Resumen

Este artículo se ocupa de las variedades lingüísticas presentes en la frontera hispano-portuguesa en la Edad Moderna y del modo en que sus hablantes fueron caracterizados y ridiculizados por las élites letradas. Se defiende en él que las críticas a la «rusticidad» y la «barbarie» en el hablar de sus habitantes indicarían en realidad un reconocimiento implícito de una destacable pluralidad lingüística que generalmente ha sido obviada por los historiadores. Preguntándose por los motivos de la pervivencia de estas formas vernáculas en la frontera y su vitalidad, el artículo pone de manifiesto que la dicotomía portugués/castellano es demasiado pobre para entender el día a día de la Raya por sí sola. Evidencia, por último, la débil presencia institucional de las monarquías española y portuguesa en esta región en contraposición a los ordenamientos sociales y políticos estructurados en torno a la comunidad local y sugiere, en consecuencia, que la preponderancia del ámbito local puede explicar las prácticas culturales y lingüísticas de los fronterizos.

Palabras clave: lenguas; frontera hispano-portuguesa; rústicos; estereotipos; oralidad; Edad Moderna.

Abstract

This paper deals with the linguistic varieties spoken on the Spanish-Portuguese border during the Early Modern Period and the way their speakers were characterized and ridiculed by cultured elites. Criticism of “rusticity” and “barbarism” in their manner of speaking was in its way a recognition of the remarkable linguistic pluralism in the region, that has generally neglected by historians. By examining the reasons for the vitality and continuity of these vernacular forms in La Raya, the article shows that the dichotomy between the Spanish and Portuguese languages is insufficient to explain the nature of day-to-day life in the region by itself. Also discussed is the weak institutional presence of the Spanish and Portuguese monarchies in this area, which contrasts with the social and political structures of the local community: this preponderance of the local sphere may justify the cultural and linguistic practices of the border people.

Keywords: languages; Spanish-Portuguese border; rustics; stereotypes; orality; Early Modern Age.

Recibido / Received: 18/12/2020; Aceptado / Accepted: 12/04/2022; Publicado en línea / Published online: 30/06/2023

Cómo citar este artículo / Citation: Martín Marcos, David, «Hablar en la frontera: lenguas, estereotipos y contactos en la Raya hispano-portuguesa durante la Edad Moderna», Hispania, 83/273 (Madrid, 2022): e004. https://doi.org/10.3989/hispania.2023.004.

Fuente de financiación / Funding sources: Este artículo es resultado del proyecto de generación de conocimiento «Contrahegemonías: comunidad, alteridad y resistencia en los márgenes del mundo ibérico, siglos XVI-XVIII» (PID2021-127293NA-I00), financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación; y del Subprograma Ramón y Cajal (RYC201620947), financiado también por el MICINN.

SUMARIO
  1. Resumen
  2. Abstract
  3. INTRODUCCIÓN
  4. ESTEREOTIPOS DE RUSTICIDAD Y BARBARIE EN LOS DOMINIOS LINGÜÍSTICOS DE LA RAYA
  5. LA LENGUA, UN INSTRUMENTO (IMPERFECTO) EN LA DEFINICIÓN DE NATURALIDAD
  6. LENGUAS EN TRANSICIÓN: HABLAR, ACORDAR Y LITIGAR EN LA FRONTERA
  7. LA CENTRALIDAD DE LOS MÁRGENES Y LAS LENGUAS Y LOS DIALECTOS NO ESCRITOS
  8. CONCLUSIÓN
  9. Notas
  10. BIBLIOGRAFÍA

INTRODUCCIÓN[Subir]

Fue el cronista Luís Marinho de Azevedo quien a propósito de la población portuguesa de Barrancos explicó a mediados del siglo XVII que sus habitantes «ni eran portugueses ni dejaban de serlo» («nem erão portugueses, nem deixavão de o ser»). Según defendía, «la vecindad, trato y parentesco los tenían tan radicados en Castilla que parecían castellanos en la lengua» («a vizinhança, trato e parentesco os tinha tam radicados em Castela que parecião Castelhanos na lingoa»)[1]. Enclavada al oriente, en un extremo del Alentejo que se adentra en España, Barrancos era, en efecto, una comunidad en la que ya entonces debía de ser de uso común un dialecto románico mixto de base portuguesa altamente influenciado por las hablas meridionales del español. Algunas de las características fonéticas, morfosintácticas y lexicales que el filólogo José Leite de Vasconcelos detectó casi tres siglos después en el dialecto —tales como la aspiración final de la /s/ y la /z/, determinadas atribuciones de género contrarias al portugués o el uso de un amplio vocabulario castellano[2]— serían quizás plenamente perceptibles por los otros portugueses que entraban en contacto con sus habitantes y para los cuales los barranquenhos estaban lejos de formar parte del reino y de la comunidad política, lingüística y cultural que teóricamente Portugal representaba. Tanto era así que, dos generaciones más tarde, el conde da Ericeira, el autor de la História do Portugal Restaurado (‍1679), escribió que a los de Barrancos «los llamaban jenízaros los del Alentejo, por haber partido hasta el idioma portugués con la lengua castellana» («chamavam Genizaros os de Alentejo, por haverem partido atè o idioma Portuguez com a lingua castelhana»)[3]. De ahí que pueda inferirse que fuese en las relaciones que, puntualmente, sus vecinos mantenían con los de otras poblaciones de esta región meridional donde más visibles fueran las particularidades lingüísticas de esta comunidad de frontera.

La lingüística, como demuestra la profusión de estudios que siguieron al trabajo pionero de Leite de Vasconcelos de comienzos del siglo XX, ha dedicado gran atención al dialecto barranquenho, y se ha centrado también en otras hablas mixtas o de transición y en las variedades del castellano, del gallego, del asturleonés y del portugués que conforman todavía hoy un rico tesoro lingüístico en la Raya hispano-portuguesa[4]. Pero la historiografía modernista, en cambio, ha pasado casi siempre de puntillas sobre estas cuestiones al ocuparse de la frontera y de las relaciones entre Portugal y la Monarquía Hispánica tanto en contextos bélicos como en periodos de paz. Siguiendo un paradigma altamente extendido, ha sido la idea del bilingüismo la que más ha calado entre los historiadores para, sin apenas profundizar en la realidad idiomática de esta extensa franja de terreno, caracterizar a la frontera y explicar los contactos cotidianos que protagonizaban los rayanos de uno y otro lado. De esta forma, al igual que recurrentemente se refiere que en el Quinientos ibérico y en buena parte del siglo XVII las élites portuguesas eran bilingües y que dominaban el castellano[5], algo así parece querer hacerse extensivo a la totalidad de la Raya[6].

Sin embargo, aun aceptando que la inteligibilidad mutua del castellano y el portugués —y también de este y del gallego y el asturleonés— facilitaría la intercomunicación, el continuum dialectal no puede ser entendido como una genérica demostración de las capacidades bilingües de sus hablantes[7]. Antes, al contrario, ese continuum estaría formado por una pluralidad de hablas sin que ello significase que la mayor parte de la población de la frontera se expresase indistintamente ora en una lengua ora en otra. Los comentarios que las élites españolas y portuguesas nos han legado a este respecto resultan ilustrativos de esta realidad. Indican que las variedades diastráticas asociadas al uso del castellano por ciertos grupos portugueses no se reflejarían en el cotidiano de la Raya. En él, de hecho, las situaciones de diglosia nada tuvieron que ver con el par castellano/portugués. Estuvieron generalmente encaminadas a resaltar la rusticidad de los rayanos en el empleo de un lenguaje «villanesco» en contraposición a los registros cultos y urbanos del «habla de la gente de corte» de que hacían gala sus observadores y que Norbert Elias vinculó a la aparición de una lengua nacional y preponderante en sus estudios sobre el proceso civilizatorio[8]. De este modo, se establecía una distinción de la que, para un contexto más general, ya habría hecho mención Juan de Valdés en sus reflexiones sobre la lengua a mediados del siglo XVI[9].

En Portugal ese contraste habría impelido a Duarte Nunes de Leão a destacar en la obra Origem da lingoa portuguesa (‍1606) que el idioma portugués había aventajado mucho en copiosidad y elegancia al gallego por haber existido corte en Portugal y no haberla en Galicia[10]. La corte, aseguraba, constituía la oficina en la que se forjaban y pulían los vocablos que manaban para los hombres. Una idea que sería recuperada por Manuel de Faria e Sousa en el tercer volumen de Europa Portuguesa (1678) al apuntar que, si las lenguas portuguesa y castellana habían mejorado con el paso del tiempo, había sido porque —a diferencia del gallego, que había permanecido «casi en su mismo ser»— esas «tenían Reyes cuyas cortes son las oficinas en que se pulen las lenguas»[11]. En consecuencia, se trataba más bien de los modos de hablar —o al menos lo que se creía que eran formas de hablar— aquello que se diferenciaba. Por este motivo, frente a una visión de lenguas contrapuestas, que haría del confín una frontera lingüística (con el castellano de un lado y el portugués del otro), es necesario también cuestionar esa idea lineal y la de una Raya realmente articulada por el bilingüismo[12]. En verdad, no es menester solo recordar lo obvio, que esa situación a nivel popular y rural era inexistente en la zona septentrional de la frontera —no existirían todavía grandes diferencias lingüísticas entre los gallegohablantes asentados al norte de la Raya Seca y del río Miño y los portugueses de su margen izquierda y de Trás-os-Montes según evidenció el propio Leão a principios del siglo XVII[13]—, sino de aplicar este enfoque allá donde habían florecido otros idiomas y otros modos dialectales que habrían de pervivir con extraordinaria vivacidad hasta bien entrado el siglo XX como lenguas propias de la práctica totalidad de sus habitantes.

No en vano, la historia del uso de estas lenguas y dialectos y la de la reacción que su utilización pudo motivar entre quienes se toparon con ellas es todavía una labor pendiente. Constituye una tarea que puede servir para, por un lado, poner de manifiesto la fragilidad de las instituciones en la frontera y la tenue influencia de las lenguas vehiculares de los aparatos burocrático-administrativos de las monarquías ibéricas en ese contexto, y, por otro, para denotar la subsistencia de modalidades vernáculas de organización comunitaria y del ejercicio de la política. Estas, generalmente vinculadas a la oralidad y no al registro escrito, valdrían además para constatar una agencia —la de las poblaciones fronterizas— que situaría a la comunidad local —junto con las interrelaciones que cotidianamente se practicaban en ella y en su más inmediato entorno— en el centro de su experiencia vital, cuestionando una visión de la frontera estrictamente trazada por la cartografía vinculada a las cortes y las prácticas de gobernanza[14]. Como ha señalado Peter Burke, aunque pudiera afirmarse que en lo relativo a las lenguas en la Edad Moderna se imponía una tendencia centralizadora y normalizadora, similar a la que se vive hoy en día, no deben subestimarse los poderes de las fuerzas descentralizadoras y de la resistencia ni la capacidad de recuperación de las tradiciones culturales y lingüísticas[15]. Que la pluralidad de hablas de la frontera pueda resultar una evidencia de un particular submundo es algo en lo que profundizará este artículo y es por ello por lo que las páginas que siguen a continuación constituirán un intento por adentrarse en él desde una mirada histórica atenta a la subalternidad.

ESTEREOTIPOS DE RUSTICIDAD Y BARBARIE EN LOS DOMINIOS LINGÜÍSTICOS DE LA RAYA[Subir]

«Hablan mal si los comparamos con el lenguaje de hoy político» («Falão mal se os compararmos cõ a lingoagem de hoje política»), escribió de los habitantes de la comarca portuguesa de Miranda do Douro el religioso Manuel Severim de Faria a comienzos del siglo XVII. Chantre de la catedral metropolitana de Évora y protagonista de un viaje a Trás-os-Montes que quedó plasmado en un curioso documento en el año 1609, el eclesiástico apuntó entonces que los mirandeses, además de usar palabras antiguas, pronunciaban los vocablos de forma particular: «con gran prisa haciendo solamente acentos agudos y prolongados en la primera y última sílaba de dicción» («cõ grande pressa fazendo somte. asentos agudos e prolongos na primeira e ultima siliba da dicção»). Sus modos, dijo, conformaban un habla que habrían heredado «de los suevos, y godos, y de otras naciones del norte» («dos suevos, e godos, e de outras naçoens do norte») que en el pasado habrían habitado esa provincia[16]. De esta forma, aludiendo a unas particularidades lingüísticas que en realidad no eran sino las de esa variante del asturleonés que pervivía en el extremo nororiental de Portugal y que es comúnmente conocida bajo el glotónimo «mirandés»[17], el clérigo —aun sin saberlo— daría cuerpo a comienzos del siglo XVII a la primera referencia escrita sobre esta lengua romance en la región.

Si la primicia es significativa en sí misma, no es de menor importancia que para la descripción de la lengua el chantre hubiese acudido al «barbarismo»[18]. Ciertamente, si en el pasaje que dedicaba a las gentes de la llamada Tierra de Miranda la imagen que transmitía de ellas era la de rudos plebeyos vestidos «groseramente» que mal sabían hablar, ese estereotipo habría de pervivir en el tiempo sin apenas dificultad. Así, aunque de la también fronteriza región de Entre-Douro-e-Minho Manuel de Faria e Sousa consideraría que era probablemente donde mejor se hablaba portugués («como gente entre la que tuvo principio la formación de la propia lengua»), de Trás-os-Montes no dudaría en apuntar en Epítome de las historias portuguesas (‍1628), que, habitado mayoritariamente por «gente rústica y robusta», era el lugar de Portugal donde peor se trataba a la lengua: «hablan nuestro idioma con grande corrupción», dejaría escrito[19]. Un siglo después, en una suerte de relevo, sería Jerónimo Contador de Argote, autor de la gramática Regras da lingua portugueza, espelho da lingua latina (‍1721), quien explicase de nuevo que había algunos dialectos locales «muy bárbaros y que casi que no se les podía llamar portugués» («muito bárbaros, e que quasi que se naõ podem chamar portuguez») y que eran usados por los rústicos de algunos lugares de Trás-os-Montes y Minho, «en las rayas de Portugal» («nas rayas de Portugal»)[20]. La coincidencia al equiparar aquello que se hablaba en la frontera a la barbarie era la mejor constatación de que las diferencias lingüísticas, perceptibles por lo general en los populares, eran irremediablemente entendidas como una demostración de su atraso e incultura por parte de las élites.

Por ese motivo, tampoco sorprende que, del otro lado de la frontera, no muy lejos de Miranda do Douro, la comarca de Sayago se hubiese convertido en fuente de tópicos sobre la rusticidad para la literatura en castellano de la Época Moderna. En el género teatral del Siglo de Oro, el campesino sayagués surgía como un personaje poco cultivado y tosco cuyo lenguaje estaba poblado de arcaísmos y determinados usos dialectales del dominio asturleonés dando pie a lo que se ha dado en llamar sayagués literario[21]. Definida como una jerga pastoril apócrifa extraordinariamente fingida y exagerada que habría sido creada y popularizada por autores como Juan de la Encina o Lucas Fernández, de esta manera de expresarse puede decirse que, si bien no resulta adecuada para saber cómo se hablaría en esa zona de la Raya en los siglos XVI y XVII, sí que sirve para entender la percepción exterior que se tendría de sus gentes, hasta el punto de que «sayagués» sería en la época el sinónimo de «rústico» por antonomasia. Los habitantes de Sayago y su habla, al fin y al cabo, participaban tanto o más del barbarismo que las comarcas portuguesas de la frontera cuando eran referidos en la época. En este sentido, decir lenguaje «sayagués» era decir «bárbaro» para el lexicógrafo Sebastián de Covarrubias, quien había además explicado en su Thesoro de la lengua castellana (‍1611) —en términos semejantes a los empleados por Severim de Faria para hablar de los mirandeses— que a los habitantes de la tierra de Sayago los llamaban «sayagueses» por vestir una tela muy basta llamada «saco» o «jaco»[22]. Los sayagueses «tan zafios como son en el vestir lo son también en el hablar», sentenciaría el bibliófilo Juan Antonio Pellicer ya a finales del siglo XVIII al hilo de las definiciones de Covarrubias[23].

Barbarie y rusticidad, así las cosas, parecían situarse entre Portugal y Castilla, exactamente en los lugares en los que las diócesis de Miranda do Douro y de Astorga y Zamora colindaban y se entrelazaban, y donde el dominio lingüístico asturleonés interactuaba tanto con la lengua portuguesa como con la castellana. En ese territorio los modos rústicos, alejados y diferenciados de los campesinos conformaban, para algunos, una suerte de universo aparte reseñado, por ejemplo, en la documentación de carácter etnográfico generada durante las visitas pastorales a estas zonas rurales[24]. Es por ello por lo que hacia él se habían dirigido algunas miradas que, buscando el paradigma del simple durante toda la Modernidad, habían procurado modelos ibéricos con los que poder también comparar a los nativos «descubiertos» en el continente americano. «Llaman los españoles bárbaros a los indios por su gran simplicidad, y por ser como es de suyo sin doblez y sin malicia alguna, como los de Sayago», había escrito Alonso de Zurita allá por 1585[25]. Y al igual que ellos, los campesinos portugueses de Montesinho, Cova da Lua, Petisqueira o Guadramil —todos estos lugares enclavados en la Raya— no podían ser sino pobres, estúpidos e ignorantes, ratificaría el jurista brigantino José António de Sá en la década de 1780[26].

Aunque el mito de las Indias Interiores que afloraba bajo este tipo de testimonios no era exclusivo de la frontera hispano-portuguesa las misiones para domeñar a los «indios de acá» se registraron en toda la Europa católica[27]—, su asociación a la lengua en el caso de las zonas rayanas dejaba entrever algunas particularidades que no afectarían a otros espacios. En primer lugar, tal vinculación denotaba un fuerte afán de exclusión de aquellos que se expresaban de forma diferente conducente a situar no ya en la parte inferior del cuerpo político de las monarquías sino en sus márgenes a esos individuos; quiere esto decir que si una parte de la historiografía puede convenir en que en aquella época no eran tanto las lenguas como las leyes y los privilegios lo que mejor definía a una comunidad confiriéndole una identidad verdaderamente diferenciable[28], aquí, por el contrario, se asistiría a una notable excepción esculpida por el fenómeno de la barbarización. En segundo lugar, no deja de ser un detalle a tener en cuenta el hecho de que, aunque coincidiendo con una frontera política, la separación entre el mundo de los rústicos y la civilización no confiriese al otro lado (ya fuera Portugal o Castilla) todas las características de la otredad. Haciéndose visible esta justo en el medio, es decir, en los lugares por donde discurría teóricamente el dispositivo demarcatorio y que daban cuerpo a la Raya, puede sostenerse con António M. Hespanha que era en esas zonas —distantes del control debido a un ejercicio de la política «miniaturizado» y que no llegaría a ocupar todo el espacio físico disponible[29]— donde mejor se observarían las diferencias. En ellas, si paradójicamente la Raya separaba, también el confín era en sí mismo un contraste.

LA LENGUA, UN INSTRUMENTO (IMPERFECTO) EN LA DEFINICIÓN DE NATURALIDAD[Subir]

Envueltas en una categorización ajena, la frontera y sus particularidades lingüísticas quedaron fuera de los debates sobre las lenguas que a otro nivel se sucedían en el seno de la Monarquía Hispánica. Sucedió así, por ejemplo, a propósito de la defensa del portugués que había hecho Francisco Manuel de Melo en Ecco Polytico (‍1645). En esta obra, escrita en castellano y encuadrada en la campaña propagandística que siguió al levantamiento de Portugal en 1640, su autor argumentaba que la pervivencia de las lenguas jamás podía depender del arbitrio de los príncipes. Si había quien había considerado que para la unión de Portugal a la Monarquía mejor habría sido imponer el castellano en ese reino, la situación lingüística del entramado peninsular de los Austrias indicaba la teórica incapacidad de los soberanos para alcanzar tal fin: «Gallegos, asturianos, vizcaínos, guipuzcoanos y alaveses todos conservan la antigüedad de su lengua natural», enumeraba Melo, quien además recordaba que en Navarra pocos eran los que hablaban romance y certificaba que en Valencia y Cataluña todavía se hablaba la «lengua lemosina», mientras que en Aragón era un castellano antiguo el que había pervivido[30].

A tenor del listado se diría que nada era óbice para el vasallaje y, sin embargo, la incomparecencia de la pluralidad lingüística de la frontera hispano-portuguesa en autores como Melo desdibujaba una realidad que se extendía con mayor o menor intensidad de norte a sur. De las aldeas trasmontanas a Barrancos y de esas a sus pares castellanas, en el seno del limes habría comparecido una destacable diversidad. Se habría escuchado en él desde la variedad dialectal de los Arribes del Duero a las falas galaico-portuguesas del valle extremeño del Jálama, pasando por las hablas de La Alamedilla y El Rebollar, los falares de la Riba Coa portuguesa o el firrerenho de Herrera de Alcántara que ha sobrevivido hasta el presente, dando cuenta de reductos idiomáticos parapetados tras la cotidianeidad que quizás no siempre eran fáciles de detectar cuando sus hablantes abandonaban su entorno más próximo[31]. A fin de cuentas, como aseguró el clérigo Lourenço de Mendonça en 1630, eran muchos los portugueses que ocultaban su naturaleza «diziendo no ser nacidos en Portugal sino unos en Galicia, otros en la Andaluzía, y otros en otras partes de España fuera de Portugal». Pues los había además que hablaban «bien» castellano y, de esta guisa, disfrazando su identidad, podían viajar a Indias haciéndose pasar por lo que no eran, explicaba[32].

No cabe duda de que de una declaración como la de Mendonça se desprende que no reconocer la naturalidad exacta de los individuos a ambos lados del confín contribuyó a erosionar las bases que podrían servir a la hora de definir a la Raya como una profunda cesura lingüística. En opinión de Pedro García de Galarza, obispo de Coria entre 1579 y 1604, los castellanos y los portugueses eran «tan unos en el trato, en la lengua y comercio que si no e[ra] la malicia nadie p[odía] hallar vanidad de nación, bando ni parcialidad»[33]. Algo que, en lo relativo al idioma, sería en parte confirmado tiempo después por Gregorio Mayans cuando considerase que, aunque distintos, el portugués y el castellano eran «dialectos muy conformes entre sí»[34]. Por eso, observada desde una distancia aún mayor, la isoglosa que debería separar el castellano del portugués en la misma frontera había llegado en algunas ocasiones a difuminarse, o al menos así lo había entendido de forma un tanto burda el anónimo autor de la Gramática de la lengua vulgar de España que había visto la luz en la Lovaina de 1559. Según decía en sus páginas, a pesar de que la lengua portuguesa tenía «tantas y tales variedades» en algunas palabras y pronunciaciones, ni siquiera esa circunstancia hacía que pudiera ser llamada «lengua de por sí» al no encontrarse todavía plenamente apartada del castellano. Ambas, sostenía, procedían del mismo tronco y si bien la portuguesa parecía más antigua, esto es, más próxima al latín, en ningún caso se justificaba su separación[35]. De esta forma, ni que decir tiene que la unión del portugués y el castellano —al que se denominaba en la citada Gramática «lengua vulgar de España»— surgía en la argumentación del todo desmedida. Pero si había algo significativo en el planteamiento era que iba al encuentro de la lógica de las querellas lingüísticas que poblaban la Modernidad al entender que no importaría tanto la adscripción de una determinada lengua a un territorio como su posición en una jerarquía supuestamente diacrónica[36].

Para otros autores contemporáneos, no obstante, las lenguas —incluso las más allegadas— sí que se distanciaban, si bien sus discutibles argumentos podían también provocar cierto descrédito. Al filólogo y canónigo Bernardo de Aldrete, por ejemplo, nada le impedía pontificar que el gallego y el portugués, que genéricamente se habían reputado próximos, se diferenciaban por causas exógenas que habían provocado que en Portugal el romance se hubiese mezclado con la lengua francesa a partir del siglo XII. Había sido entonces cuando a sus habitantes «pegóseles [este idioma] de los franceses que truxo consigo Afonso Henriques», su primer rey y cuya familia procedía además de Borgoña, escribió Aldrete. De esta forma, aunque reconocía que había quienes atribuían «lo particular de aquella lengua a la comunicación de Galicia, donde la antigua parece la misma que la portuguesa», así como a la vecindad y a la expansión de la lengua al haberse comenzado «la conquista» desde allí, esa teoría estaba lejos de poder convencerle: «Pues no ai razón, para que en Portugal se aia conseruado assi, i en Galiziano no, si fuese la de Galizia la misma que la Portuguesa», aseguraría[37].

Pero, en todo caso, dejando a un lado esa interpretación y volviendo a la Gramática de Lovaina, más allá de la unionista hipérbole de su anónimo autor, sí que es verdad que en el día a día las fluctuaciones entre las lenguas y los individuos que confluían en la Raya —incluyendo, claro está, a los «afrancesados» portugueses y a los gallegos— afloraban no solo en el momento en que un hablante atravesaba la frontera. También lo hacían, aunque fuera en los más inmediatos contextos de las localidades próximas al confín, dentro de los límites del reino, y era dentro de ese marco donde en ocasiones más podían llegar a preocupar. En 1641, cuando el levantamiento portugués contra la Monarquía Hispánica daba sus primeros pasos, esa amalgama habría adquirido ya tintes dramáticos para la corte de Madrid, la cual encargó informes para controlar las actividades de los lusos de las zonas fronterizas y valorar su posible expulsión o su traslado tierra adentro. El problema para concretar la idea, se sopesó entonces, radicaba en que allí era tanta la vecindad de los lugares de Castilla y Portugal —mezclados como estaban «con casamientos y parentescos tanto la una nación como la otra»— que resultaba muy difícil distinguir quién era quién[38]. De este modo, es posible pensar que las competencias lingüísticas adquiridas por los lusos, debido a un contacto continuo con el castellano, hiciesen que se confundieran sin más con los naturales de muchas poblaciones a ojos de los forasteros no familiarizados con su forma de hablar. Pero, por otro lado, de una forma mucho más frecuente de lo imaginado también entrarían en juego otras variedades vernáculas de las lenguas, comunes en mayor o menor grado a ambos lados de la frontera, a la hora de fortalecer ese efecto de mescolanza que tanto preocupaba en algunos ámbitos.

LENGUAS EN TRANSICIÓN: HABLAR, ACORDAR Y LITIGAR EN LA FRONTERA[Subir]

Visión externa de una extensa región, la de la mezcla constante era, de hecho, la impresión que una centuria antes había plasmado Mendo Afonso de Resende en su libro de demarcación de la frontera al visitar en el año 1533 Guadramil, una pequeña aldea de habla asturleonesa asentada en el extremo nororiental de Trás-os-Montes. En ella, según explicó, sus vecinos le habían informado de los habituales intercambios fronterizos con que se había topado a lo largo de su periplo por la Raya sin que en cualquier caso hubiesen aludido al idioma al referir los linderos y mojones que acotaban las tierras del término: tenían casados hijos y hermanos en la aldea española de Riomanzanas, localizada en el mismo dominio lingüístico y de la que solo le separaba un pequeño cauce fluvial, y estaban todos «mezclados unos con otros» («misturados hus com os otros»), había dejado escrito el oficial[39]. Ciertamente, si los testimonios en esa dirección abundaban un poco por toda la frontera, cualquiera que fuese la lengua hablada en ese entorno debía de estar lejos de erigirse en un oportuno factor de diferenciación por más que administrativamente el portugués, de una parte, y el castellano, de otra, produjesen de tanto en tanto interferencias en el discurso.

Es por ello por lo que la dialectología ha señalado que, junto al carácter cuasi fundacional de la repoblación medieval en el habla de muchas de estas pequeñas comunidades, los contactos y los acuerdos cotidianos debieron de ejercer un papel preponderante en su mantenimiento. Como condicionantes sociales, los matrimonios mixtos, el comercio y el contrabando o una genérica inmigración determinaron sus particularidades lingüísticas de una forma sostenida en el tiempo tanto o más que factores «históricos»[40], siendo esta una razón por la cual cabría poner en tela de juicio una imagen monolítica y fosilizada de las lenguas de la Raya durante la Modernidad. En este sentido, la localidad extremeña de Villanueva del Fresno pudo ser un buen ejemplo de ello cuando a mediados del siglo XVII se decía que sus vecinos eran «la mayor parte portugueses y muchos con deudos en Morón [Mourão]»[41], toda vez que la toponimia menor de su entorno se encuentra en la actualidad poblada de lusismos[42]. Y lo mismo podría inferirse de la frontera entre Galicia y Minho y la intensa comunicación galaico-portuguesa. En ella —se comentaba con preocupación en el verano de 1641— los contactos de los vecinos de Tuy y La Guardia con el otro lado de la frontera hacían que la circulación de informaciones relativas a la guerra fuese muy habitual al amparo del parentesco[43].

No se descubre nada nuevo si se afirma que ahí se hallaba una de las claves de la transmisión lingüística y aunque, por un lado, es difícil saber «cómo» se hablaría cuando estos encuentros entre los rayanos se producían, por otro, es factible pensar que en poblaciones de menor rango que esas plazas fronterizas el grado de proximidad idiomática entre las dos partes del confín aumentase. El caso de Barrancos —del que ya se ha referido el carácter mixto de su dialecto— resulta paradigmático si se compara con el cercano emplazamiento castrense (y lusófono) de Noudar. Pues si en este último los matrimonios con castellanos eran minoritarios, cuando no residuales; en aquella otra localidad, por el contrario, solo el número de enlaces con individuos procedentes de la localidad castellana de Encinasola ya era superior a los practicados con contrayentes del resto de Portugal en la década de 1750, según se registró en sus libros parroquiales[44], conformando un especial caldo de cultivo para el desarrollo del barranquenho.

Era, por consiguiente, en el seno de la familia donde las hablas en transición se habían forjado, de ahí que otro tanto sucediese en lugares de la Raya de interrelaciones similares. En algunos de ellos —donde el límite político se encontraba peor definido— las autoridades españolas y portuguesas no habían dudado en acudir a elocuentes exónimos para definir a sus comunidades. Así, en la frontera entre Galicia y Trás-os-Montes se habían identificado tanto «aldeas mixtas» en las que sus pobladores podían elegir vasallaje hacia uno u otro lado del confín aun encontrándose en un mismo lugar, como «pueblos promiscuos» en los que sus vecinos habitaban viviendas y cultivaban huertas a las que la frontera partía por la mitad. En el Coto Mixto, que englobaba a las aldeas de Santiago, Rubiás y Meaus y que solo la firma del Tratado de Lisboa en 1864 hizo que perdiese su condición híbrida y pasase a depender únicamente del Gobierno de Madrid, bastaba con que el cabeza de familia brindase el día de su boda por el rey de España o el de Portugal para formalizar su naturaleza española o portuguesa[45], sin que evidentemente su decisión tuviese efectos sobre la lengua que era común a la totalidad de la comunidad. Según el testimonio de quien fuera uno de los últimos jueces del Coto antes de su extinción, el idioma de sus habitantes era el «dialecto gallego»[46], de modo que, al igual que las viviendas y los campos de cultivo, este, ya fuera tal o un habla en transición hacia los dialectos septentrionales de Portugal, se extendía más allá de las desdibujadas delimitaciones de la región.

En ellas, según ha comprobado la dialectología contemporánea, los llamados pueblos promiscuos de Cambedo, Soutelinho y Lamadarcos habrían participado de una forma similar de los modos dialectales localizados a caballo entre Galicia y Portugal sumándose a un cuadro que se reproduciría a lo largo de todo ese tramo de la Raya[47]. «Nuestra habla es medio gallega» («A nossa fala è meio galega»), corroborarían a este respecto algunos habitantes de Lamadarcos en pleno siglo XX[48]; aunque ello no deba hacer pensar que esa particularidad hubiese constituido un problema para el vernáculo, fuera este portugués o gallego. Como explicó Juan Álvarez Sotelo en su Historia general del Reino de Galicia, la integridad del gallego, al menos a comienzos del siglo XVIII, se debía antes que nada a los rústicos iletrados y a la oralidad; mientras que las amenazas que se cernían sobre él eran responsabilidad de los grupos privilegiados y de los movimientos poblacionales que transcendían del entorno local. La lengua gallega, afirmó, «no se halla pura, sino entre los pleveyos que nunca salieron del ámbito de su aldea ni leyeron libros españoles, porque los nobles hablan la castellana (...) y los que salieron de Galicia o saben leer, mezclan vocablos castellanos y estragan la pronunciación gallega»[49].

En el aislamiento para con las lenguas dominantes parecía radicar la salvación y, no lejos de Galicia, las palabras de Álvarez Sotelo bien podrían tomarse prestadas para definir el cotidiano de Rihonor (en España) y Rio de Onor (en Portugal), dos aldeas de base lingüística asturleonesa separadas, frontera mediante, por tan solo unas decenas de metros. Como en las pequeñas poblaciones del confín luso-gallego, allí, el habla que, a medio camino entre Braganza y Puebla de Sanabria, se hallaba presente a ambos lados de la Raya encontraba en la comunidad local su máxima expresión, y contribuía a una comunicación de radio transfronterizo que, en tiempos de guerra, habría invitado a la desconfianza de las autoridades. Tanto Rihonor como las cercanas Calabor y Santa Cruz de los Cuérragos, decía un oficial castellano a mediados del siglo XVII, mantenían excesivo trato con Portugal y solo si eran desavecindadas se podría evitar una afinidad que era entendida como «perjudicial» para la Monarquía[50]. Se evitaría así el paso de informaciones, se aseguraba; si bien, por otro lado, sería inocente ver en esa proximidad cultural una idílica comunión, cuando, en realidad, las disputas por el uso de pastos y otros recursos entre las poblaciones vecinas de esa región se sucederían a lo largo de toda la Modernidad[51]. Los enfrentamientos violentos —llegaron a lamentar en Santa Cruz a propósito de sus rivalidades con Guadramil por la jurisdicción de los montes en 1679— podían conducir incluso a su despoblación[52], recuperando el escenario que curiosamente habían contemplado las elites militares para el lugar durante los años de la guerra de separación de Portugal. De forma que la lengua —también ahí— no dejaba de ser el instrumento por el que a nivel local tanto se concertaba como se litigaba.

En aldeas como Rio de Onor la variedad vernácula estaba, además, especialmente vinculada al ordenamiento comunitario imperante en su seno y a las disputas entre lo privado y lo comunal[53]. Había sido en ese lenguaje en el que tradicionalmente se habían expresado los acuerdos del concejo —la institución de carácter asambleario formada por un miembro de cada familia y que, encabezada por un mayordomo elegido por la colectividad, gobernaba el día a día de la población—, y sería este órgano el que, superada la Modernidad, se convirtiese en una suerte de reducto idiomático frente al castellano y el portugués: «Es un hecho interesante que se mantenga asociado el lenguaje arcaico a un tipo también arcaico de actividad local» («É um facto interesante manter-se associada uma linguagem arcaica a um tipo também arcaico de actividade local»), testimoniaría hace ahora cincuenta años una visitante de la localidad a propósito de las sesiones concejiles[54]. Pero quizás la huella más evidente de la imbricación de ambos elementos se encuentre en la cultura material emanada de las dinámicas del concejo. Las talas, las varas —generalmente de madera de chopo— en las que el mayordomo registraba mediante incisiones hechas a navaja todo tipo de símbolos relativos a la contabilidad asociada a la comunidad y los impuestos locales (y de las que informaría por vez primera el abad de Baçal en sus estudios sobre el distrito de Braganza[55]), habrían constituido la más genuina expresión del control y la fiscalización de los recursos por parte de una sociedad que en el cotidiano era tendencialmente ágrafa y autárquica.

Demostraciones de una manifiesta autonomía organizativa frente a estructuras administrativas supralocales, las talas habrían configurado también un tipo de registro vinculado a la oralidad inteligible para toda la comunidad y central en su estructuración. De ahí que sea posible colegir que de algún modo hubieran sido reflejos del lenguaje hablado en esta zona de la frontera. Ciertamente, hay noticias de la existencia de talas en las aldeas cercanas de Guadramil y Petisqueira y, ya en España, en la de Calabor, siendo todas estas poblaciones de habla asturleonesa. El tratamiento reverencial que se les concedería en todas ellas a estos instrumentos, custodiados con celo como un tumbo es conservado en un archivo y reproducidos a menudo a partir de un único patrón por cada una de las familias[56], evidenciaría la buena salud de una forma de comunicación que, aunque probablemente desconocida en el entramado administrativo de las monarquías ibéricas, sería, sin embargo, central en la vida de estas comunidades.

LA CENTRALIDAD DE LOS MÁRGENES Y LAS LENGUAS Y LOS DIALECTOS NO ESCRITOS[Subir]

La perspectiva parece ser el principal condicionante a la hora de conceder una posición cardinal o residual a las lenguas y a las modalidades vernáculas localizadas en la Raya. Desde un punto de vista estandarizado[57], en el que la evolución del castellano y el portugués en el periodo moderno es entendida como un fenómeno inherente al fortalecimiento monárquico, se diría que vincular la (buena) suerte de un idioma al ejercicio del poder conduce a una clave argumental que enraíza con los presupuestos de algunos humanistas hispanos. «La lengua compañera del Imperio», la máxima afortunada que dictó Elio Antonio de Nebrija, es la más conocida concepción de ese ideario, el cual, tal y como explicó Eugenio Asensio, se encontraba ya presente en los escritos de Micer Gonzalo. Según este, era en Toledo donde a finales del siglo XV se ubicaba una notable primacía lingüística gracias a la atención de los príncipes. En cambio, era en Galicia, Vizcaya, Asturias y León (e incluso en partes de Castilla la Vieja) donde se practicaba un lenguaje «rudo e áspero»[58]. Una vez más, la dicotomía compuesta por corte y aldea había aflorado para hablar de la lengua. Pero, en cualquier caso, el valor de la información aportada por Gonzalo siempre podría cambiar según en qué contextos fuese recibida. A este respecto, recuérdese que el personaje de Sancho, en un pasaje de El Quijote (II: 19), defenderá, entrado el Seiscientos, que «no hay que obligar al sayagués a que hable como el toledano», al tiempo que argumentará que no todos en la ciudad de Toledo habrían acertado en el hablar pulido, visto que las diferencias en la expresión siempre se registrarían «entre los que pasean todo el día por el claustro de la Iglesia Mayor» y quienes «se crían en las Tenerías y en Zocodover»[59].

Anotado lo cual, el respeto que Cervantes demostró, en boca de Sancho, hacia los iletrados rústicos constituye un reconocimiento de la pluralidad lingüística del mundo ibérico y, sobre todo, la aceptación de que esas otras modalidades idiomáticas no equivaldrían a «hablar mal». En el ámbito peninsular las lenguas y las variantes dialectales no escritas, entre las que se contarían la mayor parte de las registradas en la frontera hispano-portuguesa, suponen, de hecho, un indicio inequívoco de agencialidad subalterna. En su articulación y práctica durante la Modernidad no existiría, desde ese punto de vista, influencia alguna del entramado institucional asociado a las monarquías, y su vitalidad en determinadas comarcas les habría dotado de una manifiesta centralidad en los márgenes por más que pueda pensarse que esta situación conformaba en sí misma un oxímoron. Si se ha hablado del surgimiento de un específico lenguaje del poder a lo largo del XVII, que fue también, en determinados momentos, capaz de expresar oposición hacia él y que sería visible entre los grupos cultos de la España de Felipe IV[60], muy poco se ha dicho de cómo y de qué hablarían los subalternos. La crítica deconstructivista ha concluido que los subalternos ni siquiera podrían hablar. Es decir, ha argumentado que no podrían ser oídos o leídos como consecuencia de las limitantes estructuras que operan en la producción epistemológica y que sitúan a esos sujetos fuera de los intereses intelectuales que centran la discusión académica[61]; aunque también es verdad que esa circunstancia, dicho sea de paso, tampoco podría negar en última instancia su existencia no yendo más allá de la constatación de la condena al ostracismo de estos individuos.

En la Raya una lectura atenta a este tipo de postulados indica que la marginación fue irremediablemente formulada por las élites: «Son las espaldas del mundo», dijo de la fronteras hispano-portuguesas el marqués de Villamanrique en la década de 1670[62]. Mientras que la oralidad configuró ya entonces en ese territorio el cordón umbilical que, fuera del registro escrito, debió de propiciar la utilización y transmisión de las variedades lingüísticas de los confines. El hecho de que prácticamente no exista documentación sobre estas no invalidaría así su presencia en estas áreas, sino que probablemente estaría señalando las limitaciones del archivo como continente de «toda» la realidad de las comunidades de frontera. En este sentido, no se trata de minusvalorar las informaciones al uso sobre ellas contenidas en ese recipiente, sino de declarar la escasa utilidad de este dispositivo para detectar el multilingüismo cuando este no cuenta con representación gráfica. De alguna manera, sería esta circunstancia la que estaría también dejando entrever que la supuesta tendencia hacia la homogeneidad lingüística alentada por las monarquías no sería tan fiable fuera de sus marcos corporativos.

Quiere esto decir que, aunque gozasen de un estatuto privilegiado desde mucho tiempo atrás, el portugués y el castellano se demostrarían en ocasiones incapaces de participar en un proceso pleno de lo que Louis-Jean Clavet ha denominado «glotofagia» allá donde la huella institucional era más frágil. Este fenómeno, por el que determinadas lenguas habrían hecho sucumbir a otras mediante la presión coercitiva ejercida por sus hablantes y por las estructuras económicas y político-jurisdiccionales anejas a su cultura[63], habría encontrado de esta manera resistencias no deliberadas donde un particular vernáculo no gramaticalizado resultaba más útil para la subsistencia de los populares. Abdicar del gallego de transición a los dialectos norteños del portugués, de las minoritarias hablas de base asturleonesa comunes a ambos lados de la frontera (y en claro retroceso en otras muchas zonas) o de los dialectos mixtos a caballo entre el portugués y el castellano no hubiera ayudado a una comunicación que podía dotar a sus hablantes de mayores recursos, y ese sería el motivo por el que estas modalidades habrían pervivido en espacios restringidos. De este modo, lo que se pretende aquí no es negar la nivelación del asturleonés con el castellano a lo largo de la Modernidad en grandes extensiones de terreno al norte del río Duero o la marginación del gallego en el amplio cuadro lingüístico peninsular[64]; pero sí sostener que, en lugares muy próximos a la Raya, desde el punto de vista de no pocas comunidades rurales, el cambio lingüístico no habría tenido lugar ni en su ordenamiento social ni en su cotidianeidad.

Es el juego de escalas aquello que determinaría la clave interpretativa, y que las tradiciones lingüísticas a que se ha apelado se localizasen en la Raya hispano-lusa estaría igualmente matizando las relaciones de alteridad entre Portugal y la Monarquía de España en todo ese territorio. La rusticidad, bajo esa premisa, habría sido a menudo el ropaje tras el que se confundiesen las hablas de ambos lados de la frontera y habría contribuido a la categorización del rayano como un sujeto alejado de la urbanidad. Era este, a fin de cuentas, un tópico que, aunque visible en las descripciones y los discursos sobre las lenguas y los modos, sería el fiel reflejo de una bifurcación de mayores dimensiones que ha sido definida por algunos estudiosos a partir de la distancia que separaba a las sociedades «modernas» de las sociedades «tradicionales»[65]. De ahí que la identificación de la otredad que generalmente trazaron las élites en la Raya estuviese encaminada a referenciar una diferenciación que no se expresaba tanto en términos «nacionales» como «civilizacionales», aludiendo en verdad a un particular confín que por norma les separaba, tanto en Castilla como en Portugal, de los rústicos fronterizos. Estos, desde esa óptica, estaban fuera del mundo de sus observadores y conformaban una suerte de masa homogénea, si bien admitir que esa visión era común entre los grupos letrados no debería evitar aceptar que las diferencias entre los populares se gestarían a partir de sus propias experiencias y que se expresarían en sus hablas incluso cuando estas fuesen compartidas.

CONCLUSIÓN[Subir]

Si es posible convenir en que las supuestas lógicas de las historias nacionales han dado pie a extensas metanarrativas sobre la formación de la frontera entre España y Portugal frecuentemente vinculadas a un paradigma estatalista, otro tanto podría decirse de los discursos sobre las realidades lingüísticas del mundo ibérico. La expansión del castellano y del portugués no solo en el ámbito peninsular, sino también en extensos espacios ultramarinos durante el Antiguo Régimen ha sido interpretada en términos de marcado carácter identitario, asociándose a una cierta idea de desarrollo y modernidad con fuertes ecos en las comunidades imaginadas englobadas bajo los marbetes de la Lusofonia y la Hispanidad en pleno siglo XX[66]. En un reciente artículo de opinión, el escritor y académico Mario Vargas Llosa apuntaba todavía a este respecto que el «aporte» principal de los españoles a América había sido sin duda su idioma, el cual había reemplazado a unas mil quinientas lenguas y dialectos —si no más— facilitando la comunicación en todo el Cono Sur. «Como [los nativos] no se entendían, vivieron muchos siglos entregados al pasatiempo de entrematarse», escribiría dejando entrever que, frente a ello, la lengua castellana habría sido el verdadero elemento de transmisión de valores encaminados al progreso[67]. Ni que decir tiene que lo que vino después de la llegada de los ibéricos a América fue todo menos un acto de paz y concordia; pero sin ir aquí más allá en la crítica sirva esta cita para ilustrar cómo la falsa idea de preeminencia lingüística, según la cual unos idiomas serían más válidos y adecuados para expresar cualquier tipo de avance que otros, sigue actualmente muy presente en la sociedad, así como la imagen de uniformidad de determinadas lenguas que pueden ser vistas como dominantes.

En el caso concreto de la historia de la Raya este tipo de inercias discursivas a la hora de perfilar los encuentros entre los habitantes de los dos lados de la frontera dejó fuera del análisis cualquier detalle que no basculase entre la lengua castellana y la portuguesa, entendiendo el gallego como un reducto fosilizado anterior a esa. En cambio, una aproximación a la frontera como la que se ha practicado en estas páginas pone de manifiesto que toda esa franja de terreno por la que discurre el límite político hispano-luso estuvo lejos de obedecer a un patrón uniforme y bilingüe en la Época Moderna, tal y como demuestra la dialectología para el periodo contemporáneo. Aquilatar el peso que las hablas rayanas tuvieron en la comunicación transfronteriza equivale, en consecuencia, a reconocer que tales variedades, centrales en el día a día de numerosas poblaciones de pequeño tamaño, dieron cuerpo a un cuadro cultural complejo en el denominado grupo lingüístico iberoccidental. Pero, sobre todo, sirve para repensar el día a día en la frontera rechazando la reductora presunción del simple contacto entre castellanohablantes y lusófonos e incluyendo en ese esquema una perspectiva preocupada por un ángulo muerto trazado «desde abajo». En este sentido, cabe señalar que el recurso al estereotipo y la descalificación en torno a las hablas de los rayanos supuso en el Antiguo Régimen una forma de fijar los parámetros de la otredad, aunque con ello no se llegase a percibir que aquello que se consideraba una forma vulgar y arcaica de hablar representaba, en realidad, un modo dialectal o incluso una lengua diferente.

En pocas ocasiones detectados, es, en todo caso, a partir del desprecio y la categorización negativa de los rayanos como puede realizarse una aproximación a una historia social de la lengua dedicada a los vernáculos fronterizos. Y es además a partir de ahí como la frontera moderna adquiriría un matiz que contribuyese a fijar su estudio no tanto desde ámbitos alejados a ella como desde el entendimiento y la agencia de sus propias poblaciones. El mantenimiento que estas hicieron de sus particulares vernáculos estaría así indicando, pese a su marginación exterior, un itinerario alternativo a los relatos tradicionales sobre la interacción en los confines entre Portugal y la Monarquía Hispánica. En él, el omnipresente matiz nacional daría paso a factores no contaminados por el poderoso influjo que este vector identitario ha ejercido sobre no pocos historiadores, al tiempo que se relativizaría la idea de una frontera fuertemente institucionalizada. Podría decirse así que, en la Raya, si es que no en tantos otros lugares, las lenguas no habrían sido solo compañeras de imperios. Dígase que habrían sido, más bien, acompañantes y testigos de sus comunidades y de sus formas de vida, siendo evidente que el hecho de que poco o nada reste hoy de algunas de ellas no indicaría que antes no hubieran existido.

Notas[Subir]

[1]

‍AZEVEDO, 1644: 15-‍16.

[2]

‍VASCONCELOS, 1955.

[3]

‍MENESES, 1679, t. I: 217.

[4]

Véase la exhaustiva base de datos bibliográfica alojada en la página web del proyecto de investigación FRONTESPO, Xosé Afonso Álvarez Pérez y José Antonio González Salgado (dirs.), Bibliografía multidisciplinar de la frontera hispano-portuguesa, Alcalá de Henares, grupo FRONTESPO, 2018, disponible en: http://www.frontespo.org/es/bibliografia.

[5]

‍VÁSQUEZ CUESTA, 1981. ‍WADE, 2020.

[6]

‍GOMES, 2015: 35-‍60.

[7]

‍SANTOS, 1967: 16 y 406.

[8]

‍ELIAS, 2010 [1939]: 152-‍157. Sobre este particular, resulta paradigmática la imposición del francés como lengua nacional frente a los patois o dialectos en la Francia revolucionaria de finales del siglo XVIII. Véase ‍CERTEAU, JULIA y REVEL, 2008 [1975].

[9]

‍GONZÁLEZ OLLÉ, 2002: 1217-‍1235.

[10]

‍LEÃO, 1606: 32.

[11]

‍SOUSA, 1680, t. III: 378.

[12]

‍MONTEIRO, 2009: 254.

[13]

Había sido, de hecho, el propio Duarte Nunes de Leão, quien en una ortografía publicada en el último cuarto del siglo XVI ya había llamado la atención sobre la proximidad (e identidad) entre el gallego y las hablas septentrionales portuguesas, perceptible, por ejemplo, en la anulación de la oposición de los fonemas /b/ y /v/. Véase ‍LEÃO, 1576: 4.

[14]

‍MARTÍN MARCOS, 2023.

[15]

‍BURKE, 2006: 21.

[16]

‍SERRÃO, 1974: 116. Sobre los problemas del texto y la imposibilidad de determinar si Severim de Faria se refiere indistintamente a los vecinos de la ciudad y a los habitantes de las áreas rurales de su término y de la llamada Tierra de Miranda, véase ‍FERREIRA, 15 (Zamora, 2004): 19-‍24.

[17]

‍MOURINHO, VIII/3-4 (Braganza, 1988): 3-‍27.

[18]

Sobre los usos, todavía no diferenciados, de los términos «barbarie» y «salvajismo» en la Europa Moderna véanse las reflexiones sobre la invención y el descubrimiento del salvajismo en ‍POCOCK, 2005: 157-‍180.

[19]

‍SOUSA, 1628: 617 y 620.

[20]

‍ARGOTE, 1725 [1721]: 295-‍296.

[21]

‍LIHANI, 41/2 (Connecticut, 1958): 165-‍169.

[22]

Véanse las entradas «enquillostrarse», «saco» y «jaco» en ‍COVARRUBIAS OROZCO, 1611.

[23]

Se ha atribuido a Covarrubias erróneamente la frase «tan zafios como son en el vestir lo son también en el lenguaje» desde que se recogiese en ‍STERN 29/3 (Filadelfia, 1961): 227. Tal sentencia parece que se debe, sin embargo, a Juan Antonio Pellicer, quien en las notas de su edición crítica de El Quijote alude al diccionario de Covarrubias para explicar el significado (rústico) del término «sayagués» (a propósito del pasaje II: 19) y describe peyorativamente el habla y el vestir de los habitantes de la tierra de Sayago. ‍CERVANTES SAAVEDRA, 1798, Parte Segunda, tomo I: 202, nota I.

[24]

‍OLIVEIRA, 2011.

[25]

‍ZURITA, 1992: 128-‍129. El pasaje de Alonso de Zurita es citado en ‍PEDROSA, 2008: 317.

[26]

‍SOUSA, 3 (Oporto, 1997): 376.

[27]

El de Adriano Prosperi sigue siendo un estudio paradigmático. ‍PROSPERI, 1982: 205-‍234.

[28]

‍GIL PUJOL, 2013: 81-‍120.

[29]

‍HESPANHA, 1989: 81.

[30]

‍MELO, 1645: 56r-57r.

[31]

‍CINTRA, 1958: 245-‍257; ‍22 (Lisboa, 1971): 81-‍116. ‍IGLESIAS OVEJERO, 1982. ‍LLORENTE MALDONADO DE GUEVARA, 14 (Madrid, 1982): 91-‍100. ‍GARGALLO GIL, 1999. ‍MAIA, 1977. ‍CARRASCO GONZÁLEZ, 58 (Badajoz, 2017): 2567-‍2592.

[32]

‍CARDIM, 2008 (Barcelona, 2008): 541.

[33]

‍HERZOG, 2018 [2015]: 81.

[34]

‍MAYANS, 1737, t. I: 60.

[35]

Gramatica de la Lengua Vulgar de España, 1559: sin paginar.

[36]

‍RODRIGO MORA, 7/2 (Bolonia, 2015): 81-‍82.

[37]

‍ALDRETE, 1606: 165-‍166.

[38]

Duque de Medina Sidonia a Felipe IV, Ayamonte, 23 de enero de 1641, Archivo General de Simancas, Simancas, Valladolid (AGS), Guerra y Marina, legajo 1414.

[39]

Demarcações de fronteira..., 2003, vol. III: 69.

[40]

Visiones complementarias en ‍VASCONCELOS, VII (Lisboa, 1902): 133-‍145 (especialmente 134) y en ‍ALVAR, 1991: 259-‍260.

[41]

Marqués de Villanueva a Felipe IV, Villanueva del Fresno, 7 de septiembre de 1641, AGS, Guerra y Marina, legajo 1405. Sobre el alto grado de matrimonios mixtos en esta población, véase ‍BARAJAS SALAS, 41/2 (Badajoz, 1985): 289-‍308.

[42]

‍BARAJAS SALAS, 7 (Cáceres, 1984): 7-‍23.

[43]

Marqués de Valparaíso a Felipe IV, Tuy, 21 de septiembre de 1641, AGS, Guerra y Marina, legajo 1405.

[44]

‍RAMOS, 2012: 133-‍134.

[45]

‍JÚNIOR, 1943: 7.

[46]

‍BRANDÓN, 1907: 23.

[47]

‍ÁLVAREZ PÉREZ, 2014: 171-‍200.

[48]

‍SANTOS, 1967: 123.

[49]

Juan Álvarez Sotelo, Historia general del Reino de Galicia, repartida en cinco libros en que se trata de sus pobladores después del Diluvio universal; antigüedades y guerras civiles desde la entrada de los suevos en España hasta que fue dominada por los árabes, Biblioteca Nacional de España, Madrid, ms. 2757, f. 26r, citado en ‍BOUZA ÁLVAREZ, 18 (Santiago de Compostela, 2004): 29.

[50]

Francisco de Castro a Felipe IV, Puebla de Sanabria, 20 de junio de 1647, AGS, Guerra y Marina, legajo 1669.

[51]

‍HERZOG, 2018 [2015].

[52]

Pleito entre los concejos de Santa Cruz de los Cuérnagos y Guadramil, Benavente, 15 de diciembre de 1679, Archivo Histórico de la Nobleza, Toledo, Osuna, c. 491, d. 131.

[53]

‍DIAS, 1953. ‍BRITO, 1996. ‍TAVARES, 2019.

[54]

‍SANTOS, 1967: 141.

[55]

‍ALVES, 3 (Oporto, 1910): 137-‍142; 2000: 351-‍352.

[56]

‍ALVES, 2000: 352.

[57]

‍VAN HAL, 2019: 1-‍22. ‍LEEZENBERG, 1/2 (Chicago, 2016): 251-‍275.

[58]

‍ASENSIO, 3/4 (Madrid, 1960): 399-‍413.

[59]

‍CERVANTES SAAVEDRA, 1798, Parte Segunda, tomo I: 202.

[60]

‍ELLIOTT, 1994.

[61]

‍SPIVAK, 1988: 271-‍313.

[62]

Marqués de Villamanrique al secretario Pedro Coloma, Sevilla, 8 de septiembre de 1671, AGS, Guerra y Marina, legajo 2262.

[63]

‍CALVET, 2005 [1974].

[64]

‍MORALA, 2008: 129-‍148 y ‍MONTEAGUDO, 1999.

[65]

Siguiendo el par weberiano compuesto por rationale Herrschaft y traditionale Herrschaft, véase ‍HESPANHA, 10 (Frankfurt am Maim, 1983): 1-‍48.

[66]

Véase ‍SOUSA, 12 (Braga, 2013): 89-‍104 y ‍MARCILHACY, 2014: 73-‍102.

[67]

Vargas Llosa, Mario, «La lengua oculta», El País, Madrid, 6/12/2020.

BIBLIOGRAFÍA[Subir]

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[10] 

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