Cuesta desterrar los viejos mitos que pueblan el imaginario sobre el pasado de cualquier territorio. Lugares comunes, ideas preconcebidas que se dan por supuestas o reflexiones vagas suelen correr de la mano de aquellos. Se tiende, además, a apostarlo todo a un personaje o a un sentimiento en busca de una clave explicativa y se corre el riesgo de dar forma a paradigmas demasiado simplistas con los que ventilar cuestiones que siempre merecerían lecturas con una mayor enjundia. En el caso del «Setecientos» hispano, algo parecido sucede cuando se habla de la reconstrucción de la política internacional practicada por la dinastía borbónica tras la Guerra de Sucesión. Como apuntan Albareda y Sallés en la introducción de esta obra, reducir ese proceso histórico a dos obsesiones regias —la de Isabel de Farnesio para lograr una herencia para sus hijos y la de Felipe V para enjugar la humillación que supusieron las pérdidas territoriales sancionadas en los tratados de 1713 y 1714— resulta cuanto menos demasiado tosco para elaborar una narrativa con un cierto recorrido. Es, en definitiva, esta muleta del personalismo un apoyo que deja fuera del análisis otras muchas complejidades y que, sin embargo, ha permanecido plenamente vigente entre muchos de los historiadores que se han aproximado a esa cuestión a lo largo de los últimos trescientos años. En el siglo XIX, por ejemplo, los reyes y reinas de España fueron para la historiografía internacional, encabezada por Braudillart, Coxe o Legrelle, agentes que constituyeron una preocupante amenaza para la paz de Europa a lo largo de toda la primera mitad del siglo XVIII. Mientras que, en España, la nómina de historiadores decimonónicos entre los que se contaban Lafuente, Rodríguez Villa o Becker tendió a trasladar la culpabilidad de los monarcas a los ministros extranjeros de la Monarquía. Alberoni, gran garante de los intereses de los Farnesio, surgió así, como el chivo expiatorio por antonomasia del aventurerismo mediterráneo y esa imagen, que hubo de pervivir, pareció obnubilar todo lo situado al margen de su figura.

Por fortuna, recientemente los académicos han empezado a comprender que la apuesta de la Monarquía por recuperar los territorios perdidos en Italia merece ser estudiada tomando distancia con respecto a la óptica farnesiana. Ese posicionamiento, más comedido y desapasionado, ha permitido ampliar el foco y ha servido para introducir nuevos elementos en el debate historiográfico. Destacaría, en esa tendencia, la atención dedicada a la estrecha vinculación de las élites españolas e italianas, la cual no llegó a quebrarse con el conflicto sucesorio, aunque ese factor tampoco merezca ser entendido como una supeditación unidireccional de Italia a un proyecto hispánico. Hecha esta salvedad, el análisis de esas relaciones ha dado cuerpo a un prolífico campo de estudios y cabe, además, hacer mención a los trabajos que han subrayado el fortalecimiento paralelo del aparato burocrático-administrativo de la Monarquía del XVIII. En esta línea, el libro coordinado por Albareda y Sallés constituye un gran esfuerzo colectivo para explicar tanto el ejercicio de despliegue como el impacto de la política exterior española en el continente europeo en época de Felipe V, y lo es, además, atendiendo a una comunión de factores que coinciden irremediablemente en el espacio y el tiempo.

Es esa visión, que apuesta por trazar unas líneas de fuerza sobre las que se asienta la política exterior borbónica, la que ha permitido a sus autores dar cuerpo a una obra articulada en torno a tres grandes cuestiones transversales: 1) la formulación española de una política exterior; 2) la reacción internacional a ese proceder; y 3) el engranaje económico y comercial en que esos dos procesos se insieren. El primer eje, bajo el designio de la reversión de los tratados de Utrecht, es conjugado en el libro a través de un bloque de trabajos que revisita el horizonte político de la paz de Viena y en el que se analiza el papel de grandes actores emergentes en el plano internacional y de pequeños estados que surgen como apetecibles piezas en el balance of power. Albareda dedica aquí un capítulo a Ripperda, trazando una útil biografía que sirve para comprender mejor la trayectoria de la Monarquía. El devenir de Ripperda, su auge y su caída y, en suma, la carrera fulgurante de un sujeto que fue definido por el embajador británico Stanhope como una « espéce de sauvage» sólo se explican como consecuencia de la persistencia en Madrid de una estructura de gobierno débil y de rumbo errático, por más que para entonces ya se hubieran consolidado las secretarías y el Consejo de Despacho. La semblanza proporcionada por Mur i Raurell en las páginas que esta autora dedica a la embajada de Ripperda en Viena parecen confirmar las impresiones de Albareda. Si los aspectos más sustanciales de su misión en la Corte de Carlos VI y de la firma del tratado de paz condujeron a la postre a un fracaso vinculado a la imposibilidad de materializar las estrategias matrimoniales planteadas originalmente, es probable que pueda convenirse que «los tiempos no estaban maduros», más allá de las excentricidades de Ripperda.

Pérez Samper, en una línea en la que de nuevo se subraya que la política italiana de la Monarquía no puede explicarse simplemente en base a las expectativas de una madre ante la herencia de sus hijos, ahonda en esa necesidad de contextualizar a los personajes que marcaron la España del XVIII. En este sentido, el éxito en la consecución de los intereses particulares de Isabel de Farnesio tiene necesariamente que relacionarse con su coincidencia con los intereses generales de la Monarquía a propósito de la recuperación de su ascendiente en Italia. Es, además, en la península Itálica de esos años donde, en opinión de Roura i Aulinas, se observa por momentos otra doble comunión de intereses beneficiosa para Felipe V. En los territorios toscanos, abunda este autor, se registró un progresivo españolismo —sostenido por personalidades emergentes, como Tanucci, y por las familias Corsini y Venuti—, que tiene sus orígenes en un sentimiento anti-habsbúrgico del Gran Ducado y que fue gestionado con habilidad por Salvador Ascanio. Ciertamente, la necesidad por parte de la Monarquía de ir tejiendo nuevas alianzas no sólo en Italia es la que conducirá a una activación de las relaciones con Rusia, otrora un agente exótico, pero que, como demuestra Sallés, fue valorado puntualmente como un potencial socio en una política anti-imperial. A fin de cuentas, la Guerra de Sucesión había provocado profundos cambios en el plano político europeo, de modo que los sistemas de interacción y las alianzas se habrían visto plenamente transmutados, argumenta acertadamente Cremonini en sus reflexiones sobre este primer bloque del libro.

Ni que decir tiene que la réplica a estos movimientos se activó de manera inmediata en todo el continente y que se desarrolló —nos dice Bely— mientras un príncipe francés convertido en rey de España comenzaba a dar pasos hacia una emancipación diplomática. Si, según considera D’Hondt, Felipe V no llegó a aceptar que la Guerra de Sucesión española había concluido en Utrecht, el derecho internacional pareció surgir en Europa como un elemento indispensable en la limitación de muchos de sus movimientos. La alianza entre Gran Bretaña y Francia, vigente entre 1716 y 1720 es entendida como la formulación y defensa por parte de sus contratantes de una serie de intereses mínimos y teóricamente comunes al continente europeo que deben ser respetados y confirmados. Al igual que puede comprobarse que sin el apoyo de Francia Felipe V carecía de medios para reconquistar Italia, lo mismo ha de indicarse a propósito de las aspiraciones españolas de Carlos VI sin el sustento británico. De ahí que sea esa convergencia la que mejor procure la estabilidad en los años posteriores a Utrecht. Castellano García, en su capítulo sobre la prensa británica y la política exterior de Felipe V, demuestra además como la opinión pública vio en Gran Bretaña a la principal defensora del statu quo obtenido al término de la contienda sucesoria. En esa tesitura, debe apuntarse, los planes expansivos de los españoles en Italia fueron firmemente criticados por la prensa, condicionando en consecuencia toda respuesta del gobierno británico a Felipe V.

Gibraltar fue un motivo adicional de preocupación para Londres, aunque en otros territorios los movimientos de la Monarquía fueron igualmente contestados. Poumarède reflexiona en su estudio sobre la ruptura hispano-veneciana tras el ataque español a Cerdeña ocupándose de la actividad de Alvise Mocenigo y plantea como la alianza de varias entidades políticas europeas contra los otomanos defendida por Venecia, lejos de dirigirse hacia una unidad de acción, acabaría yéndose al traste con la invasión de Cerdeña. Storrs, en las páginas dedicadas a Saboya, recuerda, a su vez, que otra alianza —la saboyana— fue siempre perseguida en las luchas por el poder en la Europa occidental al ofrecer —en un territorio ubicado entre las posesiones de los Borbones y las de los Habsburgo— un alto valor estratégico añadido. Ello lleva a pensar que los estados italianos independientes aprendieron rápidamente a jugar sus cartas con mayor o menor éxito. La necesidad de garantizar su supervivencia resultaba fundamental y algo así también fue visible en otro plano: el de los núcleos austracistas en el exilio, tal y como pone de manifiesto Alcoberro en el capítulo dedicado a estas comunidades. De igual forma, el «caso Mallorca» —estudiado por Quirós— evidencia, a través de las negociaciones de Amor de Soria, que los objetivos de este no serían tanto garantizar la soberanía insular de los Habsburgo como impedir un asedio militar de los hispano-franceses y obtener condiciones favorables para los mallorquines.

Si ese empeño diplomático no pudo evitar la conquista de Mallorca en 1715, rompiendo la suspensión de armas acordada en 1713, todo indica que la capacidad de actuación de una alianza borbónica en esos momentos no era desdeñable. Lloret y Hanotin rastrean precisamente las posibilidades de esta última, sobre todo a partir del comercio, y destacan la importancia de los flujos americanos en muchos de los movimientos diplomáticos y militares de la Monarquía. En ese escenario, los comerciantes franceses aparecieron como activos agentes en las negociaciones entre París y Madrid. A diferencia de ellos, explica Crespo Solana, los mercaderes de las Provincias Unidas no se vieron favorecidos por el gobierno de Madrid, pero nada impidió que no mantuviesen una posición privilegiada en el comercio y distribución de muchos productos hispanos. Aunque los primeros años del siglo son un periodo, en opinión de esta autora, de transición imperial, en los puertos ibéricos los neerlandeses se mantuvieron fuertes hasta por lo menos 1740. En ese escenario, hubieron de convivir además con los comerciantes del Mediterráneo musulmán, pues, según demuestra Martín Corrales, también hacia esos horizontes se dirigió la Monarquía cuando fue necesario hacer más soportables las hegemonías británica y francesa. Se trataba, en consecuencia, de un panorama complejo en el que, incluso, cabe considerar si las campañas militares de la Monarquía en el Mediterráneo no favorecieron e impulsaron la economía de zonas del levante peninsular como Cataluña, mediante un desarrollo económico vinculado al abastecimiento de tropas. No obstante, como aclara Martí, parece que no serían los catalanes los principales beneficiados, toda vez que los asientos generales fueron, por lo general, contratados en otros territorios. Los trabajos contenidos en este bloque dedicado a las consecuencias económicas de la política exterior de Felipe V, como bien apunta Solbes Ferri a modo de balance, son particularmente valiosos al abrir nuevas puertas para un mejor conocimiento del periodo.

Esa es, en realidad, la gran virtud de esta obra de conjunto. Quizás, como reconocen sus coordinadores, todavía quedan amplios terrenos por explorar, pero es gracias a libros como este que esa tarea futura será más fácil. La obra de Albareda y Sallés, a fin de cuentas, es un útil e imprescindible plano con el que comenzar a cartografiar un promisor campo historiográfico.