La publicación de la correspondencia del Conde Duque de Olivares es de suma importancia y es, además, uno de los últimos trabajos de John H. Elliott, si no el último. Por estas razones, el segundo volumen de esta empresa, dedicado a la correspondencia entre el valido del rey Felipe IV y el cardenal infante don Fernando de Habsburgo para el crucial período 1635-‍1641, año de la muerte de este último, es saludado con satisfacción y calurosa felicitación a los editores.

El corpus comprende un total de 164 cartas, localizadas en numerosos archivos, bibliotecas e institutos culturales europeos públicos y privados, enumeradas puntualmente en las pp. 17-‍19, y bien ilustradas en la contribución de González Fuertes (pp. 48 y ss.). La simple lectura de la nutrida lista pone inmediatamente de manifiesto la dimensión europea de la correspondencia y los temas que trata, empezando por el gobierno de Flandes al que fue destinado el joven Infante Cardenal (había nacido en 1609) tras la muerte de la Infanta Isabel Clara Eugenia (1 de diciembre de 1633).

Las cartas van precedidas de una introducción de los editores Elliott y Negredo, quienes señalan que el proyecto editorial tiene raíces lejanas, pues fue concebido en los años Setenta del siglo XX: las primeras fuentes identificadas, publicadas entonces bajo la supervisión de José de la Peña (a cuya memoria está dedicado el volumen), resultaron muy útiles para entender la política de Gaspar de Guzmán. El descubrimiento, en 2009, de un documento inédito de Olivares llevó a los editores a retomar el plan de trabajo recurriendo a los documentos relacionados con la política exterior. Cuatro ensayos introducen así las misivas para captar sus principales aspectos.

En el ensayo El Conde Duque y el Cardenal Infante (pp. 27-‍40), Elliott se centra en las biografías de Olivares y de don Fernando, hermano de Felipe IV, que participó en el gobierno de Flandes. Ambos, «primeros ministros» en la definición de la época y del historiador británico (p. 32), eran protagonistas indiscutibles de las estrategias internacionales del rey y tenían en común una tupida red de relaciones que unía Madrid con Bruselas, con el papel fundamental de la plaza fuerte de Milán en el centro. Entregados a la causa de la monarquía, respetuosos entre sí, tanto Olivares como el cardenal Fernando, vencedor de la batalla de Nördlingen (6 de septiembre de 1634), eran plenamente conscientes de la dificultad de su posición en la corte y en la escena europea. Por eso reaccionaron a veces con optimismo ante la sensación de derrota que empezó a emanar de Flandes a partir de 1635.

Por parte de Manuel Amador González Fuertes (La correspondencia «de mano propia» entre el Cardenal Infante y el Conde duque, pp. 41-‍66), la atención se centra en las características gráficas, estilísticas, cuantitativas y también emocionales de la correspondencia publicada. Se habla con razón de «naturaleza privada» (p. 41) para describir la relación entre los dos corresponsales, desiguales en rango, pero también en edad y experiencia política (en cuyo caso Fernando tuvo que ceder el paso al valido). El constante «flujo de información», pues, daba pie a un tercer actor, verdadero «árbitro de la situación», a saber, Felipe IV: «el monarca aparece en la correspondencia como el tercero y más importante vértice de un imaginario triángulo» (p. 47). El examen de los lugares y archivos donde se guardan las distintas cartas permite ver que el apogeo de la correspondencia se produjo hacia 1639-‍1640 y que fue el joven gobernador quien más escribió (98 cartas frente a las 66 que se guardan para Olivares), la mayoría de ellas reservadas a noticias y decisiones militares urgentes.

El otro editor, Negredo del Cerro, se ocupa más extensamente de La política centroeuropea de la Monarquía hispánica (pp. 67-‍130) enmarcando el «contexto para la correspondencia», en particular «a la luz de los acontecimientos del Imperio» (p. 68). Toda la geografía de los Habsburgo se despliega así entre Bruselas, Viena, Milán, Múnich, Madrid, pero también Roma (no hay que olvidar que don Fernando era cardenal), París y los Estados italianos implicados de diversas maneras en el conflicto europeo, como el Ducado de Saboya, el Ducado de Mantua, el Ducado de Parma y Piacenza y el Ducado de Módena y Reggio. Pero las cartas también nos permiten observar cómo se llevaban a cabo las campañas de reclutamiento (20.000 soldados de infantería y 5.000 jinetes en la zona del Rin sólo en 1636) y cuál era el estado de ánimo entre las dos ramas de los Habsburgo, no siempre en armonía entre sí («era patente una creciente desconfianza por parte de los círculos gubernativos hispanos hacia la actuación del emperador y sus ministros», p. 79). Esta desconfianza, como podemos leer también entre las tramas de la correspondencia, benefició claramente la estrategia de Richelieu —el gran rival de Olivares, como nos enseñó magistralmente Elliott en su hermosa biografía cruzada de 1984— a lo largo del Rin, con las incursiones francesas en Luxemburgo y Alsacia. Las derrotas, lúcidamente analizadas por Olivares, llevaron a los españoles a emplear nuevos generales, como los italianos Tommaso di Savoia, Ottavio Piccolomini y Annibale Gonzaga, y a aumentar el gasto militar en un crescendo de esfuerzos diplomáticos y económicos que, sin embargo, fueron en vano. Las revueltas en Cataluña y Portugal, la creciente desconexión con las decisiones de Viena y, finalmente, la muerte de don Fernando (9 de noviembre de 1641) determinaron «el final de una época» (p. 122) y el progresivo declive del poder español en Europa.

Por su parte, Alicia Esteban Estríngana, especialista en el gobierno militar dentro del sistema español, se centra en el problema del desafío franco-holandés a la conservación de las Provincias entre 1635 y 1641 (pp. 131-‍242). El largo capítulo destaca el intento pragmático de mantener el dominio de Flandes mediante campañas no sólo militares, sino también cognitivas del complejísimo territorio: la frontera fluvial del Waal, Rin, Mosa e Ijssel aparece también como protagonista de la guerra, responsable de hazañas exaltantes incluso cuando fueron desafortunadas. La capitulación de Breda (septiembre de 1637) por Federico Enrique de Orange fue uno de los momentos más dramáticos. No obstante, suscitó en la correspondencia una serie de reflexiones sobre cómo defender las fronteras en Holanda y sobre la conveniencia de adoptar en su lugar una táctica ofensiva contra Francia, como sugirieron Piccolomini y el príncipe Thomas, autores de la toma de Saint-Omer en julio de 1638. Esta solución prevaleció, pero el hermano del rey, don Fernando, se enfrentó tanto a la falta de recursos como a la «falta de cabezas» capaces de gestionar operaciones militares extendidas por un territorio tan accidentado y complejo. Sintomático de estas dificultades, también determinadas por la «distancia que separaba especulación y ejecución» de los planes (p. 215), fue el asedio de Arrás llevado a cabo por las tropas francesas del general Châtillon en agosto de 1640 con el apoyo de sus aliadas las Provincias Unidas. Para entonces, el gobierno español en Flandes tenía «el agua al borde de la boca» (p. 227) y la muerte por enfermedad de don Fernando puso fin a la campaña de 1641 concertada con Felipe IV y Olivares abriendo una nueva «etapa de incertidumbre para las provincias leales» (p. 214).

Como puede adivinarse, las cuatro contribuciones proporcionan al lector las claves adecuadas para abordar la densa correspondencia política entre Olivares y don Fernando. Llama la atención, al repasarlo, el alto grado de confianza alcanzado por el valido con el príncipe de sangre, fallecido con sólo treinta y dos años: don Fernando trataba de «tu» al Conde Duque y ambos se animaban mutuamente con palabras de estima ante las dificultades militares y las tensiones internas de las facciones cortesanas. A pesar del momento de crisis en el que actuaron, se percibe en las cartas de Olivares la «determinación de controlar cada aspecto de la guerra, las finanzas y las relaciones internacionales» (p. 38) en un panorama verdaderamente convulso, en el que la circulación de información entre los distintos ganglios del sistema también tuvo consecuencias decisivas.

Se aprecia el cuidado puesto en la edición crítica de las misivas, cuyos criterios de modernización están debidamente explicados: numeradas y marcadas con la fecha tópica y cronológica, cada carta está densamente anotada para identificar los lugares y personas mencionados (ciudades, lugares de paso; diplomáticos, militares, etc.) y sobre todo el contexto político en el que fue escrita. La Bibliografia citada (pp. 243-‍268), en su mayor parte en español, inglés y francés, es también un punto de referencia útil. En el interior de la tapa dura del libro, en la que destaca el retrato ecuestre de Don Fernando pintado por Caspar de Crayer, es un útil Mapa de los estados de Flandes en tiempos del Cardenal Infante. Los índices, onomástico y toponímico, facilitan la consulta de las misivas y hacen del libro una herramienta aún más valiosa.

El conjunto de las cartas de Olivares permitirá, por ejemplo, tener en cuenta no sólo el contexto flamenco, sino también el italiano, muy presente en las misivas a través de la mención de lugares y hombres vinculados a España por lazos de lealtad, cuando no de sangre. Es el caso, por ejemplo, del príncipe Tommaso de Saboya, personaje central en aquellas campañas militares por ser también príncipe de sangre al ser hijo de Carlos Manuel I y de la infanta Catalina Micaela († 1597), hermana de Isabel Clara Eugenia. Su función in situ fue acogida con satisfacción, como se deduce de una carta de don Fernando al conde-duque enviada el 20 de julio de 1638 desde Bruselas: «todos han hecho milagros y el príncipe Thomas sobre todos, que cierto ha andado como gran soldado» al socorro de Breisach (n. 74, p. 634). Sin embargo, el propio cardenal-gobernador tenía razones para dudar de la lealtad de su primo de Saboya («cada paso muda de opinión», escribía en una carta de diciembre de 1637 de la que da cuenta A. Esteban en la p. 192) mostrando cierta clarividencia en su juicio, dado que en la década de 1640 Tomás se alinearía progresivamente con Francia.

Pero también pueden explorarse otros aspectos, por ejemplo, el papel desempeñado por ciertas figuras femeninas, desde la archiduquesa Isabel Clara, cuyo legado era difícil de sustituir, hasta la duquesa Claudia de Tirol, que aseguró el armamento de una tropa (pp. 89 y 106). Por no hablar de la red de gobernadores como el marqués de Leganés, sobrino de Olivares, peón crucial en Milán. El examen masivo de las fuentes ha hecho posible recientemente, para seguir con el tema, la publicación de un importante libro dedicado a la polifacética figura del genovés Ambrogio Spinola, estudiado teniendo en cuenta los diversos aspectos de su perfil internacional: hombre de armas, por supuesto (es inevitable recordar aquí su toma de Breda en 1624 y el memorable recuerdo visual pintado por Velázquez en 1635), pero también consejero político en España y Flandes, genio militar en el norte de Italia, conservador de los asuntos de la familia y comisario de obras de arte (véase S. Mostaccio, B. García García, L. Lo Basso eds., Ambrogio Spinola entre Génova, Flandes y España, Leuven Univesity Press, «Avisos de Flandes», Lovaina 2022). Como es bien sabido, Spínola era suegro de Leganés, que se casó con su hija Polissena en 1627, y su red, como la del Consejo de Estado, emerge en toda su complejidad política, dinástica y diacrónica.

Fruto del magisterio de Elliott y de su profundo conocimiento de la España imperial, así como de la biografía del Conde-Duque, Memoriales y cartas del Conde Duque de Olivares constituye así una herramienta indispensable para el estudio de la historia europea de mediados del siglo XVII. En efecto, recorrer las cartas publicadas supone asistir en tiempo real a los tumultuosos años de la participación de la monarquía ibérica en la Guerra de los Treinta Años, con una mirada desencantada hacia el contexto de Flandes, pero no sólo: «Confiésote que las nuevas que ha traído este ordinario de la revuelta o locura de Portugal me dejan con el cuidado que puedes juzgar» escribía don Fernando a Olivares el 2 de febrero de 1641 (n.º 152, p. 907). El sistema imperial español empezaba a crujir y los dos correspondientes lo sabían bien.