, anclas) y la geografía de los astilleros, que tenían su centro de gravedad en los puertos de la cornisa cantábrica. Y sigue con la vida a bordo de los galeones, una vida llena de privaciones (insuficiencia de la alimentación, incomodidad del hacinamiento, falta de higiene, acción de los parásitos) y acosada por las enfermedades (viruela, sarampión, tifus y, por encima de todo, escorbuto), tanto para los tripulantes como para los pasajeros. Una vida regida por una serie de responsables, que iban desde el capitán (la suprema autoridad a bordo), siguiendo por el maestre (que mandaba directamente sobre los tripulantes) y el piloto (que se encargaba de la navegación) hasta llegar al contramaestre, que se ocupaba del cumplimiento de las órdenes y del mantenimiento de la disciplina entre la marinería.

Tras pasar revista al sistema fiscal imperante en la Carrera de Indias (singularmente a los dos impuestos principales de la avería y el almojarifazgo), el autor se ocupa de las que llama «armadas de protección». En efecto, si bien, por una parte, los barcos mercantes fueron puestos en condiciones de defensa (mediante la incorporación de piezas de artillería y de unidades de soldados) y, por otra, navegaron «en conserva» (es decir se agruparon en convoyes), también hay que señalar la creación de una serie de armadas o escuadras de guerra asentadas bien en el espacio comprendido entre el cabo de San Vicente y las Azores (la Armada de la Guarda de la Carrera de Indias, a la que ha dedicado una reciente y soberbia monografía Vicente Pajuelo), bien en América (la Armada de Barlovento y la Armada del Mar del Sur, que ya contaban con los solventes estudios de Pablo Emilio Pérez-Mallaína y Bibiano Torres).

A continuación, el autor trata (en el capítulo tercero) de las instituciones rectoras de la Carrera de Indias. En primer lugar, figuraba la Casa de la Contratación, que actuaría como máximo organismo responsable del comercio ultramarino entre 1503 y 1790, fecha en que se decretó su extinción. La Casa de la Contratación quedó constituida de modo definitivo en el último cuarto del siglo XVI, cuando a los tres dirigentes primitivos se les superpuso como primera autoridad un presidente (1579) y cuando junto a la sala de gobierno empezó a funcionar separadamente una audiencia o sala judicial con un fiscal y tres oidores (1583). Las competencias de la Casa abarcaban el apresto de las flotas (instrucciones a capitanes y maestres, visita e inspección de navíos), la defensa de las rutas oceánicas, el control del embarque de pasajeros y de mercancías (licencias y registros), la percepción de los derechos aduaneros (y la persecución del fraude), el conocimiento de todos los pleitos (civiles y criminales) vinculados con el trato mercantil, el mantenimiento del Padrón Real (o mapa arquetipo donde se anotaban todas las novedades referentes a avistamiento de tierras, establecimiento de accidentes geográficos o ensayo de derroteros diferentes de los ya experimentados) y el perfeccionamiento de la ciencia y la enseñanza de náutica. En este último sentido, los cargos técnicos creados fueron los de piloto mayor (1508) y cosmógrafo mayor (1523), aunque posteriormente se dotaron una cátedra de navegación y cosmografía, una plaza de piloto mayor arqueador y una cátedra de artillería, fortificaciones y escuadrones. De esta vocación salieron los libros de navegación en los que, como recoge el autor, tomando la frase de la obra de Julio Guillén Tato, «Europa aprendió a navegar».

Sin embargo, frente a esta instancia oficial, que naturalmente representaba los intereses de la Corona en el comercio colonial, los beneficiarios del monopolio, es decir los comerciantes españoles y naturalizados, consiguieron poner en pie una institución propia, el Consulado o Universidad de Cargadores a Indias, cuya creación fue sancionada por Carlos V en 1543 y confirmada por Felipe II en 1566. El Consulado, regido por un prior y dos cónsules, elegidos de entre sus miembros, formaba una corporación profesional de mercaderes vinculados al comercio colonial con la doble función de defender sus intereses frente a los de otros negociantes y, en ocasiones, frente a la propia Corona, y de dirimir los pleitos surgidos entre sus integrantes o con otros agentes mercantiles en una amplia serie de materias, que abarcaban desde las transacciones puramente mercantiles hasta las quiebras de compañías, los contratos de flete de naves, los préstamos a la gruesa o los seguros marítimos. El Consulado pudo mantener diferencias considerables con la Monarquía, especialmente en los momentos de acoso fiscal de la Hacienda Real (solicitud de préstamos, exigencia de donativos voluntarios e imposición de servicios extraordinarios), pero finalmente los conflictos se saldaban con la negociación y las relaciones estaban ordinariamente presididas por la colaboración, sobre todo porque la Universidad de Cargadores actuaba como habitual agente fiscal de la Corona y como permanente organismo asesor de la Casa de la Contratación.

Menos peso tuvo la Universidad de Mareantes, constituida por los dueños de naos, maestres y pilotos de la Carrera de Indias, un organismo mucho menos poderoso (pese a la decisiva contribución económica y técnica de sus miembros al tráfico ultramarino) que tuvo su sede en el arrabal de Triana, en la orilla derecha del Guadalquivir. También fundada para defender sus intereses colectivos, su corporación mantuvo un nivel de influencia mucho más limitado que el Consulado, atendiendo a la enseñanza práctica de la navegación, a la asistencia hospitalaria de los marineros y a algunas otras necesidades materiales de sus integrantes. Vinculado a la Universidad de Mareantes se creó el Colegio de Pilotos de San Telmo (1671), erigiéndose a orillas del río un espléndido edificio en el que, a partir de 1734, más de cien huérfanos recibieron instrucción general (lectura, escritura, cálculo) y marítima.

El capítulo cuarto se dedica a los itinerarios de las flotas y a la defensa terrestre del sistema ultramarino español. El punto de partida era la ciudad de Sevilla, «puerto y puerta de las Indias», declarada cabecera única de la ruta que llevaba al Nuevo Mundo desde 1503 hasta el traslado de la Casa de la Contratación a Cádiz en 1717, momento en que el monopolio se transfirió asimismo a la ciudad gaditana, antes de que la liberalización comercial acabase escalonadamente con el sistema de puerto único. Después vinieron las ciudades constituidas en las terminales de las rutas comerciales del Atlántico: La Habana, Veracruz, Nombre de Dios, Portobelo y Cartagena de Indias. Todas fueron debidamente fortificadas, como se señala en los sucesivos apartados dedicados a cada una de ellas, como, del mismo modo, lo fueron las terminales del comercio del Pacífico, Panamá, por un lado, y, por otro, los puertos de Acapulco en Nueva España y Manila en las Filipinas, entre los cuales discurría la ruta del Galeón de Manila, a la que ya se había hecho alusión discretamente en capítulos anteriores, en un esforzado ejercicio de exhaustividad.

Aunque el libro atiende principalmente a las cuestiones de navegación (barcos, sistema de flotas y galeones, vida a bordo, etcétera), el autor juzgó necesario hacer un paréntesis para tratar, siquiera fuese más brevemente (capítulo quinto), la materia del tráfico comercial garantizado por las flotas de Indias. En este sentido, es de alabar su interés por llegar más allá de los puertos de los que zarpan y a los que arriban los galeones, pasando así a describir los caminos para la internación de las mercancías, es decir para llegar a su destino final a partir de su contratación en las ferias hispanoamericanas: Veracruz y Xalapa, Nombre de Dios (y luego Portobelo) y Panamá y, finalmente, Acapulco, en la vertiente del Pacífico novohispano. Un apartado se dedica igualmente a los tesoros americanos, es decir a la exportación de oro y plata desde América a España, con alusión a la famosa discusión de la «revolución de los precios».

No contento con esta extensa exposición, el autor se hace cargo también de los riesgos que acosaron a la Carrera de Indias. Así, se ocupa de los peligros naturales, es decir las tempestades y los naufragios, pero también de la acción de corsarios, piratas, bucaneros y filibusteros, especialmente activos en el área del Caribe (donde Juan Bautista Antonelli construiría un verdadero «lago pétreo» por orden de Felipe II. Sin embargo, si los ataques fueron constantes, las pérdidas fueron mínimas, con algunas notables excepciones, como la captura en la bahía de Matanzas, en Cuba, en 1628, de toda una flota de Indias, hecho que costó la cabeza al jefe de la escuadra, Juan de Benavides, ejecutado en la plaza de San Francisco de Sevilla.

Y, por último, un epílogo, dedicado a la paulatina liquidación del sistema de flotas, a partir de la autorización de los registros sueltos (desde 1739 en adelante), de la instauración de los Correos Marítimos (1764), de la acción de las compañías privilegiadas y del establecimiento del Comercio Libre de Barlovento (desde 1765 en adelante) y del Libre Comercio (entre 1778 y 1818). De este modo, se cierra una obra que constituye una referencia insoslayable para todos los interesados en una visión panorámica de lo que deberíamos llamar «sistema español de Ultramar» durante los siglos XVI y XVII.

Naturalmente, en una obra de esta envergadura tiene que haber alguna errata (mal escrito el nombre de Carla Rahn Phillips en pág. 468) y alguna elección discutible, como la monografía escogida para aproximarse a la biografía de Hernán Cortés, la poco fiable de Maurice Duverger frente, por ejemplo, a la excelente de Esteban Mira Caballos (pág. 523). En suma, mínimos escollos para la feliz navegación de una obra oceánica.